Se trata más bien de pensar hasta el final (¿pero cómo?) la intraducibilidad de lo extraordinario filosófico (la ética) al orden político.
La política, según la proposición Levinasiana, es la instancia de una interrupción necesaria y beneficiosa de la ética, la instancia de una medida común bajo la «entrada» (del tercero) que, para Levinas, es siempre «permanente». Querer o tratar de hacer una traducción de la ética a «valores» que conformarían una «acción» sería reabsorber la ética en un conjunto lógico, lógico-político, de relaciones. Sería reintegrarla en la «alianza» sacrosanta y olvidar, a fin de cuentas, que toda política, incluso la más universal y democrática, abandonada a sí misma, conlleva, según una importante formulación de Totalidad e Infinito,15 la tiranía. En otros términos: todo pensamiento de una relación de tipo transitivo entre la ética y la política, entre la filosofía, las ontologías del ser social o político y la historia, corre el riesgo del desastre o se expone, como mínimo, al peligro de una posible catástrofe. Basta evocar aquí, como caso extremo, el embrutecimiento heideggeriano de la analítica existencial puesta al servicio de una política, así como el compromiso político que le siguió.
Esta intraducibilidad política de la ética creo que constituye un punto importante, el elemento clave de (o para) un pensamiento de lo político que podemos encontrar en Levinas o extraer de su ética. Este principio que hemos llamado de intransitividad no es ciertamente la ausencia de un pensamiento de la política. Un pensamiento de lo político y de la política es, al contrario, muy necesario dada la idea de la «entrada» de los terceros, es decir, de la entrada en la política. Tan cierto es que en Levinas no hay filosofía política como que su filosofía no es un apoliticismo. La radicalidad «antipolítica»16 del pensamiento lévinasiano de lo político procede de un desengaño de la política, de la constatación de un desencantamiento de sus poderes, que no se acompaña, sin embargo, de la resignación o de una despolitización del pensamiento y de la ética. La fórmula citada de Levinas así lo indica. «No abandonar la política a sí misma» proviene de un rechazo de toda autonomización ontopolítica, pero implica, al mismo tiempo, un actuar, un actuar negativo o quizá vacío; en todo caso, el decidido rechazo de todo abandono de la política «a sí misma», pues entonces el Estado se volvería siempre y constantemente, según palabras de Brecht, causa del Estado, causa sui tiránica.
Nuestra cuestión se concreta: ¿cómo no abandonar la política a sí misma sin hacerla pasar por la traducción o la transición dialectizada ni tener que moralizar su ejercicio o sus contenidos?
Con Levinas, estamos obligados a pensar esta relación (la ética, la política) como una no-relación o, más exactamente, como una serie desigual, discontinua, desajustada, de relaciones inestables, de relaciones que «sobrepasan» las relaciones, como –con Pascal y Levinas– el hombre «sobrepasa» infinitamente al hombre o la justicia a la justicia. La ética, en el sentido extraordinario de Levinas, designa una estructura pre-original de la subjetividad que compromete a ésta más allá de sí misma, en una respuesta pre-original y an-árquica, en una inmemorial antecedencia a sí misma. Esta estructura asimétrica está regida por un entrelazamiento complejo entre pasividad absoluta, «más pasiva que toda pasividad», y la urgencia instantánea de tener que responder a la llamada que viene antes de mí. ¿Cómo comprender esta «pasividad» si se le conmina a una acción, podríamos decir, ético-práctica? Para empezar, subrayaría que la respuesta ética no es ni del orden de la voluntad ni del orden de la obediencia. No proviene de una actividad cuyo antónimo sería la pasividad, de un querer que manifestaría la centralidad viril de un sujeto dueño de sus acciones. Por otro lado, esta «pasividad» de la escucha no viene a obedecer pasivamente una orden. En efecto, se obedece una ley, una institución, a un superior jerárquico, una función y jamás a una persona, pues ésta no queda incluida en la acepción de obediencia en la medida en que depende del consentimiento previo a un código de conducta sustancial. La responsabilidad ética describe, antes bien, un tipo de situación en la que los límites de la norma y el marco de la prescripción deben ser desbordados por el sujeto que responde, incluso aunque éste no lo quiera. Le es necesario inventar en el mismo instante de actuar la regla de sus actos o, más exactamente, le es necesario actuar, como dice Levinas, «atrapado», adelantándose a toda norma. Es lo que podríamos llamar el instante o la instantaneidad éticos. El instante ético, el instante de la respuesta, significa ser concernido por un tiempo diacrónico, por una inmediatez, por un tiempo que pasa y se pasa antes de toda toma de conciencia, antes de toda presencia del espíritu: el instante en el que, sin preparación previa, sin saber, sin poder, sin querer, un hombre se deja trastornar por la trascendencia de otro, por su irrupción inesperada, que exige imperativa e imperiosamente una respuesta de responsabilidad, una exposición del sujeto a un acontecimiento que lo atraviesa, obliga y arrastra –o que, al contrario, lo inhibe–. Esta figura, la del instante ético, es evocada por Rousseau en el Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres, cuando describe la situación en que asesinan a un hombre bajo las ventanas de un filósofo que prefiere taparse las orejas y «argumentar un poco» mientras el «populacho», antes de dar cualquier razón, viene en su auxilio.17
El hecho ético-práctico instantáneo interrumpe la institución y el formalismo de las leyes y de los Estados a los que precede. Así, enfrentado al asesinato, el filósofo de Rousseau llamará a la policía, lo cual no es de ningún modo reprochable, pero suspende la responsabilidad ética y la convierte, arruinándola, en responsabilidad civil. Este actuar, a su vez, deberá ser diacrónicamente interrumpido por la justicia y el orden de la simetrización. Pues también tiene «derecho» a ser considerado desde el lugar común compartido de la política, para todos y por todo. Obsérvese que no se trata de hacer una relación o una serie de relaciones, sino una imbricación desigual y sin término de interrupciones. Con Levinas, podemos llamar inspiración a ese movimiento de infinitización. La inspiración sugiere algo muy distinto de la deducción, de la traducción, de la dialectización. Se sigue de la distancia irreductible entre proximidad y justicia, se hace incesantemente cargo de la positividad de esta separación,18 significa una trascendencia insuprimible, una separación absoluta, pero en movimiento, inestable. En este sentido, podemos determinarla como el modo en que la política es investida por aquello que no es ella, por la ética, por aquello que, antes que ella, la deja advenir como cuestión y que, después de ella, todavía relanza su significación en la justicia que excede la justicia. A partir de la intransitividad, de la intraducibilidad, se produce entonces una reiteración infinita del cuestionamiento a propósito de aquello que está entre el «después» de la política y su «antes» ético, entre «el estar-juntos-en-un-lugar», la comunidad al uso, y «aquello que no podría tener ningún lugar», lo humano, como dice Levinas.19 Este aspecto, como puede verse sin dificultad, es eminentemente político, y sitúa al mismo tiempo el punto débil de «toda política». De lo que se trata es de pensar juntas la alteridad y la medida, de encarar un conjunto sin medida común, un conjunto disyunto en el que las discontinuidades formaran el espacio incierto de la inspiración. Juntos y no juntos: una comunidad, una «entrada» en una comunidad que no sería y no será jamás otra cosa que la instancia de una palabra de la ausencia de comunidad –y sin que nada pueda hacer comunidad, ni siquiera la comunidad de aquellos que no tienen comunidad.20
Los movimientos infinitos de inspiración y de instantaneidad del acto se condicionan mutuamente, se hacen infinitos e instantáneos sin poder mantenerse jamás en los distintos «momentos» que podrían igualarse dialécticamente. Mientras más justo me creo y más satisfecho me siento con esta creencia, menos lo soy. Este resurgimiento de la responsabilidad sin fin no deja de exponerme a la llamada de un sufrimiento y a la obligación intransferible de tener que pasar la prueba. Hay quizá en esta ética de la respuesta infinita una lección o al menos