de empleo del solicitante. Los patronos quieren que sus futuros empleados naden más que andar y que se deslicen más que nadar. El empleado ideal sería alguien sin lazos, compromisos o afectos emocionales previos, que esquive los nuevos, dispuesto a aceptar cualquier tarea y preparado a reciclarse y cambiar de inclinaciones, abrazar otras prioridades y dejar a un lado las que ya tenía. Alguien habituado a que «emplearse a fondo» –en un trabajo, una habilidad o un modo de hacer las cosas– no sea bien visto; alguien que al final deje la compañía, cuando ya no se le necesite, sin quejarse ni emprender litigios. Alguien que considere más preocupantes los proyectos a largo plazo, las carreras solemnes y cualquier tipo de estabilidad que el carecer de ellos.
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En nuestra sociedad supuestamente reflexiva es poco probable que la confianza se refuerce empíricamente. Un escrutinio riguroso de los datos proporcionados por la evidencia de la vida señala en dirección opuesta y revela repetidamente la debilidad de las reglas y la fragilidad de los vínculos. ¿Significa esto, sin embargo, que la decisión de Løgstrup de albergar esperanzas de moralidad en la tendencia espontánea, endémica, a confiar en los otros haya quedado invalidada por la incertidumbre endémica que satura nuestro mundo?
Estaríamos tentados de decirlo si no fuera porque la perspectiva de Løgstrup no era que los impulsos morales surgen de la reflexión. Por el contrario, en su opinión, la esperanza de la moralidad residía precisamente en su espontaneidad prerreflexiva. «La misericordia es espontánea porque la menor interrupción, el menor cálculo, la menor disolución de la misericordia la destruiría o la convertiría en su opuesto, la inmisericordia».22
Sabemos que Levinas insistía en que la pregunta «¿por qué he de ser moral?» (es decir, plantear argumentos del tipo: ¿qué tengo yo que ver con eso?, ¿qué justifica mi preocupación?, ¿por qué habría de preocuparme si los demás no lo hacen?, ¿no podría hacerlo otro en mi lugar?) no es el punto de partida de la conducta moral, sino una señal de su desaparición, igual que la amoralidad empieza con la pregunta de Caín: ¿acaso soy yo el guardián de mi hermano? Løgstrup estaría de acuerdo, con su confianza en la espontaneidad y el impulso a confiar más que a calcular.
Ambos filósofos parecen estar de acuerdo en que «la necesidad de la moralidad» (esta expresión es un oxímoron: lo que hace frente a una «necesidad» es algo más que la moralidad) o la «conveniencia de la moralidad» no se puede establecer discursivamente, mucho menos probar. La moralidad no es sino una manifestación innata de la humanidad; no «sirve» a ningún «propósito» y seguramente no está guiada por expectativas de provecho, comodidad, gloria o enaltecimiento. Es cierto que las acciones objetivamente buenas –solícitas y útiles– han sido una y otra vez fruto del cálculo de ganancias del agente, ya sea la obtención de la gracia divina, de la estima pública o de la absolución de la inmisericordia mostrada en otras ocasiones, pero esto no se puede clasificar entre los hechos genuinamente morales, precisamente por tener motivos.
En las acciones morales, «el motivo ulterior está descartado», insiste Løgstrup. La expresión espontánea de la vida es radical gracias a «la ausencia de motivos ulteriores», morales o amorales. Ésta es una razón de que la demanda ética, la presión «objetiva» para ser moral que emana del solo hecho de estar vivo y compartir el planeta con los demás sea y deba ser silenciosa. Puesto que la «obediencia a la demanda ética» puede convertirse fácilmente (deformarse, distorsionarse) en un motivo de conducta, la demanda ética es suprema cuando se olvida y no se piensa en ella: su radicalidad consiste en su pretensión de resultar superflua. La inmediatez del contacto humano se sostiene en las inmediatas expresiones de la vida y no necesita ni tolera otros apoyos. Levinas estaría completamente de acuerdo: según Philippe Nemo, su atento entrevistador y leal intérprete, la «exigencia ética no es una necesidad ontológica. La prohibición de matar no hace que el asesinato sea imposible. Lo hace malo». El «ser» de la ética sólo consiste en «turbar la complacencia del ser».23
En términos prácticos, esto significa que por mucho que un ser humano se resienta de haberse quedado solo (en última instancia) a expensas de su propio consejo y responsabilidad, es precisamente esa soledad la que alberga una esperanza de una unión moralmente impregnada. Esperanza, no certeza, mucho menos una certeza garantizada.
Las expresiones de espontaneidad y soberanía de la vida no testimonian que la conducta resultante sea la opción éticamente apropiada y laudable entre el bien y el mal. El asunto es que los errores y los aciertos provienen de la misma condición, como esos impulsos tan ansiosos por buscar el refugio que los mandamientos autoritarios proporcionan y la osadía de aceptar la responsabilidad propia. Sin aceptar la posibilidad de equivocarse, poco podría hacerse para perseverar en busca de la opción adecuada. Lejos de ser una amenaza a la moralidad (y una abominación para los filósofos de la ética), la incertidumbre es el hogar de la persona moral y el único terreno en el que la moralidad puede brotar y florecer.
Pero, como Løgstrup señala con acierto, las «inmediatas expresiones de la vida sostienen la inmediatez del contacto humano». Supongo que esta relación y mutuo condicionamiento tiene dos vertientes. «Inmediatez» parece desempeñar en el pensamiento de Løgstrup un papel similar al de la «proximidad» en los escritos de Levinas. La «inmediata expresión de la vida» es suscitada por la proximidad, o por la presencia inmediata de otro ser humano, débil y vulnerable, doliente y necesitado de ayuda. Lo que vemos es un desafío, un desafío para obrar, para ayudar, para defender, para procurar solaz, para curar o salvar.
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Parece que en su acepción corriente, la «expresión espontánea de la vida» suscita desconfianza y mixofobia, antes que confianza y desvelo. «Mixofobia» es una reacción bastante predecible y extendida a la confusión y al nerviosismo de los tipos humanos y los estilos de vida que se encuentran y arquean las cejas o se encogen de hombros en las calles de las ciudades contemporáneas, no sólo en los oficialmente llamados (y por esa razón evitados) «distritos duros» o «barrios bajos», sino en las zonas «ordinarias» (léase no protegidas por «zonas prohibidas»). Conforme avanza la multivocalidad y variedad cultural del entorno urbano de la época de la globalización, para intensificarse probablemente con el tiempo en lugar de mitigarse, las tensiones que surgen de la extrañeza vejatoria, confusa e irritante, llevarán a tomar medidas segregacionistas.
Los factores que precipitan la mixofobia son triviales, en modo alguno difíciles de localizar, sencillos de entender aunque no necesariamente fáciles de olvidar. Como Richard Sennett sugiere, «el sentimiento del nosotros, que expresa un deseo de ser parecidos, es un modo para que hombres [y mujeres] eviten la necesidad de escrutarse entre sí».24 Podríamos decir que promete un consuelo espiritual: la perspectiva de hacer la vida en común más fácil de soportar al cortar el esfuerzo por entender, negociar, comprometerse que requeriría la vida con la diferencia. «Innato al proceso de formar una imagen coherente de la comunidad es el deseo de evitar la participación real. Sentir vínculos comunes sin una experiencia común ocurre, en primer lugar, porque los hombres tienen miedo de la participación, temen los peligros, los desafíos que eso supone y su dolor».
El impulso hacia una «comunidad de similitudes» es una señal de retirada no sólo del exterior de la otredad, sino también de la entrega a la interacción interna, vivaz, turbulenta, vigorizante y suprema. La atracción de la «comunidad de lo mismo» es la de una política de seguridad contra los riesgos de la vida diaria en un mundo polivocal. La inmersión en «lo mismo» no decrece una vez superados los riesgos que la incitaron. Como todos los paliativos, sólo puede prometer una protección ante los efectos más inmediatos y temidos.
Escoger la opción escapista como medicina para la mixofobia tiene una secuela insidiosa y perniciosa: una vez adoptado, el supuesto régimen terapéutico cobra vida propia, tiende a perpetuarse y a reforzarse conforme más ineficaz resulta. Sennett explica por qué ocurre esto, por qué ha de ocurrir.25