Fue tal vez como consecuencia de una conversación y de un diagnóstico de este tipo por lo que, en el siglo III a.C., una mujer de Etruria encargó un torso femenino que mostrara, entre unos pechos pequeños y firmes y gruesas capas de una tela que descansaba sobre los muslos, una gran abertura ovoide en la tripa que mostraba los detalles de los órganos internos, incluyendo una vuelta del intestino en el extremo inferior[13].
16. Intestinos y útero de terracota, entre el siglo II y el siglo III a.C. Procedente de Etruria. Praga, Galería Nacional, HM10 3374. Fotografía: Zde (CC-BY-SA 3.0).
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La mujer de Etruria, y muchas otras personas, habrían acompañado con palabras sus ofrendas de unas representaciones tan específicas. Y podemos estar seguros de que las peticiones orales que presentaban eran de una precisión comparable. Lo mismo puede haber sido cierto en las comunicaciones religiosas anteriores que se habrían practicado y presenciado en este mismo lugar. Aunque los medios que se empleaban en estos casos no reproducían el tema objeto de una comunicación, no dejaban de tener su influencia sobre este. Las cabezas supuestamente habrían proporcionado el impulso para incluir los problemas relacionados con una parte concreta del cuerpo dentro de este tipo de comunicación religiosa. Aunque este paso se basaba en un malentendido, en el sentido de que las cabezas de barro no se referían a los dolores de cabeza, fue un malentendido productivo del tipo habitual en los procesos de aprendizaje que dependen de la imitación guiada por la observación, el tipo de imitación que caracteriza la comunicación religiosa en general. Un utensilio cuyo entorno tradicional era el banquete se convirtió en el vehículo de una maldición depositada en el Quirinal de Roma por un hombre que se hacía llamar (o al que llamaban) Duenos (el bueno) y que tal vez estaba tratando de concertar un contrato matrimonial. Sin duda fue la discrepancia entre el objeto, un kernos que combinaba tres pequeños recipientes de comida en un aro, y su pretendida maldición, lo que le impulsó a coger el stilus y producir una de las primeras inscripciones en latín[14]. La interpretación de esta inscripción se ha discutido mucho y no quiero aquí entrar en esa disputa. Lo que aquí me parece importante destacar es que la técnica cultural de la escritura se empleaba para comunicar mediante los objetos materiales que no se empleaban sencillamente para evocar su contexto de uso más generalizado, y que quedaban aún más conformados por ese proceso. De esta manera, la presentación ritual, y los contextos locales y sociales de las representaciones rituales, operaban paralelamente a una exposición continua y a un texto legible para aumentar el repertorio de la comunicación religiosa.
Las monumentalizaciones que eran tan características del siglo VI a.C. permitían nuevas oportunidades para la exhibición y suscitaron exigencias asociadas que provocaron el uso de nuevos objetos. Entre estos destacaban los objetos horneados no perecederos, hechos con tiras y bolas de arcilla[15]. El uso de estos artículos implicaba una decisión que debería ser regalar algo a la contrapartida invisible. La idea de un «regalo», sin embargo, seguía siendo únicamente una opción más entre otras. El empleo de la comunicación religiosa de los lingotes de bronce (aes rude), una forma de dinero con un peso determinado, que precedió a la introducción de las pesas de bronce y de plata y finalmente de las monedas, fue una costumbre semejante ya en el siglo VI a.C.[16]. Para evitar cualquier posibilidad de un malentendido, se adoptó la costumbre de inscribir estos objetos con palabras: primero donom y después donum o donum dedit (él o ella ofreció esto como un regalo). Esta es la fórmula más antigua de uso habitual. Lucio Salvio Seio, hijo de Lucio, la inscribió en una estela del Samnite Superaequum en el siglo III a.C., añadiendo la fórmula osco-sabélica «por los favores recibidos»[17]. A principios del siglo III como muy tarde, Orceria, probablemente la esposa de un tal Numerio, escribió donom dedi sobre una tableta de bronce en Praeneste, describiendo al dedicatario mediante la triple forma típica de la región central de Italia como «Fortuna, hija de Júpiter, Primigenia»[18].
Esta tableta que acompañaba una ofrenda no ha sobrevivido. ¿Le sería útil a Fortuna? Una de las ideas más populares para las ofrendas adoptaba la forma de lo que se llamaron arae (lares). Los encontramos empleados como ofrendas ya en el siglo V a.C., en Satricum entre otros lugares[19]. Algunos actores estaban preparados para usar un ara miniaturizado en lugar de uno a escala completa, y no únicamente cuando hacían un depósito en una tumba. Sus intenciones pueden haber sido variadas. Mediante la duplicación o incluso mediante la multiplicación de los lares existentes, los donantes también alteraron la infraestructura religiosa. En Italia, el establecimiento de nuevos arae era una de las medidas más frecuentes adoptadas a la hora de desarrollar nuevos complejos de culto[20]; y, a juzgar por los gastos implicados, los actores concernidos se contaban probablemente entre los potentados de la localidad. Con independencia de esta forma de apropiación, no obstante, la multiplicación de los lares hace de la comunicación especial en sí misma el tema del acto de la comunicación: uno hablaba de los dioses acerca de hablar con los dioses, y explicitaba esto convirtiendo el altar en el signo de ese tipo de comunicación; en la ofrenda que acompaña a una plegaria. En el objeto donado[21], la presencia duradera del acto ritual único figuraba bajo una forma que invitaba a la repetición y a la actualización. Al mismo tiempo, los actores aquí implicados ya no estaban presentándose como técnicos domésticos, como lo había hecho Rhea, sino como actores que participaban en el campo real de la actividad religiosa, como lo señalaban las cabezas de barro veladas. En términos iconográficos, el lar, siendo el lugar donde se vertían las libaciones, ocupaba desde hacía tiempo en Roma el papel que en Grecia pertenecía a la copa de libación (phiale). En los depósitos atenienses se han encontrado grandes cantidades de estas copas de cerámica en el siglo V a.C.[22]. La figura de una mujer identificada como Pietas se representa en las monedas a partir de la República tardía en adelante como una mujer con la cabeza cubierta de pie ante un pequeño altar o vertiendo una libación de un cuenco (ilustración 17).
17. Pietas espolvoreando incienso sobre un altar. Reverso de un sestercio de Antonino Pio acuñado en Roma, 138 d.C. (RIC 2.1083a). Fotografía: Classical Numismatic Group (CC BY SA 3.0)
Había otros que también usaban estos símbolos sobredeterminados. En más de un centenar de lugares se desarrollaban tradiciones que exigían erigir o depositar figuras de animales de bronce o de barro, o que al menos ofrecían estas opciones[23]. En Fregellae, durante un periodo que transcurrió entre los siglos IV y II a.C., se usaron representaciones de cerdos y vacas. En el complejo de Minerva en Lavinio se preferían las palomas, mientras que, en el llamado santuario Minerva Medica en Roma, encontramos vacas, un jabalí, un caballo, un león y aves. Las tradiciones locales restringían lo que se podía representar sin ofender; en otros momentos, la diversidad local invitaba a la experimentación individual. Los animales más comunes que se consumían en las comidas que se celebraban en estos emplazamientos: corderos y pollos, pocas veces aparecían representados entre las figurinas. Algunos individuos podrían asociar un objeto así con una petición de fertilidad, o con la erradicación de una peste en su propio rebaño; para otros las miniaturas podrían haber sido importantes como forma de representarse a sí mismos como dueños de ganado, como cazadores de éxito (y criadores de perros de caza) o como personas que observaban las prácticas religiosas locales (como el sacrificio de palomas). La ostentación habría sido aquí un