clases de Literatura, a las que sumó las que empezó a dar de forma particular en vuestra casa, se volvieron su único refugio durante el mismo curso en que Lucas encontró el suyo entre porros y botellones mientras tú lo hacías en los juegos de Rebeca. En la capacidad para inventar historias de Rebeca. En los recreos con esa compañera de clase que antes te resultaba inquietante y que ahora, sin embargo, era la única con la que sentías que podías ser tú. Los silencios de tu familia impuesta frente al universo compartido que te ofrecía tu familia elegida. Esa chica voluminosa, de cabello rojizo y ojos claros, con quien te adueñabas de un pueblo que, junto a ella y cada vez más lejos de los demás, ya no se parecía al lugar en el que vivíais, sino al lugar en el que tú habrías querido vivir.
Un lugar donde la niña al otro lado del espejo, con su jersey negro y su mirada triste, no tendría nada que reprocharte. Porque no habría visto lo que, una vez de regreso a la realidad, las dos estabais a punto de ver.
—Todavía me pregunto si lo intentamos lo bastante —me confiesa Lucas.
Me ha convencido para pasar la noche y, aun con reticencias, he acabado accediendo. He avisado a Irene con un audio breve —ya le advertí que no quería llamarla desde aquí: no quiero que este lugar empañe su nombre— y le he dado la razón a mi hermano en que es mejor que me quede a cenar y aplace mi regreso hasta mañana, sobre todo porque después del amasijo de emociones que intento digerir es más sensato retornar a la carretera a primera hora.
—¿Tendría que haberlo intentado más, Alba?
Preferiría que no insistiera, porque responder a esa pregunta tan sencilla supone un ejercicio de análisis para el que no me siento preparada.
—No lo sé —miento, pero él se mantiene firme en su demanda.
—Dudé mucho. Durante más tiempo del que imaginas… En el fondo —se justifica—, creo que sigo dudando. Sigo preguntándome si quieres que me haga más presente, que me interese por ti, por tu trabajo, por tu pareja. O si tú quieres que te involucre más en mi mundo. En todo lo que, por mucho que me esfuerce por contarlo a la inversa, no me ha ido bien en estos años. A veces me digo que nuestro silencio es lo que tú buscabas, que lo estoy haciendo bien. Otras, en cambio, juraría que me castigas por no haberlo intentado lo suficiente.
—Hubo un momento en que el silencio era tomar partido —admito—. Pero hasta eso podía entenderlo, Lucas. No te culpaba a ti por no creerme, me culpaba a mí por no haber sabido explicártelo.
—¿Necesitas que te dé la razón para que esto sea de otra manera?
—Aunque me la dieras, y sé que no lo vas a hacer, tampoco estoy muy segura de que pueda serlo.
Saca un par de cervezas más mientras me devuelve una de sus sonrisas tristes. Así las bautizamos cuando, un par de años después de mi marcha, nos vimos por primera vez. La tarde en que le envié una localización a la que acudió con su actitud de hermano mayor dispuesto a un rescate que yo no le había solicitado y que, por supuesto, tampoco iba a aceptar. Nuestro encuentro sirvió para tranquilizarlo, gracias un somero recuento de mis por entonces inexistentes logros vitales y, una vez convencido de que había encontrado el modo de no morir de inanición y frío en mitad de la calle, los dos nos despedimos con la promesa de reconstruir una relación que aún sigue siendo tan errática como había empezado a serlo entonces.
—¿Todavía piensas que no pasó? —me atrevo a preguntárselo por primera vez en años: si atisbara en su respuesta la más mínima duda, sé que sí tendríamos una oportunidad real.
—No va a cambiar nada lo que yo piense.
Pero no. Está claro que no la tenemos.
—Todo por salvar un recuerdo.
—O por no cometer una injusticia.
Me muerdo la lengua y cuento hasta tres para no decir nada que rompa el precario equilibrio que esta noche hemos creado entre ambos. Y, ahora sí, me alegro de que Irene no me haya acompañado, porque no soportaría avergonzarla con esta actitud pacificadora en la que sacrifico lo que de verdad pienso por unas horas más en calma. Una madrugada de una relación fraternal ficticia que, cuando nos despidamos, involucionará hasta ocupar el mismo espacio que ocupaba antes. Ese rincón incómodo donde moran los lazos y afectos familiares que nos han educado para ejercer y que la vida se encarga de desatar entre distancias y desencuentros.
—Es duro, Alba.
—¿El qué?
—Tener que asumir que papá fuera un monstruo.
—A mi hermana le gusta.
Miras a Rebeca desconcertada. Sin acabar de entender qué es lo que ha querido decirte mientras jugáis en el patio trasero de tu casa, cerca del huerto que tu padre ha convertido en su nuevo despacho. Allí es donde Lucas y tú vais a buscarlo cuando no dais con él, porque sabéis que estará sentado con alguno de esos libros que, le cuentas a Rebeca, valen muchísimo y que están encerrados bajo llave porque son un tesoro.
Ella, celosa de tu relato de riquezas y maravillas ocultas, te devuelve otro de amores imposibles y se inventa una historia en la que Sandra, su hermana mayor, se enamora de su profesor de Literatura. A ti, que te has fijado en ella más de una vez, no te sorprende que alguien se pueda enamorar de Sandra, de esa chica de piernas largas y rasgos afilados, con la piel bronceada y los músculos firmes y definidos. Es más, aunque no se lo confiesas a Rebeca, algo te pasa cuando la tienes cerca. Cuando tu amiga te invita a su casa y merendáis mientras ella, en su estudio, analiza alguna de esas oraciones infinitas que les dicta en su cuaderno el profesor que, según su hermana, le gusta. Y tú puedes entender que sea a la inversa. Puedes imaginar que Sandra, con su pantalón deportivo corto, con su melena recogida, con esos ojos grandes e intensamente negros, le guste a alguien. Incluso que, ¿es eso lo que te está pasando?, te guste a ti.
—Los he pillado hablándose… Fuera de clase.
El cuento de Rebeca empieza a resultar violento. No te sientes cómoda sabiendo que uno de sus personajes, ese profesor del que ella asegura que Sandra va escribiendo el nombre en su diario, es tu propio padre. Vuestros juegos siempre se han basado en la imitación de lo que veis. Y tú eres Diana y ella es Julie. Y tú eres Candy y ella es Anthony. Y tú eres Hank y ella es el Amo del Calabozo. La rutina es sencilla: consiste en emular las acciones de las series que os gustan y, a partir de ahí, improvisar continuaciones y finales donde todo es posible. Todo salvo que tu padre, ese hombre que pasa tardes enteras leyendo en su huerto, donde de vez en cuando ayuda con los deberes a algunas de sus estudiantes, sea uno de sus protagonistas.
—Se escriben cosas.
—¿Y eso cómo lo sabes?
—Lo sé. Si hasta una vez los vi besarse.
—Eso es mentira.
—Eso es verdad.
—¡Es mentira!
—¡Es verdad!
El juego se vuelve pesadilla y caes sobre Rebeca con toda la rabia que no te has permitido hasta ahora. La niña del otro lado del espejo, envuelta en su inmutable jersey negro, os mira con horror, viéndoos girar sobre el suelo en una pelea que detenéis en el mismo momento en que os dais cuenta de que podríais haceros daño. Son demasiados días juntas como para no sentir como propia la piel de tu amiga. Como para que no te duelan los golpes que has estado a punto de propinarle mientras seguíais gritando para afirmar y negar a la vez lo que ella, tiene que ser así, inventa.
Os alejáis un segundo. Recobráis fuerzas y sopesáis vuestras opciones. Reanudar el juego resulta imposible. Retomar la pelea sería doloroso. Marcharse sin despedirse, con una pizca de orgullo y hasta de soberbia teatralizada, parece lo más digno. Rebeca se pone en pie y atraviesa el patio sin mirarte, con la misma altanería que si hoy fuera ella Diana y tú, aunque no la soportas, la cursi de Julie.
Tardaréis unos días en volver a veros fuera del colegio. En clase fingiréis no conoceros. Actuaréis como si pudierais sobrevivir sin el apoyo que habéis aprendido a mostraros y esperaréis a que la soledad imponga