del tipo que se usaban en las carreras y en las procesiones, figurando en los frisos de terracota de los tejados, su presencia un indicio de que dichos acontecimientos eran comunes en Italia[49]; y pueden verse en Roma en contextos claramente sacralizados desde finales del siglo VI en adelante[50]. Contemplar estos espectáculos, escuchar el clamor de los cascos y las armas, oler el sudor de los caballos y de los contendientes (o del aceite con el que los contendientes se untaban), tal vez incluso correr con ellos: todo esto convertía a meros espectadores en participantes en el ritual[51]. Y provocaba otra transformación, puesto que convertía la actividad aristocrática del «juego» (ludi) en comunicación religiosa, en acción pública. No podía decirse lo mismo de cualquier actividad. La representación aristocrática de una cacería era algo habitual en la Antigüedad y persiste hasta el día de hoy. Dichas cacerías se montaban a enorme escala en la temprana Edad Moderna, y han sido un tema importante en los relatos y las imágenes de todos los periodos, pero apenas fueron sacralizadas hasta que los romanos adquirieron las destrezas organizativas y arquitectónicas necesarias para resituar la caza en el anfiteatro[52].
La ritualización y sacralización de algunas actividades tenía implicaciones que hay que tener en cuenta. En primer lugar, había que designar días concretos del año para estos acontecimientos. También afectaba a los papeles de los actores implicados. Antaño participantes y competidores, ahora los aristócratas tenían que convertirse también en organizadores y promotores. Y las cosas se complicaban aún más cuando había aspectos de una representación que tenían que señalarse como «especiales» para que se pudiera percibir como religiosa: el caballo victorioso en la carrera October equus de Roma era sacrificado y el ganador de la carrera capitolina tenía que beber absenta[53]. Esos excesos tal vez se suprimían cuando un acontecimiento era menos destacado. El baile puede haber sido un elemento habitual, pero solo podemos saberlo de manera indirecta[54]. No solo los niños subían a los columpios en la feriae latinae, las fiestas que atraían a los latinos de las ciudades circundantes a Alba[55]. La ritualización y la sacralización, la caracterización reiterada de una comunicación como «especial», como comunicación religiosa, cambiaba el carácter de lo cotidiano, añadía nuevas formas al espectro de la actividad religiosa y, en muchos sentidos, la hacía más visible, más «pública».
3. RITOS COMPLEJOS
Los grandes ritos requerían una participación nutrida y las partes interesadas acudían en masa a los lugares donde se celebraban para hacer su contribución particular. Incluso aunque los papeles de anfitrión e invitado estaban claramente definidos en cada caso, esos ritos se consideraban como pertenecientes a una ciudad o incluso a una región completa; las ciudades griegas los convirtieron en una completa ocasión diplomática, sin dejar por ello de ser religiosa[56]. En la ciudad de Roma, en continuo crecimiento, el interés aumentaba a la par que aumentaba la población. Los «juegos» empezaron a durar más a partir del siglo II d.C., y se añadieron los «juegos escénicos» (producciones espectaculares). Las ocasiones para celebrar estos juegos también se multiplicaron y se crearon después formas arquitectónicas permanentes para acomodarlos, siguiendo primero el modelo del teatro griego y después modificándolo. Con el tiempo, el teatro y el anfiteatro romanos se convirtieron en un sinónimo de la vida mediterránea y así continuó siendo hasta la Antigüedad Tardía.
Pero esto nos aleja del relato histórico. Las huellas que los ritos han dejado son difíciles de leer. Hasta finales del siglo I d.C. no tenemos una detallada descripción, que nos proporciona Dioniso de Halicarnaso, un griego procedente de Asia Menor, de una procesión de circo, con sus participantes y los dioses caminando hacia el circus (el equivalente romano del hipódromo griego) donde tendrían lugar las carreras[57]. En Italia solamente tenemos las tabulae Iguvinae, las Tablas Eugubinas, unas tablillas de bronce procedentes de Gubbio, cerca de Perugia, inscritas en el siglo II y a principios del siglo I, para hacernos una idea de lo lujosas que podían ser las procesiones rituales en las ciudades más pequeñas. Nos dicen que un ritual, tal vez interpretado para proteger el asentamiento, no podía celebrarse a no ser que dos individuos, trabajando en colaboración, hubieran ambos observado auspicios favorables. Después venía la inspección de las tres puertas, con sacrificios animales a diversas deidades tanto delante como detrás de cada puerta, más una ofrenda adicional. El sacerdote que dirigía, que se distinguía por llevar un báculo, sacrificaba otros tres animales en los santuarios de Júpiter y Coredius, recitando en cada ocasión unas largas plegarias[58]. El uso de la escritura había posibilitado, evidentemente, que los ritos se hicieran más complejos[59].
En Roma también los terratenientes, magistrados y mandos militares celebraban procesiones comparables bajo la forma de circuitos en torno a una localidad. Estas podían implicar a toda la ciudad, a un grupo concreto de personas, a los ciudadanos con voto o a una unidad militar. De esta manera, añadían un elemento de comunicación religiosa a la identidad de grupos o localidades constituidas política, militarmente o sobre la base de la propiedad. No sabemos cuándo empezó esta práctica. Como rito estable puede que no se remonte más allá del siglo III, habiendo derivado de un rito de confirmación de la ciudadanía[60]. Un grupo de tres animales –una oveja, un cerdo y un toro (los suovetaurilia)– acompañaban la procesión, indicando el estatus ritual de los actores implicados y convirtiendo el rito en algo reconocible como tal cuando ocurría. La intención sin duda era desambiguar un grupo o un lugar y su correspondiente relación de propiedad[61]. El texto eugubino deja esto muy claro con respecto al papel que jugaba la gente de la ciudad en otro ritual. En este caso, las pruebas proceden de las palabras de una oración que se usaba en el rito rural agrum lustrare, descrito en la primera mitad del siglo II d.C. por Catón el Viejo en su manual de agricultura. Conscientes de todos los peligros que amenazaban con echar a perder la cosecha, desde la enfermedad hasta la guerra, los actores de este rito buscaban contactar con otro mundo que les resultaba más difícil de comprender. Tratando de definir ese mundo como fundamentalmente benévolo, estos gestores de una granja centraban su estrategia de gestión de daños en sus propias fechorías, que eran predominantemente de naturaleza ritual y por lo tanto redimibles únicamente mediante la repetición ritual. Era pues fundamental definir con precisión ambos lados de la relación, lo que requería una especificación exacta del grupo de actores religiosos implicados y de los miembros relevantes de la otra esfera, esto último mediante el uso de los nombres específicos de los dioses.
En caso de que la catástrofe ya hubiera ocurrido (como una derrota militar), o después de un ejemplo de buena suerte generalizada (una victoria de las fuerzas de la propia ciudad) a quienes esto afectaba en Roma seguían una estrategia diametralmente diferente. La «petición a los dioses», la supplicatio, ahora exigía una movilización lo más amplia posible de los participantes, incluyendo mujeres y dependientes. Durante todo un día (y cada vez durante más tiempo: en el siglo I d.C. llegó a durar en una ocasión hasta 50 días) en todos los templos, que se quedaban abiertos para la ocasión, se suplicaba o se daban las gracias a los dioses[62]. La resonancia, en el sentido de la conectividad entre los suplicantes y los otros no indudablemente presentes, bien se celebraba como algo que se había reforzado o bien se lamentaba su ausencia en un sentido general y no específico. Las distinciones competitivas, de base arquitectónica o teológica, ya no jugaban un papel. Así la sacralización floreció, se hizo total; y, al expandirse,