celebra el reencuentro con vuestro mismo entusiasmo, quizá porque teme que el protagonista humano que provocó vuestro distanciamiento oculte, como la maquiavélica Diana, su piel de lagarto.
—Es la primera vez que dices algo parecido, Lucas.
Deambula nervioso de un lado a otro de la habitación, como si con su caminar zigzagueante pudiera borrar lo que acaba de expresar en voz alta.
—Ni siquiera sé por qué lo he hecho.
—A lo mejor te estás deconstruyendo.
—¿Tú también?
—¿Yo también qué?
—¿También eres de las adictas a la neolengua? Deconstruirse suena a autoayuda. Pasado por la conciencia woke, pero sigue siendo autoayuda.
—Para una vez que intentaba otorgarte algo de mérito en esta historia…
—Gracias por el sarcasmo, Alba.
—Es que no sé por qué te cuesta tanto admitir que pudo ser así.
—Porque no hay pruebas.
—¿Una adolescente muerta te parece un testimonio poco contundente?
—Pudo deberse a mil motivos más…
—Pero él fue uno de ellos.
—Eso nunca vamos a saberlo.
—No, Lucas, no vamos a saberlo. —Rebeca clavándome las uñas en el brazo, la arena del patio rasgando la tela de mis pantalones, el bote de agua oxigenada y la explicación para una herida en el codo en la que, mientras nuestra maestra finge no saber lo que ha ocurrido durante el recreo, yo omito cualquier alusión a nuestro juego—. Pero sí creo que puedo imaginármelo.
La noticia se extiende deprisa. La familia, incluida Rebeca, trata de ocultarlo y se divulga un relato lo suficientemente hermético como para que la palabra prohibida no surja de manera explícita en ningún momento.
Nadie la pronuncia en voz alta, pero tú puedes oírla una y otra vez. En cada corrillo. En cada grupo. En cada uno de los callejones de esta comunidad que ahora se ha vuelto más diminuta y oscura que antes. Su eco llena los rumores de un pueblo siempre sediento de carnaza en la que hincar el diente, atento a todo murmullo con el que pueda desmentir su bucolismo y demostrar su verdadera piel. Tan traicionera como la de los lagartos extraterrestres a los que, en adelante, no volverás a jugar con Rebeca.
Nadie habla de que ha sido un suicidio, aunque todos lo sospechen y tú misma trates de preguntarle a tu padre si es verdad eso que dicen las vecinas. Si es cierto que Sandra, esa chica que no consigues sacarte de la cabeza y que, en un retorcido guiño del destino, se parecerá a todas las mujeres con las que te acuestes en el futuro, se ha quitado la vida. Pero tu padre ya no está en el huerto donde Lucas y tú acudís a buscarlo. Ha suspendido esas clases particulares y gratuitas que le han hecho granjearse un aura de auténtico filántropo en el pueblo. Tampoco lo veréis más ordenando los libros-tesoro en su vitrina. Tu padre pasa las horas en el instituto, inventando actividades que le permitan regresar a casa lo bastante tarde como para no tener tiempo de responderos.
Sandra no se encontraba bien.
Sandra ha sufrido un problema repentino de salud.
Sandra ha tenido mala suerte.
Todo lo que escuchas es tan impreciso que no puedes dejar de pensar que quizá ese eco sordo que ha invadido el pueblo sí tenga razón.
Pero en ese momento no acabas de unir todas las piezas. Ha pasado un año desde que tu vida se te hizo más pequeña y ahora, de repente, vuelve a quebrarse a través de un dolor que no te pertenece pero que, cada recreo que compartes con Rebeca, sientes que es también tuyo.
Ella no habla del tema. Inventa juegos nuevos y te propone historias que ya no nacen de los programas que veis, sino de las narraciones que ella inventa. «Podrías ser escritora», le dices y Rebeca niega con la cabeza. «No quiero tener nada que ver con los libros», responde. «Los libros han matado a mi hermana».
A ti se te graba esa frase. Para siempre. Y es la que ahora, en este autobús al que, si todo va bien, ya solo le queda media hora para llegar a su destino, te repites una y otra vez.
«Los libros han matado a mi hermana».
Y los libros son el hombre que hablaba de ellos, que los prestaba, que los recomendaba. El hombre que los atesora en una vitrina y que puede que, oculto tras esos mismos lomos, esconda un monstruo. Quizá por eso los guarda con llave, no porque piense que son un tesoro, sino porque es el único modo de mantener cautivos a sus demonios.
Al cabo de seis meses, Rebeca y sus padres se mudarán y abandonarán para siempre el pueblo. Os prometeréis seguir escribiéndoos, pero el cansancio podrá pronto con una amistad en la que los años agravarán el peso de los secretos. Cada día que pase te obligará a reconstruir con mayor lucidez una historia de la que apenas cuentas con indicios. El relato infantil de una amiga que no tardará en dejar de serlo y el desenlace trágico que podría demostrar la crueldad de ese juego. Podrías elegir no mirar. No volver la vista hacia esa narración que, poco a poco, te acaba devorando. Como si fuera tuya. Como si la niña atrapada en el espejo se hubiera despojado de su jersey negro y ahora tuviera las piernas y la alegría truncada de Sandra.
Durante años, lucharás con todas tus fuerzas contra la agonía de la lucidez, contra esa verdad que no ve nadie más y que a ti, que recuerdas las tardes en que escuchabas salir del huerto palabras como conjugaciones y sintagmas, te resulta cegadora de puro obvia. Esas tardes que Lucas llenaba jugando a un partido de fútbol infinito y que tú pasabas con Rebeca mientras su hermana, y otras como su hermana, aprendían a diferenciar oraciones simples y compuestas entre las hortensias y las azaleas que cultivaba con esmero su profesor. Hasta que decides que el único modo de ser es dejar de estar. Necesitas alejarte para que el juego no te derribe. Para que ese eco que aún suena de vez en cuando en este pueblo ansioso de leyendas no te devore y las sombras de ese hombre al que ahora escudriñas con recelo, temerosa de descubrir gestos o acciones que ratifiquen su condena, no te rocen.
Cuando el autobús, por fin, se detiene, mandas los dos mensajes que habías pensado antes de subirte a él.
Uno, que incluye un «no me busques», para ese hombre al que nunca volverás a referirte como tu padre.
Otro, que promete un incierto «estaré bien», para tu hermano.
—¿Dos más?
Veo nuestro reflejo fragmentado en los botellines vacíos y, como si fuera una autómata, le digo a mi hermano que sí.
—A lo mejor esto podría considerarse un inicio, ¿o no?
Me gustaría creer que el juego puede variar sus reglas. Que el tiempo hará su trabajo y que, ahora que Lucas ha admitido la posibilidad de la infamia, cabe la opción de que logremos acercarnos. Pero hace mucho que no me permito la ingenuidad de creer en finales felices y, en su lugar, me conformo con la imperfección del presente, tratando de aprovechar lo poco o mucho que pueda aportarme en vez de obsesionarme con sus posibles consecuencias o, peor aún, con algo tan volátil como su supuesta perdurabilidad.
Hablar de un inicio después de veinte años de encuentros breves y conversaciones casi formularias —con la información precisa para rellenar los huecos administrativos de nuestra biografía— es demasiado ambicioso en una noche como esta. Sobre todo cuando puede que mañana, en el desayuno, él se arrepienta de lo que —¿han sido las cervezas?— ha dicho hoy y yo de lo que le he prometido a cambio.
Respeta mi silencio y señala los ejemplares con los que hemos empezado a alimentar la chimenea.
—¿Era lo que necesitabas hacer?
—Algo así —le respondo a la vez que vuelve a mí, con la contundencia de una bofetada, la frase de Rebeca.
«Los libros han matado a mi hermana».
En un gesto estúpido saco mi móvil y grabo, durante unos segundos, este fuego. Después pienso que podría