perfectamente definible y abarcable. Es difícil valorar las posibilidades y las consecuencias de este nuevo ideario, dado que su eco real, efectivo, ha sido escaso si se exceptúa la repetida observación de sus premisas –aunque mediante cauces al uso, a menudo como un paradigma más– por los propios sociólogos del conocimiento científico y algunos teóricos de otras áreas. Los paradigmas, tradiciones o estilos prosiguen sus andaduras sin relacionarse entre sí, o con pequeños ámbitos de intersección. Las comunidades científicas, o mejor, los colectivos dentro de las mismas, siguen imponiendo sus métodos, sus conceptos, sus esquemas interpretativos, sus vías de trabajo. Las teorías y los argumentos explicativos siguen considerándose mejores o peores en función de su hipotética aproximación a la realidad y no se valora su tránsito por patrones altamente predefinidos y negociados. Por todo esto, resultan características aún las apelaciones al poder independiente de la evidencia, la creencia de la relevancia en sí de los datos, la presentación de una línea como la más prometedora por su propia naturaleza, las acusaciones de reduccionismo y de deficiencias sobre otros enfoques, las peticiones de contraste empírico de las teorías y toda una variada serie más de lugares comunes de una concepción de la ciencia que, pese a sus posibles matices, sigue basada esencialmente en el objetivismo.
Además de parecer atacar la legitimidad de la ciencia entre quienes siguen admitiéndola como conjunto de métodos racionales para interpretar la verdad, el relativismo no puede satisfacer a una sociedad pragmática que aplaude las convicciones sólidas y confía en soluciones claras para problemas plenamente discernibles. Lo que se reclama es encontrar seguridades, certezas, no difundir que caben varios planteamientos alternativos y consolidar la duda como verdad más perentoria. ¿No conduce el relativismo necesariamente a una situación de desesperanza y desasosiego? Si es imposible captar la realidad de forma absoluta, ¿qué se puede hacer? ¿Queda en entredicho la labor de los científicos? ¿Es inútil buscar soluciones a problemas tras identificarlos previamente? La situación no es tan exasperante. No es posible aprehender una realidad absoluta a la que, en principio, ya hay que señalarle unos determinados límites, pero sí se pueden seleccionar aspectos, definirlos y tratar de buscar la explicación más próxima posible, aun a sabiendas de que determinados procesos –especialmente dentro de las ciencias sociales, pero también en las naturales– no podrán aceptarse nunca de forma fehaciente. De la validez de gran parte de las respuestas nunca podremos tener constancia firme, dado que siempre caben otras posibilidades apoyadas con otras «pruebas». Por supuesto, las discordias pueden ser aún mayores, puesto que pueden darse ya en la misma identificación de los problemas y en la ponderación de sus consecuencias. Pero, como en la vida cotidiana, aceptaremos tanto la controversia como la incomunicación como realidades ineludibles del quehacer científico. Aunque defendamos nuestros métodos y nuestras teorías con tesón, no será ya atisbándolos como únicos verdaderamente significantes ni juzgando como prescindible todo lo demás. Entenderemos también que, si utilizamos determinados caminos y defendemos determinadas ideas, es en buena medida porque diversos factores contextuales, inextricablemente unidos entre sí, sustentan nuestro pensamiento.
Bajo este nuevo tono, nuestro trabajo tendrá una menor apariencia de «objetividad» y seguridad, pero representa una postura más realista si consideramos que tales rasgos constituyen meras falacias, meras máscaras, meros productos de un autoritarismo primario. Nuestro trabajo será más libre, menos rígido, y reconocerá el carácter humano que otros no quieren advertir en el suyo propio. La conciencia sobre los grilletes que nos imponen nuestras líneas de reflexión, sobre nuestras inevitables deformaciones y desvíos, nos podrá ofrecer caminos más apropiados para aproximarnos a esa «verdad imposible». Asumiremos que nuestro enfoque no deja de suponer una visión personal y contingente, aunque muy marcada por ideas anteriores. Analizar dentro de las ciencias sociales, en particular, supone generalizar, aplicar categorías y buscar tendencias, procesos lineales, relaciones causa-efecto, conexiones de factores y fenómenos, y todo ello, ante unas realidades caóticas, heterogéneas y confusas por su propia sustancia, implica simplificar en mayor o menor medida, olvidar matices, primar unos aspectos respecto a otros, deformar mediante énfasis y olvidos. A través de la asunción de estas ideas, ganaremos estímulo y de forma paradójica, finalmente, también otra clase de seguridad: la de saber que transitamos por caminos personales y aproximativos, que necesariamente estarán más o menos acordes con los desarrollados por otros investigadores ubicados en sus particulares contextos. El debate, mediante estos nuevos procedimientos, podrá realizarse en mayor medida con los diletantes y, en general, con los no especialistas, sobre todo al aceptar que los «expertos» no están libres de intereses, pautas convencionales, pulsiones irracionales, susceptibilidad ante la propaganda y resortes de sentido común. Incluso el diálogo con autores del pasado podrá ser mayor y no limitarse al que tiene lugar con aquéllos considerados «clásicos» o «más novedosos» en su momento. Las teorías y los argumentos desarrollados en otras etapas de la historia no se repudiarán como modelos superados y barridos por el progreso de las ideas, sino que se contemplarán como visiones condicionadas por sus circunstancias como las nuestras lo están por el marco social y cultural en que nos movemos.
El papel del análisis científico no queda repelido a través de las tesis relativistas, ni siquiera en los términos más iconoclastas de Feyerabend, aunque aparece modificado y convertido en un elemento más de cara a la comprensión del mundo, la solución de problemas y la búsqueda de mejoras. No se está negando validez al hecho de que los científicos formulen sus propias propuestas, pero tampoco se confía en ellas de forma ciega. Se solicita cautela, debate y contraste en un panorama amplio que no incluya sólo a los especialistas. Aunque de ahí no brota una situación altamente optimista, tampoco se ha dibujado un marco de desesperanza. Pocos autores en su pesimismo llegan, como Latour y Woolgar (1986: 305), a restar utilidad a su propio trabajo y estimarlo no convincente a partir de la línea relativista que han seguido. Dos sociólogos españoles, J. M. Iranzo y J. R. Blanco (1999: 29), al presentar el libro que fusionaba sus tesis, manifestaban su confianza en que su estudio, como reflejo de sus personales experiencias y no de verdades absolutas, resultara útil para los lectores en la construcción de sus propias ideas. Al final, estos autores (Iranzo y Blanco, 1999: 386) consideraban que, a la luz de las nuevas concepciones, podía descubrirse una nueva primavera intelectual que aumentaría la participación en la producción y gestión del conocimiento. Feyerabend (1984: 81-83), por su parte, al mostrar su animadversión hacia los científicos, filósofos, políticos, educadores o cuantos tratan de imponer sus esquemas desde los pedestales en que ellos mismos se han erigido, no presentaba sus propuestas como una guía objetiva a seguir, sino como opiniones subjetivas susceptibles de fomentar la libertad y la independencia de los lectores, incluyendo la independencia para rechazar tales sugerencias.
1. En un discurso pronunciado en 1990 en un encuentro de la Philosophy of Science Association, Kuhn (2002: 114-115) manifestó que su idea de inconmensurabilidad había surgido, en realidad, al leer textos antiguos e interpretar que sus pasajes aparentemente sin sentido no se debían a confusiones o errores, sino a los significados específicos que recibían algunos términos, distintos a los actuales. La captación de esos conceptos del pasado y la identificación de sus referentes, por tanto, hacían posible la comprensión desde el presente y propiciaban, con la habilidad requerida, la traducción y la comunicación.
2. Después de la guerra, durante la que permaneció en dos campos de concentración, Fleck se dedicó a la investigación médica, dejando en segundo plano su interés por la teoría de la ciencia. Además, su libro no formó parte del patrimonio intelectual exportado a los países anglosajones, más receptivos a los planteamientos legitimadores de Popper. Sólo al diversificarse la discusión tras la publicación de Las revoluciones científicas por Kuhn en 1962, un año después de la muerte de Fleck, su obra, citada en el prólogo de aquella otra, empezó a despertar interés.
3. He aquí uno de sus más contundentes juicios al respecto (Feyerabend, 1982: 98-99): «Es hora de que nos demos cuenta de que los intelectuales no son más que un simple grupo bastante codicioso que