de Levinas, podríamos decir que la función principal de la sociedad, «con sus instituciones, formas universales y leyes», es hacer de la responsabilidad por el Otro, esencialmente incondicional e ilimitada, algo tanto condicional (en circunstancias escogidas, debidamente enumeradas y claramente defi nidas) como limitado (a un grupo escogido de «otros», considerablemente menor que la totalidad de la humanidad y, lo que es más importante, más reducido y fácil de manejar que la indefinida suma total de «otros» que podrán despertar en los sujetos el sentimiento de una responsabilidad inalienable, ilimitada). Si usamos el vocabulario de Løgstrup (un pensador notablemente cercano a las opiniones de Levinas y que, como Levinas, insiste en la primacía de la ética sobre las realidades de la vida-en-sociedad, y como él, apela al mundo para que explique por qué ha fallado en elevar las pautas de la responsabilidad ética), diríamos que la sociedad es un acuerdo para hacer audible (es decir, específico y codificado) el mandamiento ético, de otro modo obstinada y vejatoriamente, desgarradoramente silencioso (por ser inespecífico), y reducir la infinita multitud de opciones que ese mandamiento podría implicar a una escala menor y más manejable.
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Sin embargo, lo que ha ocurrido es que la sociedad líquida moderna de consumidores ha minado el crédito y el poder de persuasión de ambos ejemplos en aras de la inevitabilidad de la imposición social, cada uno de un modo distinto, pero por la misma razón: el evidente y expansivo proceso de desmantelamiento del antaño comprehensivo sistema de regulación normativa, que aparta cada vez más aspectos de la conducta humana de las pautas sociales y coercitivas, de la supervisión y los cursos de acción, y relega cada vez más funciones hasta ahora socializadas al reino de la «política de la vida» de los hombres y mujeres individuales. En las situaciones desreguladas y privatizadas que se centran en las preocupaciones y los objetivos de los consumidores, la responsabilidad por las opciones, por la acción que sigue a la decisión y por las consecuencias de esa acción, pesa sobre los hombros del agente individual. Como Pierre Bourdieu señaló hace veinte años, la estimulación ha reemplazado a la coerción, la seducción a la imposición forzosa de pautas de comportamiento obligatorias, el surgimiento de nuevas necesidades y deseos a la conducta PR y al consejo.
En apariencia, la llegada del consumismo ha privado al caso hobbesiano de buena parte de su crédito original, pues no se han materializado las catastróficas consecuencias, en teoría inevitables, de la retirada o el menoscabo de la regulación normativa socialmente administrada.
La nueva profusión y la intensidad sin precedentes de los antagonismos interindividuales y de los conflictos pendientes que ha seguido a la progresiva desregulación y privatización de funciones que en el pasado correspondían a la «sociedad», son ampliamente reconocidas y se encuentran en el centro del debate, pero la desregulada y privatizada sociedad de consumidores está lejos aún, y en apariencia ni siquiera tiende a acercarse, de la terrible visión de Hobbes del bellum omnium contra omnes. No le ha ido mejor al caso freudiano de la naturaleza necesariamente coercitiva de la civilización. Parece probable (aunque el jurado no se ha pronunciado aún) que –una vez expuestos a la lógica del mercado para que escojan por sí mismos– los consumidores consideren que las relaciones de poder entre los principios de placer y realidad se han invertido. Ahora es el «principio de realidad» el que se encuentra a la defensiva; diariamente se le obliga a retirarse, limitarse y comprometerse ante los repetidos asaltos del «principio del placer». Lo que los poderes fácticos de la sociedad consumista parecen haber descubierto para beneficio propio es que hay poco que ganar sirviendo a los duros y firmes «hechos sociales» tenidos por indomables e irresistibles en la época de Durkheim, mientras que obedecer el infinitamente expansible principio del placer promete un provecho comercial infinitamente extensible. La evidente y creciente «suavidad» y flexibilidad de los «hechos sociales» líquidos modernos ayuda a emancipar la búsqueda del placer de sus limitaciones en el pasado y franquea el paso a la explotación completa del mercado.
Respecto a la posición de Levinas y Løgstrup, la tarea de reducir la ilimitación sobrehumana de la responsabilidad ética a la capacidad de la sensibilidad humana ordinaria, al poder de juzgar y la habilidad de actuar, tiende también, en todas partes, salvo en algunas áreas selectas, al «subsidio» de hombres y mu jeres individuales. En ausencia de la traducción autorizada de la «demanda silenciosa» a un inventario finito de obligaciones y proscripciones, ahora le toca a cada individuo fijar los límites de su responsabilidad por otros seres humanos y trazar la línea entre lo plausible y lo reprensible en las intervenciones morales, así como decidir hasta qué punto está dispuesto a sacrificar su bienestar por el cumplimiento de su responsabilidad moral con lo otros. Como Alain Ehrenberg11 argumenta de modo convincente, los sufrimientos humanos más comunes tienden a producirse en la actualidad por el exceso de posibilidades antes que por la profusión de prohibiciones, como en el pasado, y si la oposición entre lo posible y lo imposible se ha hecho cargo de la antinomia de lo permitido y lo prohibido como estructura cognitiva y criterio esencial de evaluación y elección de la estrategia vital, sólo hay que esperar que la depresión que surja del terror de la inadecuación reemplace a la neurosis causada por el horror de la culpa (es decir, de la carga de inconformidad que sigue al rompimiento de las normas) como la aflicción psíquica más característica y extendida de los ciudadanos de la sociedad de consumidores.
Una vez encargada (o abandonada) a los individuos, esa tarea se vuelve abrumadora, pues la estratagema de esconder detrás de una autoridad reconocida y aparentemente indomable dedicada a declinar la responsabilidad (o al menos una parte significativa de ella) ya no es una opción viable o segura. Vérselas con una tarea tan intimidante deja a los agentes en un estado de incertidumbre permanente e incurable; con demasiada frecuencia, provoca una reprobación desoladora y degradante de uno mismo.
Sin embargo, el resultado en general de la privatización/subsidiarización de la responsabilidad se demuestra menos incapacitador para el Yo moral y los agentes morales de lo que Levinas, Løgstrup y sus discípulos –entre los que me incluyo– esperaban. Se ha encontrado el modo de mitigar su impacto potencialmente devastador y de limitar sus daños. Hay, al parecer, una profusión de agencias comerciales dispuestas a retomar la tarea abandonada por la «gran sociedad» y ofrecer sus servicios a los consumidores acongojados, ignorantes y confundidos...
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En un régimen desregulado/privatizado, la fórmula de «librarse de la responsabilidad» sigue siendo la misma que en estadios anteriores de la historia moderna: se aplica una medida de claridad genuina o putativa en una situación desesperadamente opaca mediante la sustitución (mejor dicho, el solapamiento) de la intimidante complejidad de la tarea por una serie de reglas francas relativas a lo que se debe y no se debe hacer. Ahora, como entonces, a los agentes individuales se les presiona o se llama su atención o se les adula para que pongan su confianza en autoridades encargadas de decidir y explicar con claridad lo que la demanda silenciosa les pide exactamente que hagan en esta o aquella situación, y hasta qué punto (no más allá) su responsabilidad incondicional les obliga a ponerse en esas situaciones. Sin embargo, aunque la estratagema es la misma, en la actualidad se tiende a emplear distintas herramientas.
Los conceptos de responsabilidad y elección responsable, que antes pertenecían al campo semántico del deber ético y de la concernencia moral por el Otro, han pasado al reino del cumplimiento del Yo y el cálculo de riesgos. En el proceso, «el Otro», como gatillo, diana y criterio de una responsabilidad aceptada, asumida y cumplida, ha desaparecido de la vista, eliminado o ensombrecido por el propio Yo del agente. «Responsabilidad» significa ahora, al principio y al final, responsabilidad con uno mismo («Te debes esto a ti mismo», como los portavoces comerciales del «librarse de la responsabilidad» repiten incansablemente), mientras que las «opciones responsables» sirven, al principio y al final, a los intereses y satisfacen los deseos del Yo e inhiben la necesidad de compromiso.
El resultado no es muy distinto de los efectos «adiaforizantes»12 de la es tratagema practicada por la burocracia sólida moderna, que ha sustituido la «responsabilidad ante» (ante una persona superior, una autoridad, una causa y sus portavoces) con la «responsabilidad