target="_blank" rel="nofollow" href="#ulink_243cd6b6-ad51-533f-b8bf-17ed333f83e3">1 y el estímulo, el coraje y el respaldo de la autoridad para una audacia aún mayor, necesarios para que la intuición de la filosofía preceda (y preforme) a la filosofía de la intuición.2 Gracias a la autoridad de la reducción fenomenológica –el procedimiento concebido, practicado y legitimado por Husserl–, Levinas llegaría a anteponer la ética a la ontología, en el acto que funda su propio sistema filosófico.
Siguiendo el itinerario propuesto y contrastado por la reducción fenomenológica de Husserl, «poniendo entre paréntesis» y empleando la herramienta de la epojé (separación, eliminación, suspensión), Levinas procedió a desvelar el misterio de «la ley moral dentro de mí» de Kant: la exploración de la «ética pura», absoluta, prístina, extemporal y extraterritorial, no contaminada por los productos del reciclado social ni adulterada por inserciones ilegítimas, heterogéneas, accidentales e innecesarias; la ética del significado puro –intencional, como según Husserl han de ser todos los significados puros– que posibilita la concepción de los demás significados adscritos e imputados, al mismo tiempo que los pone en entredicho y los explica.
Ese viaje de exploración no llevó a Levinas, en clara oposición a Husserl, a la «subjetividad trascendental», sino a la «otredad» trascendental, indomable e impenetrable del Otro. La última fase de la reducción fenomenológica del estilo de Levinas es la alteridad, esa irreductible otredad del Otro que despierta al Yo a sus responsabilidades únicas y colabora, aunque de manera indirecta, en el nacimiento de la subjetividad. Al cabo de la tarea de reducción de Levinas se produce el encuentro con el Otro, la impresión de ese encuentro y la silenciosa llamada del Rostro del Otro, no la subjetividad que siempre había estado ahí, introvertida, solitaria y desdeñosa, imperturbada, que elabora los significados, como la araña, desde su propio abdomen. Según la magistral interpretación de los hallazgos de Levinas que hace Harvie Ferguson,
el otro no es un fragmento diferenciado, o una proyección, de lo que antes es interno a la conciencia, ni puede ser asimilado a la conciencia en modo alguno; está, y sigue estando, «fuera del sujeto» (...). Lo que emerge tras la reducción del mundo objetivo, activamente constituido, de la vida cotidiana no es el ego trascendental ni la pura transición de la temporalidad, sino el hecho bruto, misterioso, de la exterioridad.3
No se trata (como afirma Husserl) de que el ego transcendental guarde cotidianamente a buen recaudo el mundo objetivo y pueda así volver a él, a sus raíces y al estado original de pureza primordial, mediante el esfuerzo determinado de la reducción fenomenológica, limpio de las poluciones mundanas y restaurado en su esencia. El ego, el Yo y su autoconciencia adquieren el ser en el enfrentamiento simultáneo de los límites y el desafío inasequible de la potencia creativa de sus intenciones e intuiciones: la «alteridad absoluta» del Otro como una entidad resguardada y protegida, permanentemente externa, que rechaza obstinadamente ser absorbida y asimilada y que, por tanto, incita y refuta el imparable esfuerzo del ego para trascender el abismo que los separa. En clara oposición a su profesor de filosofía, Levinas usa su metodología para reafirmar la autonomía del mundo contra el sujeto; enfáticamente no diseñador ni creador del mundo a la manera de Dios, el sujeto adquiere el ser al asumir la responsabilidad de la alteridad indomable e intransigente del mundo. Si para Heidegger Sein era «ursprünglich» Mitsein, para Levinas es (también «ursprünglich») Fürsein. El Yo nace en el acto de reconocimiento de su ser para el Otro.
Siguiendo a Husserl, Levinas emprende un viaje de exploración en busca de la Sachen selbst, en su caso de la esencia de la ética, y la encuentra una vez ha «puesto entre paréntesis» y dejado a un lado todo lo accidental, contingente y superfluo, en el ser-en-el-mundo, que ex post facto interfiere en la comparación del Yo pensante/sentiente con el Rostro del Otro al reducir la modalidad del «ser para», por naturaleza ilimitado y para siempre indefinido, a la serie finita de mandamientos y prohibiciones. Como Husserl, trae consigo de su viaje de descubrimiento ricos trofeos que no habría podido adquirir de un modo menos tortuoso: el inventario de las constantes de la existencia moral y de las relaciones éticamente saturadas, rasgos de la condición prístina de la que parte toda existencia moral y a la que vuelve en cada acto moral.
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«El Otro» y «El Rostro» son nombres genéricos, pero en cada encuentro moral, en el corazón del misterio de «la ley moral dentro de mí», cada nombre responde a un ser, sólo a uno, nunca más que a uno: un Otro, un Rostro. Ningún nombre podrá aparecer en plural al término de la reducción fenomenológica. La otredad del Otro es equiparable a su unicidad; cada Rostro es uno y sólo uno, y su unicidad desafía la endémica impersonalidad de la regla.
Es esta intransigente singularidad lo que vuelve redundante y en su mayor parte irrelevante todas las cosas que colman la vida cotidiana de cualquier ser humano de carne y hueso; el propósito de sobrevivir, la autoestima o el enaltecimiento, la yuxtaposición racional de medios y fines, el cálculo de pérdidas y ganancias, la procuración del placer, la paz o el poder... Entrar en el espacio moral de Levinas requiere tomarse un respiro en los asuntos diarios y dejar a un lado sus normas y convenciones mundanas. Al «encuentro moral de los dos», tanto Yo como el Otro llegamos desvestidos de los atuendos sociales, despojados de estatus, de distinciones sociales e identidades impuestas o socialmente tramadas, de posiciones o roles. No somos ricos ni pobres, ni superiores ni inferiores, ni poderosos o desposeídos. No se aplican estas calificaciones a los miembros de la pareja moral. Lo que lleguen a ser surgirá en y gracias a su condición de ser dos.
A sus anchas en ese espacio y sólo allí, el Yo moral ha de sentirse incómodo –confundido, perdido– cuando el encuentro moral de los dos es interrumpido por un Tercero. No sólo el Yo moral se siente incómodo; también Levinas, su explorador y portavoz. No se necesita una prueba mayor de su incomodidad que la urgencia obsesiva, casi impulsiva, con la que vuelve en sus últimos escritos y entrevistas al «problema del Tercero», es decir, a la posibilidad de salvar la relación ética nacida, crecida y cuidada en el invernadero de la compañía de dos, en las situaciones de la vida mundana, ordinaria, donde las intervenciones, intrusiones e «intromisiones» de incontables «terceros» son la pauta diaria.
Como Georg Simmel señaló en su comparación fundamental entre las relaciones diádicas y triádicas, «la característica decisiva de la díada es que cada uno de los dos miembros debe encargarse de algo y que, en caso de fracasar, sólo queda el otro, no una fuerza supraindividual, como prevalece en un grupo incluso de tres». Esto, insiste Simmel, «le da a la relación diádica una coloración muy marcada y específica (...), pues el elemento diádico suele enfrentarse con más frecuencia al todo o nada que un miembro de un grupo mayor».4 Es fácil ver por qué la relación diádica tiende naturalmente al «encuentro moral de los dos» (incluso es idéntica), y por qué tiende a ser un hábitat natural (casi una nodriza) de la «incondicionalidad de la responsabilidad» o del «silencio de la demanda ética» que probablemente no surgiría ni arraigaría de otro modo; no brotaría espontáneamente ni sería sostenida por grupos más amplios en los que prevalecen las relaciones mixtas sobre las relaciones inmediatas, cara a cara, y proporcionan, por tanto, una matriz para muchas alianzas y divisiones alternativas. También es fácil ver por qué una entidad pensante/sentiente crecida en el confinamiento seguro de la díada es sorprendida y se siente fuera de su elemento cuando se encuentra en una situación en la que hay un tercero. Es fácil ver por qué las herramientas y los hábitos desarrollados en una relación diádica han de ser examinados y complementados para que una tríada sea viable.
Hay un parecido notable entre el intenso, pero al final inconcluso y frustrante intento de Levinas para devolver al Yo moral al mismo mundo de cuyas trazas ha tratado de purificarlo durante toda su vida, y el exorbitante, incluso hercúleo, aunque igualmente frustrado y frustrante intento del anciano Husserl para regresar a la intersubjetividad desde la «subjetividad trascendental», que había tratado de limpiar durante toda su vida de adulteraciones «interpuestas». La pregunta es si la capacidad y aptitud moral,