valores que no tienen nada que ver con los referentes. Esta situación, que podríamos denominar retoricidad del lenguaje (la vieja idea de Nietzsche y Rousseau según la cual el lenguaje está lleno de metáforas y tropos), suscita la controversia de que si usamos una palabra para describir fenómenos distintos (por ejemplo, el desarrollo de una planta y el desarrollo de una sociedad) esos fenómenos terminaran tratándose de la misma manera por las posibilidades perfomativas del lenguaje. Así, leemos que Canguilhem, citado por Lecourt, está preocupado por lo siguiente:
El organismo es concebido por Oken a imagen de la sociedad, pero esta sociedad no es la sociedad de individuos tal como es concebida por la filosofía política de la Aufklaurung, sino que es la comunidad tal y como la concibe la filosofía política del romanticismo […] La historia del concepto de célula es inseparable de la historia del concepto de individuo. Este hecho ya nos ha autorizado para afirmar que sobre el desarrollo de la teoría celular planean valores sociales y afectivos (Lecourt 2011, XVIII).
Estos préstamos suscitaron infinidad de discusiones y preocupaciones porque se pensaba que planteaban obstáculos al mismo desarrollo de la biología y a la forma en que ésta produce su teoría. Incluso que esos préstamos eran desafortunados en términos sociales, como el sabido traslado de las categorías de “escasez” y “población” a las teorías de Darwin, o el concepto de “lucha por la vida” que iba y venía de la sociología a la biología. Esta preocupación se refleja aquí, a propósito de la discusión entre Wallace y Darwin:
Empero, si Darwin pudo dejar de advertir, en el informe de Wallace, la falta de un concepto que contenía para él, ante todo, la referencia a un modelo de explicación intermedia, es porque comprobaba en ese texto la presencia de un mismo modelo de explicación fundamental: el modelo económico malthussiano, pues también Wallace había leído a Malthus hacia 1845, y lo recordaba en 1858. También él había encontrado en la ley de Malthus la oportunidad y el permiso para forjar, desde un punto de vista de biología general, el concepto de lucha por la vida. La biología proporcionó con frecuencia modelos a las ciencias sociales, que demasiado a menudo resultaron falsos. Aquí estamos en presencia de un caso particularmente notorio en el cual, a la inversa, las ciencias sociales proporcionan un modelo a la biología (Canguilhem 2009, 115).
Todas estas discusiones marcaron el nacimiento del concepto de biopolítica que se usó para referir la animalización del hombre o la entrada de lo humano en los procesos biológicos.10 Sin embrago, los animales no pueden ser dejados a lado de la preocupación “fundamental” del hombre por la gestión de la vida. Agamben implicó una cuestión lingüística en este asunto. Según él, para los griegos había dos formas de entender lo que nosotros entendemos por “vida”. Bíos, la vida protegida, humana, y zoé, la vida común a dioses y animales. Es una distinción que se comprueba en los textos de Platón y de Aristóteles.11 “Zoé expresa el simple hecho de vivir, común a dioses y animales, y bíos que indicaba la forma o manera de vivir de individuo o grupo” (Agamben 2010, 9). Esta confusión implica que lo que para los griegos era lo zoológico (la vida común a dioses y animales) para nosotros es lo biológico (la vida común a hombres y animales).
Esto tiene que ver con la inscripción, en la época clásica según la periodización de Foucault en Las Palabras y las cosas, del animal y del hombre en un proyecto general de gestión de la vida. Un proyecto que a partir del nacimiento de la biología involucró varios problemas y conceptos que construyen al animal (y al hombre) como objeto y que al hacerlo trasladan indistintamente la gestión de la vida haciéndola aparecer más allá de la historia del animal de los siglos XVI y XVII y de la teoría de la clasificación de Linneo. Este proyecto general, acerca de cuya historia reflexionaremos aquí, traslada propiedades a los vivientes de manera homogénea, asignándoles las características de los otros. Por ejemplo, el traslado de los saberes médicos del hombre al animal, la veterinaria, o la experimentación animal para el “supuesto” bienestar humano. Este proyecto, entonces, involucra a todos los vivientes y ha producido un conjunto de conceptos con los cuales se reducen las experiencias de lo viviente. Tales conceptos refieren fenómenos muy diversos tales como “la reproducción, la fisiología, la herencia, la organización, la evolución y, más recientemente, la retroacción y la morfogénesis” (Illich 2008, 618). No es nuestro interés saber cuál de dichos conceptos mencionados por Illich es mejor para describir la preocupación de la biología por la vida, sino analizar cómo esas preocupaciones transformaron la gestión de los vivientes (animales-hombres) en un asunto de empiricidad. Esos conceptos pasan por la historia de las teorías biológicas que van de Linneo al nacimiento de la biología molecular. No son, desde luego, conceptos que se superen unos a otros, sino que, más bien, se atraen, se modifican, se toman prestados de otras disciplinas y al final se “aplican” a todos los vivientes. Si le creemos a Foucault, el hombre, la naturaleza y el animal surgieron en un espacio europeo cuya temporalidad podemos pensarla hacia finales del siglo XVIII y que desarrolla sus posibilidades hasta nuestros días. Por ello se ha hablado de biopolítica estudiada como la integración de los seres humanos a procesos biológicos. Empero, el asunto es más complejo, pues no puede pensarse el concepto foucaultiano convirtiéndolo en una preocupación por lo humano, en un humanismo de hecho.
Así, tenemos que analizar ahora la forma en la que se construyó el referente “animal” y se lo convirtió en objeto de preocupación. Foucault ha demostrado que la invención de la naturaleza pudo lograrse a condición de que la episteme del renacimiento diera paso a la episteme clásica. Conviene explicar este proceso o, mejor dicho, la arqueología de los objetos de estudio en uno y otro momento. Considero que en ambas epistemes se encuentra el origen de la animalidad tal y como en algunos de sus aspectos la seguimos entendiendo en nuestros días. La animalidad entró al mismo tiempo que el discurso sobre la naturaleza, con la ayuda de las viejas formas de clasificación del siglo XVII.
Proyecto de una serie general del orden, teoría de los signos que analiza la representación, disposición de cuadros ordenados de las identidades y las diferencias: así se constituyó un espacio de empiricidad que no había existido hasta fines del renacimiento y que estará destinado a desaparecer a principios del siglo XIX (Foucault 1995, 77- 78).
Queriendo hacer una delimitación de la forma de conocer clásica, anterior a la modernidad, y que inaugura el siglo XIX, Foucault encuentra un espacio en el discurso que antecede a la biología y un procedimiento para conocer que se basa en “identidades” y “diferencias”. Es en buena medida lo que en corrientes históricas se conoce como “barroco” pero que en definitiva puede verse como un recorte del mundo en el que “la naturaleza entre por fin en el orden científico” (Foucault 1995, 6). Así lo que hace posible la entrada de esta forma de conocimiento, la episteme clásica, es una especie de miasma epistemológica entre el orden de las cosas y su representación. Esto deja de lado la antigua episteme del renacimiento que implicó las categorías de semejanza, similitud, y emulación para conocer el mundo. Este miasma es entre taxinomia y mathesis.
En la medida en que las representaciones empíricas deben poderse analizar en naturalezas simples; se ve que por entero la taxinomia se relaciona con la mathesis; a la inversa, dado que la percepción de las evidencias no es más que un caso particular de la representación en general, se puede decir también que la mathesis no es más que un caso particular de la taxinomia. (Foucault 1995, 78).
Mathesis y taxinomia, ordenamiento de las cosas y clasificación implicados para explicar la naturaleza. Y, de hecho, en estos conceptos se supone un espacio estable que ordena las especies sin preocupación por la vida orgánica o su funcionamiento, es decir, las ordena por un campo de observación que cuadriculaba la percepción de la vida.
Tal sistema ordenaba las especies y los géneros en un campo espacial, no temporal. Dentro de una espacialidad supuestamente uniforme y continua, simplemente no se plantearon preguntas acerca de la gradación y conexión entre especies y géneros, preguntas a las que después se respondería, en la sociedad burguesa, como un desarrollo en el tiempo (Lowe 1986, 99).
Puedo decir, con Lowe, que la historia de la percepción burguesa no es distinta de la historia de la percepción general de las especies, a las cuales habría que agregar el análisis de las riquezas y la teoría general de los signos. Aquí sólo nos interesará este “nacimiento”