que se generalizaba en toda la sociedad. Este proceso evolutivo fue explicado con bastante detenimiento por el economista Carl Menger[2].
Hasta aquí la historia más conocida. Pero la TMM la rechaza por completo. ¿Por qué? Pues porque considera que no tiene ninguna base científica. Lo cierto es que esto es algo que reconocía hasta el propio Carl Menger, pues señalaba que su explicación no estaba basada en la evidencia empírica sino en el razonamiento lógico. Probablemente no era culpa suya, ya que en 1892 todavía se sabía muy poco de las comunidades primitivas. Pero, gracias a las investigaciones arqueológicas, antropológicas y numismáticas del siglo xx, se descubrió, por un lado, que en los yacimientos urbanos primitivos nunca se había encontrado ningún espacio para realizar trueques y, por otro, que las relaciones humanas por entonces se basaban más en lo colectivo y lo solidario que en el intercambio individual[3]. El famoso antropólogo David Graeber lo resume así: «Si una persona le decía a otra “Eh, bonita vaca”, el otro le contestaba: “¿Te gusta? Pues llévatela”. Ahora le debes una vaca a tu vecino»[4]. No había intercambio.
Todo esto ha llevado a muchos antropólogos a rechazar por completo la idea de que las sociedades de entonces utilizaban el trueque. De hecho, una de las antropólogas más reputadas, Caroline Humphrey, lo expresó de la siguiente forma: «nunca se ha hallado un solo ejemplo de economía basada en el trueque puro y simple, y mucho menos de sociedad donde el dinero haya emergido a partir de él; toda la etnografía disponible sugiere que jamás ha existido tal cosa»[5]. Aunque, como veremos en el capítulo 5, estos antropólogos sí que reconocen que quizá el trueque se utilizó, pero sólo puntualmente y en todo caso con pueblos de culturas diferentes, pero ni mucho menos de forma generalizada.
Entonces, ¿cuál es la explicación de los antropólogos para el origen del dinero? Pues que el dinero no fue nunca un objeto, sino una magnitud que inventaron los burócratas en los templos y palacios de Sumeria, a partir del cuarto milenio antes de nuestra era, para poder medir las transacciones y pagos que tenían lugar en su seno. Esto ocurrió también, prácticamente a la vez, en Egipto, y más tarde, pero de forma independiente, en la región de China y en los Andes por parte de una cultura antecesora del Imperio inca[6]. Aquellas comunidades estaban regidas por una elite gobernante, muy vinculada a la religión, que se encargaba de centralizar los recursos más importantes de su territorio a través de tributos para luego volver a distribuirlos entre sus habitantes en función de decisiones políticas[7].
Pero los productos recolectados eran muy variados y necesitaban alguna manera de compararlos para exigir tributos o realizar pagos de forma equitativa independientemente del tipo que fueran. Entonces las autoridades sumerias idearon el sila, una unidad de medida que equivalía a un litro de cebada aproximadamente, el alimento por excelencia de la época y región. En Egipto las autoridades hicieron lo propio e idearon el deben, otra unidad de medida que equivalía a 92 gramos de trigo. Y otorgaron precios al resto de productos en función de estas silas y de estos deben.[8] Así le podían exigir a otra tribu el mismo valor, aunque se estuviesen entregando productos diversos, porque todos se medían en la misma unidad. Estas equivalencias fueron cambiando con el paso del tiempo, pero siempre al dictado de la elite[9].
Para dejar constancia de cuánto se recolectaba y de cuánto se pagaba (y evitar que nadie pagara o recibiera algo más de una vez) se decidió anotar por escrito todas las transacciones realizadas en tablillas de arcilla cocida. Este fue el momento en el que se inventó la escritura, concretamente la cuneiforme en Sumeria y la jeroglífica en Egipto.
Una de las primeras tablillas de arcilla que se han encontrado en la región de la antigua Sumeria reza lo siguiente: «un total de 29.086 medidas de cebada se recibieron a lo largo de 37 meses. Firmado, Kushim»[10]. El tal Kushim sería un escriba de estos templos y palacios encargado de gestionar los recursos. La unidad de medida se referenciaba en la cebada, pero no solamente se pagaba cebada, sino muchos otros productos como legumbres, hortalizas, frutas, pieles, madera… La prueba de que esto ocurría así es que hay registros de que a los capataces se les pagaba hasta 5.000 silas mensuales, y ni el más hambriento del mundo podría comer 5.000 litros de cebada en un mes, por lo que las silas restantes podían cobrarse en otros artículos.
De esta forma, si un escriba de un templo entregaba a un capataz una tablilla de arcilla en la que venía recogido su derecho a cobrar 5.000 silas por su trabajo, este podía: 1) directamente obtener 5.000 litros de cebada entregando la tablilla al templo o 2) recibir a cambio productos diferentes de la cebada por valor de 5.000. Como veremos en el próximo capítulo, estas tablillas de arcilla acabaron siendo aceptadas fuera de los templos y los palacios, de forma que dichas tablillas se convirtieron en el medio de pago y de intercambio de la época. Pero no nos adelantemos.
Si recordamos lo que vimos en el anterior capítulo, nos daremos cuenta de que lo importante aquí no era la mercancía o material que se utilizaban para contabilizar y facilitar las transacciones, sino el sistema de medida que se establecía; algo que es una invención abstracta, no material. Las autoridades sumerias podrían haber escrito todo eso en cualquier parte; lo hicieron en tablillas de arcilla porque les resultaba cómodo, barato, eran difíciles de falsificar y perduraban mucho. Más tarde lo harían en metales preciosos, creando así las monedas, y ya en tiempos mucho más recientes lo pasaron a hacer en billetes, en cheques y en cuentas bancarias electrónicas. Si los pueblos antiguos hubiesen tenido la tecnología para hacer pagos electrónicos que no implicasen el intercambio de cosas físicas, se habrían ahorrado todo ese berenjenal. Pero no la tenían. La clave de este asunto es entender que el objeto no importa en absoluto, lo único que importa es el sistema de medida que se establezca.
Otra clave de todo esto pasa por entender que el hecho de utilizar un producto como dinero no fue una decisión espontánea y natural de los individuos libres (como reza la visión convencional), sino que fue una decisión autoritaria impuesta por los gobernantes en los templos y palacios que luego se acabó extendiendo al resto de la ciudad. Como se puede ver, esta concepción supone un cambio drástico con respecto a la perspectiva individualista del dinero como mercancía: el dinero no sería una innovación surgida de forma descentralizada y al calor de las fuerzas del mercado para superar los impedimentos del trueque, sino un constructo social y centralizado, y una práctica social compleja que incluiría relaciones de poder y clase.
Hasta aquí hemos abordado la visión que adopta la TMM sobre la naturaleza y el origen del dinero. En el próximo capítulo veremos cómo lograron estas autoridades que su dinero acabase siendo utilizado por todo el mundo.
[1] S. Jevons, Money and the mechanism of exchange, Nueva York, D. Appleton and Company, 1875.
[2] C. Menger, «The origin of money», The Economic Journal, junio de 1892. Disponible en castellano en [http://www.instint.edu.uy/descargas/e%20books%20textos/EL%20ORIGEN%20DEL%20DINERO.pdf].
[3] G. W. Gardiner, «The Primacy of Trade Debts in the Development of Money», en Wray (ed.), Credit and State Theories of Money, cit., pp. 128-172; K. Polanyi, Primitive, Archaic, and Modern Economies: Essays of Karl Polanyi, ed. George Dalton, Nueva York, Anchor Books, 1975.
[4] Extraído de una entrevista a David Graeber sobre su libro Deuda: los primeros 5.000 años, en [https://rebelion.org/que-es-la-deuda/], último acceso el 14 de abril de 2021.
[5] C. Humphrey, «Barter and Economic Disintegration», Man, New Series 20, 1, 1985, p. 48.
[6] M. Hudson, «The Archaeology of Money: Debt versus Barter Theories of Money’s Origins», en Wray (ed.), Credit and State Theories of Money, cit., pp. 99-127.