nuevos espacios de participación. Jameson hace un llamado, de tonos un tanto apocalípticos, a la creación de una cultura política pedagógica que permita la creación de un nuevo espacio para la articulación de lo privado y lo público, un mapa cognitivo donde el individuo pueda comprender su lugar dentro de la organización social. Este nuevo arte político deberá ajustarse a la verdad del postmodernismo (el mundo del capitalismo multinacional) al mismo tiempo que lo combate sistemáticamente. Si bien en este ensayo no termina con una pregunta, lo hace con una propuesta que abre nuevos interrogantes. Jameson parece mostrarse un tanto escéptico ante la posibilidad real de su programa utópico (“if there is any”, dice lacónicamente).
En entrevistas y ensayos recientes su actitud parece ser más positiva. Así, por ejemplo, sugiere el uso de técnicas “homeopáticas” o de apropiación para combatir el postmodernismo con las formas del postmodernismo mismo: “To undo postmodernism homeopathically by the methods of postmodernism: to work at dissolving the pastiche by using all the instruments of pastiche itself, to reconquer some genuine historical sense by using the instruments of what I have called substitutes for history” (Kellner 1989: 59).
EL DEBATE SOBRE EL POSTMODERNISMO EN LATINOAMÉRICA
Los cuatro conceptos del postmodernismo discutidos hasta el momento se relacionan estrechamente con el postmodernismo angloamericano. Si aluden a obras y autores latinoamericanos, lo hacen ocasionalmente y abstrayéndolos de sus contextos socioculturales de producción. En el caso de Hassan y McHale, se limitan a incluir algunos de los más conocidos autores de la nueva narrativa hispanoamericana (Borges, García Márquez, Fuentes y Cortázar) dentro de sus taxonomías sin una contextualización clara. Su adscripción al postmodernismo se considera automática por el uso de determinadas estrategias formales. Incluso Hutcheon, que subraya la necesidad de emplazar las prácticas postmodernistas dentro de un marco referencial más amplio, no consigue explicar las condiciones específicas en que dicho marco se manifiesta en circunstancias diversas.
Fredric Jameson: la novela del tercer mundo como alegoría nacional
Si el postmodernismo latinoamericano está presente, aunque de forma poco satisfactoria, en las obras de los tres críticos mencionados, Jameson ni siquiera contempla dicha posibilidad. Su concepto del postmodernismo como la “lógica cultural del capitalismo tardío” le obliga a limitar su perspectiva a sus manifestaciones más agresivas. Su estudio se centra, por tanto, en los Estados Unidos, país en el que se origina dicha lógica cultural. El resto del mundo vive en un estadio cultural que, según él, difiere radicalmente del norteamericano.
En su ensayo “Third-World Literature in the Era of Multinational Capitalism” (1986), Jameson acomete un estudio de esa situación particular. Lo que a primera vista podría parecer un encomiable intento de apreciar las voces ajenas a la dinámica específica de la nueva metrópoli cultural, acaba dando lugar a generalizaciones aún más conflictivas. El uso del término “tercer mundo” es de por sí problemático (como el propio Jameson reconoce); pero todavía más problemática es su tajante afirmación de que todas las novelas de Asia, África y Latinoamérica (los espacios geográficos que incorpora bajo el término “tercer mundo”) responden a un mismo esquema alegórico. Según Jameson, “all third-world texts are necessarily… allegorical, in a very specific way: they are to be read as what I will call national allegories, even when, perhaps I should say, particularly when their forms develop out of predominantly western machineries of representation, such as the novels”(1986: 69). Los textos del tercer mundo, Jameson sigue diciendo, “necessarily project a political dimension in the form of a national allegory: the story of the private individual destiny is always an allegory of the embattled situation of the public third-world culture y society” (1986: 69).
Jameson, por supuesto, busca una alternativa a la situación apocalíptica que contempla en el panorama cultural estadounidense. La producción de una cultura claramente de oposición en los países del tercer mundo se convierte así en una alternativa utópica al quietismo político y al simulacro referencial del postmodernismo característicos del primer mundo, y más concretamente de los Estados Unidos.8
Julio Ortega: hacia un postmodernismo internacional
El estudio de la postmodernidad latinoamericana es ciertamente un campo sumamente controvertido. En algunos casos, los críticos latinoamericanos rechazan el término “postmodernismo” y el concepto asociado al mismo a causa de la confusión que genera en relación con los movimientos modernistas abanderados por Rubén Darío en el ámbito hispanoamericano y Mario de Andrade en la literatura luso-brasileña. La adopción de este término es así vista como una extrapolación de un fenómeno que es visto como ajeno a la realidad histórica y cultural de Iberoamérica (Paz 1987: 26-27; Osorio 1989: 146-48), cuando no como un nuevo caso de imperialismo cultural (Rozitchner 1988: 165-66).
Entre aquellos que defienden la validez de este término en el ámbito latinoamericano se observan diversas actitudes que dependen de la orientación crítica de cada autor. Al igual que en el caso de la crítica angloamericana, los estudios sobre el postmodernismo en Latinoamérica tienden a agruparse en dos tendencias principales: la de quienes definen el postmodernismo como una poética, es decir, como un repertorio de técnicas formales que difieren sustancialmente de las empleadas por los escritores del alto modernismo y aquellos que optan por una aproximación de tipo sociohistórico en la que el postmodernismo sería una manifestación cultural estrechamente vinculada a los más recientes desarrollos socioeconómicos. En ningún caso se han producido obras críticas de la envergadura y difusión de las publicadas en Estados Unidos. Como señalamos antes, el área de los estudios sobre postmodernismo en Latinoamérica es un campo crítico que surgió posteriormente.9 Aunque la producción crítica sobre el tema ha crecido vertiginosamente en las últimas décadas, la dispersión y falta de acuerdo en torno a unas premisas básicas sobre el postmodernismo latinoamericano parece aún mayor que en el caso de la crítica norteamericana.
Un ejemplo representativo de la primera de las dos tendencias arriba descritas es el de Julio Ortega. En un ensayo publicado en 1988, Ortega defiende el uso de este término dentro del contexto latinoamericano. Para evitar confusiones, distingue entre lo que llama International Modernism (el movimiento artístico liderado por Pound, Eliot y Joyce, pero que coincide también con el programa de las vanguardias en Latinoamérica) y el “modernismo hispanoamericano” o “modernismo decimonónico”. Ortega no cree en la tesis de una ruptura violenta, sino que ve una relación de continuidad entre modernismo y postmodernismo, una relación tendría su origen en la influencia del vanguardismo en ambos movimientos. Aunque se originaron dentro del modernismo internacional, los movimientos vanguardistas, según Ortega, han sobrevivido a la debacle del modernismo y han mantenido vivo el espíritu innovador dentro del ámbito de la postmodernidad.
Ortega toma los rasgos definidores del postmodernismo de dos fuentes profundamente dispares: John Barth y Fredric Jameson. De Barth adopta algunos de los rasgos formales del repertorio postmodernista, así como su tratamiento del problema de la representación. Según Ortega, en obras como Cien años de soledad, el lenguaje no se limita a problematizar su relación con la realidad (como ocurre en los textos modernistas), sino que cuestiona la lógica natural misma, “the very presence of the word and its laws in the book” (1988: 194). No busca revelar, reemplazar o reformular la realidad; busca mostrar cómo puede representar, crear o deshacer una serie de realidades. De acuerdo con Ortega, el lenguaje es aquí un modus operandi, y su transformación constituye un juego y una búsqueda que el lector puede valorar, de acuerdo con su poder innovador. A diferencia de los textos del realismo tradicional, Cien años de soledad provoca una nueva clase de lectura que es sometida a un estado de permanente revisión/deconstrucción en el que todas las realidades se cancelan entre sí, incluyendo la realidad de la novela misma. Si bien Barth establece una relación de continuidad entre lo que llama el premodernismo de Cervantes, el modernismo dernier cri de Borges y el postmodernismo de García Márquez, Ortega defiende esta continuidad, pero cuestiona la categorización de Barth. De acuerdo con Ortega, la modernidad de Cervantes es incuestionable. Como Rabelais y Stern, Cervantes es, en muchos sentidos, más moderno que Tolstoi y Balzac. Para comprender este tipo de afirmaciones, debemos tener en cuenta que Ortega valora la modernidad en función del