Armando Villegas Contreras

Sobre la animalidad (y otros textos afines de política contemporánea)


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preocuparse por sí mismo? ¿Cómo se introdujo este problema con relación, por ejemplo, al humanismo del siglo XIX? Trataré de responder luego de anudar una reflexión entre la distancia que separa a la historia natural de la Historia en general.

      Según Foucault, no se trataba de que la historia natural, su discurso y sus afinidades con la biología aparecieran con la caída del mecanicismo cartesiano, sino de que “cuando la complejidad del vegetal y del animal hubieron resistido lo suficiente a las formas simples de la sustancia extensa, fue necesario que la naturaleza se manifestara en su extraña riqueza; y la minuciosa observación de los seres vivientes nacería sobre esta playa de la que el cristianismo acababa de retirarse” (Foucault 1995, 129). Por desgracia, dice Foucault, las cosas no son sencillas. Para que ocurriera esto, era necesario que la “historia” se convirtiera en “natural”.

      Foucault opone dos historias naturales que se implican en sus contenidos, pero no en su gesto epistémico. Dos historias que son signos en este sentido de la forma en que la época clásica se imaginó lo viviente. Por un lado, Aldrovandi y, por otro muy cercano a Linneo, Jonston. La naturaleza, para el primero, era todo el conjunto de lo dicho y lo escrito acerca de un animal o de una planta.

      Hasta Adrovandi, la historia era el tejido inextricable y perfectamente unitario de lo que se ve de las cosas y de todos los signos o depositados en ellas: hacer la historia de una planta o de un animal era lo mismo que decir cuáles eran sus elementos o sus órganos, que semejanzas se le pueden encontrar, las virtudes que se les prestan, las leyendas e historias en las que ha estado mezclado, los blasones en los que figura, los medicamentos que se fabrican con su sustancia, los alimentos que proporciona, lo que los antiguos dicen sobre él, lo que los viajeros pueden decir (Foucault 1995, 129).

      Imaginemos cómo, de manera común, esas historias sobre los animales no tienen que ver solo con su constitución física, con su carácter de objeto, sino con toda una semántica que asegura el conocimiento sobre ellos. Pensemos aquí, la extraordinaria imagen que Francois Jacob da de Aldrovandi:

      Cuando Aldrovando [sic] habla del caballo, describe su forma y aspecto en cuatro páginas. Pero necesita cerca de trescientas para entrar en detalles sobre los nombres del caballo, su cría, hábitat, temperamento, docilidad, memoria, estado afectivo, reconocimiento, fidelidad, generosidad, espíritu de victoria, rapidez, agilidad, capacidad prolífica, simpatías, antipatías, enfermedades y tratamiento; tras esto vienen los caballos monstruosos, los caballos prodigiosos, los caballos fabulosos, los caballos célebres, con descripción de los lugares donde se hicieron famosos, el papel de los caballos en la equitación, en el transporte, en la guerra, en la caza, en los juegos, en las faenas del campo, en los desfiles, la importancia del caballo en la historia, en la mitología, en la literatura, en los proverbios, en la pintura, en la escultura, en las medallas, en los blasones (Jacob 1999, 13, 15).

      Todo el saber de la naturaleza tenía la intención de contar indistintamente, tanto lo que se ha observado del animal, lo que se ha documentado, como lo que se ha fabulado e, incluso, filosofado sobre él. Nuestro caballo, por ejemplo, sería un verdadero héroe. No un mero animal desnudo.

      Un nuevo objeto es pensado a través del estudio que hace entrar al animal en el ámbito general del estudio de la vida. Preocupación de Linneo, pero también de Lamarck y Darwin más tarde. Preocupación en la que los vocabularios se confunden y se transfieren sus posibilidades de explicación y de intervención. Preocupación, en suma, que da lugar a que las disciplinas se presten las palabras y las cosas para poder consolidarse como un saber. La circulación de propiedades (objetos, conceptos, enunciados, imaginaciones, juicios de valor) entre los saberes no es un asunto nuevo y condensa la problemática en la que los referentes empíricos deben ser analizados en términos discursivos, pues ellos también fueron constituyendo positividades.

      Foucault concluye que la historia natural no podría ser aún biología, entre otras cosas, porque antes del siglo XIX, la vida no existía.

      En efecto, hasta fines del siglo XVIII, la vida no existía. Sólo los seres vivos. Éstos forman una clase, o más bien, varias, en la serie de todas las cosas del mundo. Y si se puede hablar de vida es sólo como un carácter –en el sentido taxonómico de la palabra– en la distribución universal de los seres (Foucault 1995, 161).

      Al menos por curiosidad deberíamos cotejar esta afirmación con esta otra de Ivan Illich, quien opone la vida de los griegos a la de los modernos:

      La vida como una noción sustancializada solo apareció dos mil años más tarde, junto con la ciencia que se proponía estudiarla. El término biología fue acuñado por el naturalista francés Jean Baptiste Lamarck a principios del siglo XIX. Se oponía a las orientaciones de la época barroca en botánica y en zoología que tendían a reducir estas dos disciplinas al estatuto de mera clasificación. Al inventar este término definía un nuevo campo de estudio: “la ciencia de la vida” (Illich 2008, 618).

      Un nuevo campo y un nuevo objeto, la vida en la que confluyen todos los vivientes. Al parecer, la lectura de los autores aquí recuperados puede ayudar a comprender mejor la segunda parte de Las palabras y las cosas. Foucault intuía que la biopolítica no era la introducción del hombre en los procesos biológicos, sino la imbricación muy marcada de hombres y animales en un proyecto general de gestión. La biopolítica por tanto no puede ser estudiada de manera humanista haciendo aparecer la pérdida de marcas culturales como un proceso de reducción de lo humano a lo animal (Agamben) o como la entrada de lo humano a procesos meramente biológicos. Debe y puede tratarse de manera deconstructiva, es decir, pensando en que las continuidades y los umbrales entre los vivientes no están claros. La biopolítica no puede ser un humanismo, debe ante todo tomar en cuenta también cómo se construyó ese objeto, tan problemático, que es “el animal”.

      Pero ¿de dónde viene esta preocupación