de manifiesto las instrucciones con las que pocos años después, en 1485, enviaron a su embajador Francisco de Rojas a Roma con el encargo de solicitar del papa la licencia para actuar cuando fuera necesario en bien del Estudio, a la vista de la impunidad en que parece que seguían quedando los responsables de lo que se denunciaba como un continuo desgobierno e incumplimiento de la normativa universitaria, y en concreto de la pontificia, amparados los transgresores en los privilegios del centro («lo qual fasen porque hallan que non pueden ser por nuestro mandado visitados e reformados para que hayan de guardar las constituciones del dicho Estudio»).3
No conozco la respuesta del papa en tal ocasión y ni siquiera sé si hubo alguna, pero testimonios posteriores procedentes del propio reinado demuestran que las dudas de Isabel y Fernando acabaron resolviéndose pronto a su favor. Pese a que la falta de los libros de claustros correspondientes a los años 1481 a 1503 nos priva de una importante fuente de información, junto a algún indicio de una visita ordenada ya en 1486 sabemos que en 1501 nombraron como nuevos visitadores al obispo de Ávila, Antonio Silíceo, y al doctor Juan Díaz de Alcocer, ambos miembros del Consejo Real.4 En este caso, y sin más justificación que la que haga referencia a «algunas cabsas justas que a ello nos mueven conplyderas al servicio de dios nuestro señor e nuestro», enviaron a sus dos consejeros a Salamanca con el triple encargo de comprobar el grado de cumplimiento de las constituciones apostólicas y las disposiciones regias que reglamentaban la vida de la Universidad, examinar in situ su actividad y averiguar «todo lo otro que para la reformaçion del dicho estudio vieredes que cumple e es nesçesario», para lo cual les dieron su poder cumplido. Facultados asimismo para «remediar todas las cosas que buena mente les pudiesedes proueer», el resultado de sus pesquisas, junto con su parecer, debían enviarlo al Consejo para que los reyes ordenasen «proueer sobrello como entendieremos que cunple a nuestro seruiçio e al bien general del dicho estudio e de sus personas». Visitadores y reformadores se llamaría luego de ordinario a quienes los sucedieron en tales cometidos.
De ese modo quedaron perfilados en la visita de 1501 los términos en los que se desenvolvieron las realizadas a lo largo del siglo XVI, con mayor o menor énfasis en alguno de esos tres objetivos, aunque aún faltaban elementos importantes para el perfil institucional que acabaría implantándose. Sobre todo dos: la mención del fundamento jurídico que justificaba las visitas de comisionados regios y la actividad estatutaria que se fue desarrollando al hilo de varias de ellas, gracias a su acción conjunta con delegados del claustro y que acabó convirtiéndose en la principal vía de renovación y complemento de las constituciones pontificias en el desarrollo del ordenamiento jurídico de la Universidad de Salamanca en los siglos modernos. Aunque ya el propósito reformista de las visitas quedó anunciado desde la de 1480, no me consta que se concretara tan pronto en esta línea.
El primero de esos elementos se puso de manifiesto en la visita que el obispo de Málaga, Diego Ramírez de Villaescusa, llevó a cabo en 1512 por orden de la reina doña Juana. Faltan los libros de claustros inmediatamente posteriores, pero conocemos muchos de sus pormenores gracias a la publicación por Manuel Fernández Álvarez en 1984 de una parte importante de su documentación, conservada en el Archivo General de Simancas.5 Entre esos papeles, la real provisión dada en Burgos el 12 de agosto de 1512 por la que se le encomendaba la visita contenía ya la cláusula, repetida luego en ulteriores nombramientos, que daba la razón del intervencionismo regio, una vez afirmada la necesidad de hacerla: «porque a mí, como a patrón que soy del dicho Estudio e Vniversidad, conviene proveer e remediar lo susodicho».6 Solventados de ese modo los reparos que antaño habían expresado los Reyes Católicos ante el miedo a invadir ámbitos ajenos de poder en una universidad que uno de sus predecesores había puesto bajo la tutela directa de la Santa Sede, a partir de entonces la relación de patronazgo que unía la Universidad con los reyes, por el hecho de haber sido fundada y dotada por ellos, fue la causa con la que se justificaron expresamente las visitas de comisionados regios. Se consideraba parte de su función protectora del estudio. Algo que en esta visita de Villaescusa provocó el asombro del claustro salmantino, que en un primer momento llegó a negar la relación y que la reina doña Juana fuese su patrona («pues no hauia fundado ni dotado la Vniversidad», le dijeron) e incluso a afirmarse como «comunidad eclesiástica» frente al enviado regio para, en definitiva, sostener «que sus Altezas non tienen poder de visytar ni reformar el dicho Estudio».7 Demostrada al cabo por el visitador tal relación, que los reyes eran los patronos de esta universidad y que tal condición les permitía ordenar las visitas, fue desde entonces algo admitido.
La visita de 1512 abarcaba el triple objetivo al que se ha hecho referencia y, por consiguiente, el obispo de Málaga llegó a Salamanca facultado para investigar la situación del Estudio y el grado de cumplimiento de sus constituciones, privilegios y estatutos, así como para proponer las reformas que estimase convenientes. Y las propuso. Desde una actitud de intervencionismo a ultranza, presentó en el Consejo su particular relación de «Las cosas en que paresçe que las Constituçiones del Estudio se deuen reformar».8 Afectaban a las condiciones que en la constitución I de Martín V se disponían para el nombramiento del rector; no le convencía tampoco la inmediata vinculación jurisdiccional del maestrescuela con el papa y que careciese de un prelado superior en estos reinos, como se establecía en la VI; discutía el modo de obtener el grado de bachiller en Artes (XVI y XXI) y se mostraba contrario al carácter perpetuo de los catedráticos (XXIX) por la negligencia que podía derivarse de él (proponiendo a cambio su temporalidad por un máximo de tres años, con la ventaja añadida de que de ese modo «podríanse traher lectores solepnes de Ytalia a lo menos en Derecho y Humanidades, y de París en Artes y Theología»), así como a la jubilación tras veinte años de ejercicio. Junto a la denuncia de algunas irregularidades en la observancia de las constituciones que había podido constatar (caso, por ejemplo, del preceptivo uso del latín), sugería, entre otros cambios, imponer la obligación de cursar al menos tres años en Lógica y Humanidad para graduarse en Derechos, alojar a los estudiantes en casas organizadas al estilo de los colegios parisinos para poder vigilar su aprovechamiento y moderar el número de doctores examinadores y el gasto de los grados («los ricos, aunque no sepan, los resçiben, y los pobres, sabiendo, non los pueden alcançar», decía).
Por lo que sabemos, esta visita no generó de inmediato reformas normativas, si bien sobre varias de las propuestas que hizo su autor se centró luego el ejercicio de la facultad estatutaria por parte de la Universidad y la tutela de la monarquía sobre ella, de manera que al menos sirvió para poner sobre la mesa la necesidad de hacer algunos cambios en un régimen jurídico que en lo fundamental seguía estando integrado por disposiciones pontificias. Villaescusa las presentaba como reformas en las constituciones del Estudio, pero estas habían sido obra de papas, dadas auctoritate apostolica, y el visitador era un comisionado regio, que había sido aceptado en él a condición de respetarlas. ¿Qué efectos podían tener sus propuestas? Evidentemente, no era lo mismo vigilar y garantizar el cumplimiento de las constituciones, o incluso sugerir la conveniencia de hacer algunas alteraciones en ellas (algo que podía encajar en la función de los reyes como patronos del estudio), que corregirlas y, en definitiva, derogar lo dispuesto en ellas. El propio maestrescuela, al responder a uno de los requerimientos del visitador, le replicó que, una vez enviado el resultado de la visita al Consejo Real, dicho organismo tendría que dirigirse a él para el castigo de los que pudieran resultar culpables de algún comportamiento punible, habida cuenta de que eran «personas eclesiásticas los de la dicha Universydad», que gozaban «del previllegio eclesiastico, por manera que por ninguno pueden ser punidos ni castigados ni pueden litigar ante juez ninguno syno ante mí, segúnd las Constituciones deste dicho Estudio».9 Este aspecto estaba claro en la normativa universitaria, pero ¿qué ocurría con su propia reforma, con la posibilidad de modificar lo ordenado por los papas? En principio cualquier alteración debía contar con su expreso consentimiento, y de hecho, como enseguida podrá verse, llegó un momento en el que la Universidad consiguió de Roma una llamada «bula general» con la que Paulo III le otorgó amplia facultad para hacerlo, pero ni hasta entonces las modificaciones fueron siempre precedidas de la autorización apostólica ni tampoco los efectos de la bula fueron tan concluyentes, como enseguida comprobaremos.
Pese a la inicial resistencia a su acción, el obispo Villaescusa se fue de Salamanca con muestras de la buena disposición del centro