una segunda conmemoración de dicho suceso. Solo que en esta ocasión se festinaba la consumación de esa gesta, encabezada cien años atrás por Vicente Guerrero y Agustín de Iturbide.
Los motivos que animaron al presidente Álvaro Obregón a llevar a cabo tal homenaje, a solo nueve meses de haber asumido la presidencia de México y en medio de graves problemas en espera de urgente solución, son varios y de no poco peso, entre los que destacaban la necesidad de unir y fortalecer el espíritu patriótico de los mexicanos y fomentar el sentimiento nacionalista de la población. Para lograrlo, se pensó en aprovechar el potencial educativo que brindaban eventos de este tipo pues, como afirmaba El Universal, «aparte de constituir una perenne fuente de ejemplos cívicos, señalan la génesis misma de nuestra nacionalidad».1 Pero al parecer la razón fundamental que animaba al presidente era otra: trasmitir a los representantes de los países invitados la imagen de un país próspero y que nuevamente gozaba de paz, aspecto fundamental para el futuro de su administración, ya que le urgía contar con el reconocimiento oficial a su gobierno por parte de Estados Unidos de Norteamérica.
Si bien entre ambas festividades patrias –1910 y 1921– se perciben ciertas coincidencias pese a las profundas diferencias características de los respectivos Gobiernos convocantes –el porfirista y el revolucionario–, predominan contrastes significativos, como es natural que sucediera por tratarse de contextos históricos, principios políticos y concepciones ideológicas y sociales opuestas. No es casual que Annick Lempérière haya calificado las festividades de la consumación de independencia como una «contracelebración», animada de un espíritu completamente nuevo, «cuyo discurso oficial subrayó sus caracteres “nacional” y “popular”», en oposición de las realizadas en 1910, que se caracterizaron «por su tono aristocrático y su indiferencia a nuestras tradiciones, artes y costumbres».2
Pero entre las múltiples divergencias de ambas celebraciones ha llamado especialmente mi atención una de ellas, seguramente motivada por mi interés en la temática educativa. Se trata del radical contraste entre la intensa y determinante participación de Justo Sierra, secretario de Instrucción Pública y Bellas Artes en las festividades patrias del porfiriato, y la asumida por José Vasconcelos, rector de la Universidad Nacional al tiempo del centenario de la consumación de la independencia y, a partir de octubre de 1921, titular de la secretaría de educación pública, quien se incorporó al programa oficial de festejos en forma por demás selectiva y a los cuales calificó, en tono desdeñoso, como una «humorada costosa».3 Analizar esta sorpresiva respuesta a la convocatoria oficial, inexplicable en una primera lectura de los sucesos septembrinos; explicar las razones que la motivaron e identificar y estudiar los casos excepcionales en los que el rector de la Universidad Nacional aceptó encabezar alguna de las actividades del centenario, representan el objetivo del presente trabajo.
II. ÁLVARO OBREGÓN Y LAS FESTIVIDADES CENTENARIAS DE 1921
Si bien durante largo tiempo la importancia de las celebraciones de la independencia nacional –inicio y consumación– fueron poco apreciadas por los estudiosos de Clío, con el paso de tiempo fueron cobrando el valor que sin duda les corresponde. Como respuesta a dicho interés, en los últimos tiempos han visto la luz pública diversos e interesantes trabajos sobre el tema que nos ocupa, los cuales abordan desde distintas perspectivas el sentido y riqueza de sendos acontecimientos. Y es que tal género de conmemoraciones representan un excelente recurso para analizar la visión de la historia oficial en un momento dado y las expectativas a futuro de sus respectivos gobiernos, al punto que, para el caso que nos ocupa, uno de los autores consultados plantea que la historia política y cultural de la gestión de Álvaro Obregón (1920-24) estaría incompleta si se ignoran las memorables fiestas de la consumación de la independencia.4 Tal es la importancia que le concede a dicho suceso, entre otras razones, porque –nos dice– dan cuenta del espíritu mestizo, incluyente y democrático que el gobierno en turno se propuso imprimir al evento, por la imagen progresista y exitosa que el régimen político emanado de la reciente lucha armada se afanó en proyectar, tanto al interior como exterior del país, así como por los vínculos de unión que al parecer logró establecer entre la población de México, en especial entre los habitantes de la capital, donde las celebraciones septembrinas tuvieron mayor esplendor.
Pese al propósito inicial por parte del Gobierno obregonista de mantener las fiestas conmemorativas del centenario de la consumación de la independencia dentro de un marco de austeridad, ajeno a los excesos cometidos en 1910,5 estas rebasaron los planes originales y se convirtieron en un conjunto abigarrado y heterogéneo de eventos múltiples, en los que hubo una respuesta satisfactoria para los diversos intereses, condición social y nivel cultural de la población. Como bien señala Clementina Díaz y Ovando, nadie fue olvidado, hubo actividades y espectáculos para todos los gustos, para todas las clases, tanto para la nostálgica aristocracia deseosa de revivir los antiguos ceremoniales que la distinguían del resto de sus paisanos, como para los nuevos ricos, los sectores medios y los menos favorecidos tanto económica como socialmente. Incluso, los indigentes gozaron de ciertos beneficios durante aquel mes de septiembre: alimentos gratuitos en los comedores públicos, ropa nueva para no deslucir en los festejos patrios, además de algunas actividades particularmente dedicadas a ellos. Del mismo modo se prestó atención a los presos, los ancianos de los asilos y a los niños pobres, quienes, entre otras acciones, tuvieron la posibilidad de dar un paseo en automóvil por la ciudad, a cuyo término recibieron dulces y frutas.6
Así, pese a la difícil situación política y económica por la que pasaba el país, secuela de la Primera Guerra Mundial y de la convulsa década de lucha armada que apenas llegaba a su fin, las festividades de 1921 se llevaron a cabo con gran profusión de brillantes ceremonias: bailes, recepciones, banquetes, cenas e inauguraciones de obras para beneficiar y embellecer la capital de la república, como monumentos, edificios, parques, jardines, calles, alumbrado, caminos y calzadas además de planteles escolares, entre los que destacaron las llamadas «Escuelas del Centenario». Hubo también exposiciones comerciales, industriales, educativas y artísticas, como las de «Pintura y Escultura», de la Academia de Bellas Artes, y la de «Arte popular mexicano», organizada por Gerardo Murillo –«Dr. Atl»–, Roberto Montenegro y Jorge Enciso y cuyo contenido significó toda una revelación para los asistentes, quienes pudieron apreciar la belleza de las artes manuales realizadas por las/los mexicanas/os, generalmente ignoradas cuando no abiertamente rechazadas.
Por supuesto, no faltaron los clásicos desfiles militares y de carros alegóricos, tan comunes en este tipo de programas, mientras que para los gustos más exigentes hubo conciertos, veladas literarias, juegos florales, conferencias, congresos, funciones de gala en los teatros principales de la ciudad, temporadas de ópera y de zarzuela, además de la ya clásica visita a Teotihuacán. Como una de las características de las fiestas fue la participación privada, con el pretexto de los festejos así como de la diversidad de intereses, no faltó quien contratara a las «Girls» de la compañía de revistas neoyorkina, quienes sorprendieron y alegraron al público capitalino.
Dado que una de las prioridades de estas celebraciones, claramente expresada en diversas ocasiones por el presidente Obregón, por los miembros del comité ejecutivo de los festejos7 y por la prensa en general, fue la de garantizar que estos tuvieran un perfil popular, el programa incluyó una amplia gama de actividades orientadas a dicho fin. Hubo funciones populares en los cines, carpas, corridas de toros, verbenas, jamaicas,8 fiestas charras, jaripeos, jura de bandera y una amplia gama de concursos como los de chinas y charros, cantadores, bailes regionales, poesía, himno del centenario, decoración de edificios con motivos alusivos a la ocasión y justas deportivas, entre otros.
Entre ese mar de actos llamó especialmente mi atención el concurso de la «India Bonita», por el interés que la élite gobernante y la población en general le otorgaron, pero sobre todo por el alto valor simbólico que se le asignó. Quizás por primera vez en el país, especialmente en un evento tan significativo como el referido, se eligió como una de sus reinas a quien les pareció que era una verdadera «representante de la raza».
Desde el 3 de agosto, María Bibiana Uribe, oriunda de San Andrés Tenango, distrito de Huauchinango, Puebla, fue declarada ganadora de este certamen porque, según explicaba el jurado