asomarme a lo que esconde bajo ese candado. Prefiero escribirle desde el compañero de clase que aún hoy lo recuerda como un adolescente moreno, alto, con gafas diminutas y brazos más fibrosos que la media que, lamentablemente y para disgusto de quienes habríamos disfrutado con otro tipo de atuendo, ocultaba bajo su habitual combo de sudadera holgada y cazadora vaquera más amplia todavía.
Hablar con ese Dani desde el yo que fui entonces me divierte más que con el que se oculta hoy bajo un perfil privado. Incluso me excita. Tanto que tengo que buscar un lugar entre las cajas que quedan sin abrir para sentarme y apoyarme contra la pared. Me hace sonreír la erección que me provoca la idea de responder a su mensaje y hasta tecleo algo que sé que no voy a enviarle mientras deslizo mi mano dentro de mi pantalón y noto el sexo casi tan duro como la primera vez que nos quedamos solos en su casa.
Analizada desde la distancia, esa era una de las ventajas de ser un adolescente gay en los noventa. Nadie veía peligro en la soledad doméstica que mi hermana, sin embargo, jamás pudo tener con ninguno de sus novios.
Y esa, vivida entonces, era también la maldición de cumplir quince siendo gay en aquellos años. Aprovechar la ocasión requería usar palabras de un idioma que, educados en la invisibilidad, no habíamos empezado a construir.
No sé si él lo notó entonces. Ni si habrá vuelto a pensar en ello al cabo del tiempo. Su mensaje de hoy, sin embargo, parece responderme que sí. Que, al igual que yo estoy a punto de hacerlo, no es la primera vez que se masturba con el recuerdo de una tarde que, quizá porque no tuvo lenguaje, acabó transformándose en uno de esos instantes a los que se regresa cuando el sexo que nos ofrece el ahora es mucho más mediocre que el que nos hemos encargado de idealizar.
Incluso cuando no era.
Dejo el móvil a un lado y, sin contenerme, decido quitarme los pantalones mientras pienso en todas las respuestas que no sé si voy a escribir. El teléfono, desconsiderado, vibra con fuerza y permite que llenen su pantalla el nombre y la imagen con que he actualizado esta misma mañana el contacto de Iván.
Se me hacía raro verlo irrumpir encarnado en esa fotografía que nos hicimos cuando empezábamos, sentados en uno de los bancos del Retiro donde nos gustaba besarnos en público para paliar todas las ocasiones en que, mucho antes de conocernos, no nos habíamos atrevido a hacerlo. Eso —pienso mientras silencio el móvil— Iván y yo tampoco lo hemos hablado nunca, pero tal vez no habría sido mala idea analizar si todo lo que hemos vivido juntos nació de lo que nos unía o de lo que, en nuestra adolescencia, nos habíamos robado.
Con Manuel y Teo, los anteriores, no llegué a dar el paso de la convivencia, así que no fue necesario distanciarse de la rutina que, en el caso de Iván, alejábamos coescribiendo la comedia romántica que nuestro yo quinceañero habría imaginado, el mismo que se distraía en la clase de Latín cuando Dani, por culpa del calor de un aula en la que siempre hubo más alumnos que espacio, se quitaba la sudadera para quedarse en mangas bajo su eterna camiseta blanca.
Podría escribirle todo lo que ahora mismo imagino, todo lo que en este momento estoy recordando, pulsar en la solicitud de seguimiento y permitir que la conversación desemboque en una llamada o, si así lo prefiere Dani, en una conexión donde vernos y dejarnos llevar a través de las cámaras. Pero ese sexo inmediato no solo pondría en peligro el café de mañana, sino también las imágenes pasadas, los fotogramas que me obligan a seguir acariciándome en busca del morbo que dominaba a aquel chico asustado e inseguro que no sabía si lo que estaba sucediéndole se podía decir. Ese adolescente que, después de una tarde confusa y decepcionante, no se atrevió a decirlo.
«Mejor te vas ya, ¿no?», me despidió Dani aquel día.
Ahora, su brusquedad hasta me resulta tierna si la comparo con las frases que yo mismo he llegado a decir a los hombres que he conocido en barras y aplicaciones, en vagones y en parques, en algunos bares de La Latina y en ciertas reuniones de trabajo. «Podrías hacer un catálogo con todos los tíos que te has tirado», me espetó Iván poco antes de que esa capacidad mía de socialización dejara de ser lo que lo había seducido para convertirse en el fantasma que ponía en jaque su confianza. Me pregunto cómo calificaría él, desde su baremo de toxicidades, la abrupta despedida de Dani aquel viernes en el que habíamos quedado en su casa para ver juntos una película.
Y eso fue lo que hicimos: ver una película.
Mañana, si mi síndrome del abandono no se impone, deberíamos reírnos de la obediencia con que cumplimos todos y cada uno de los pasos en aquella sesión de cine casero. Desde las monedas con que pagamos el alquiler del VHS a los minutos que, tras ver aquel film, Dani y yo pasamos rebobinando la cinta tal y como demandaba la carátula del videoclub. Es curioso que, tantos años después, no recuerde qué vimos —estoy seguro de que cualquier título que mencione aquí será un intento tramposo por anclar ese recuerdo en una referencia válida o, peor aún, idealizada—, pero sí puedo revivir la sensación de esos instantes en que, sin saber qué decirnos, solo oíamos el ruido de los cabezales del vídeo al girar y, sobre él, el de nuestra propia respiración.
Sentados en su sofá, reclinados sobre las horrendas fundas de ganchillo que lo cubrían, ambos tuvimos la oportunidad de acercarnos ligeramente, hasta de arriesgar aproximando la mano lo bastante como para comprobar si era posible que nuestros dedos se acabaran enlazando y siendo así el preludio de lo que deberían haber hecho nuestros labios. Tal vez habría ocurrido si, antes de alquilar esa película, hubiésemos tenido el coraje de decirnos a nosotros mismos quiénes éramos. Si el tiempo que perdí mirándome al espejo y pensando cuál de mis sudaderas me haría parecer más atlético, lo hubiese destinado a asimilar por qué la idea de entrar con él en el videoclub y, cuando no estuviesen sus padres, en su casa me excitaba tanto. También nos habría ayudado elegir una película algo más extensa, cuyo rebobinado durase todos los minutos que requeríamos para que nuestras manos entablaran el diálogo que los dos habríamos querido comenzar. Lamentablemente, como el cine de los noventa no solía transgredir los sanos límites de los cien minutos, la cinta se detuvo antes de que nos atreviésemos.
«Me voy, sí», respondí dando muestras de una innegable agudeza dialéctica para las situaciones de alto calado emocional.
Busqué mi cazadora mientras Dani guardaba la película en su caja con una expresión en la que pude leer mi propia frustración. Si hubiera ocurrido unos años después, no le habría permitido abrirme la puerta, ni me habría dejado guiar hasta ella. Antes habría intentado probar suerte con uno de esos roces que, aunque se finjan fortuitos, nunca lo son. O incluso habría expresado un insolente «¿y nada más?» que hubiese dado pie a las acciones que le faltaron a nuestra casta sesión cinematográfica.
Con el tiempo, después de que la universidad fuera una excusa para perder el contacto que había comenzado a debilitarse aquella misma tarde, ese instante que no sucedió se convirtió en uno de mis refugios habituales. Un espacio al que regreso cuando me agota la evidencia a la que he llegado a acostumbrarme y necesito recuperar esa ambigüedad en la que a veces invento que hicimos todo lo que no hicimos aquella tarde.
Mañana puede que se lo pregunte. Aunque dudo que su versión sea más fiable que la mía. Ignoro si su relato describirá cómo se desplazaba por el sofá sin que pudiera saber si buscaba alejarse de mí o, por el contrario, trataba de aproximar sus piernas a las mías. Si estuviera inventándolo, esas piernas irían enfundadas en un pantalón deportivo muy corto, lo bastante como para lucir esa musculatura que le hacía sobresalir en las clases de Educación Física —entre nosotros, gimnasia— y que, sin embargo, él nunca exhibía. O porque no era consciente de su propio cuerpo o porque hacerlo podía ayudarme a interpretar de un modo distinto sus oscilaciones en el sofá.
«Me hace ilusión verte», me escribe. Y justo cuando parecía posible, añade un «jeje» (esa maravillosa interjección que o bien no significa nada o bien solo cabe traducirse por tienessitio-erespasoact-paracuándobuscabas) y un emoticono (¿el del gorrito de fiesta y el matasuegras?, ¿en serio?) que, de repente, lo banalizan todo. No son más que un par de detalles seguramente insignificantes y ni siquiera puedo explicar por qué me molestan tanto —«ni tú mismo te entiendes», me despidió Iván cuando acabé de cerrar la última de mis cajas—, pero me