Miguel de Cervantes Saavedra

Novelas ejemplares


Скачать книгу

oirás; que son de gusto

      Y algunas hay de desgracias.

      Acabó su buenaventura Preciosa, y con ella encendió el deseo de todas las circunstantes en querer saber la suya, y así se lo rogaron todas; pero ella les remitió para el viernes venidero, prometiéndoles que tendrían reales de plata para hacer las cruces.

      En esto vino el señor tiniente, a quien contaron maravillas de la gitanilla. Él las hizo bailar un poco, y confirmó por verdaderas y bien dadas las alabanzas que a Preciosa habían dado; y poniendo la mano en la faldriquera, hizo señal de querer darle algo; y habiéndola espulgado y sacudido, y rascado muchas veces, al cabo sacó la mano vacía y dijo:

      —¡Por Dios que no tengo blanca! Dadle vos, doña Clara, un real a Preciosica, que os le daré después.

      —¡Bueno es eso, señor, por cierto! ¡Sí, ahí está el real de manifiesto! No hemos tenido entre todas nosotras un cuarto para hacer la señal de la cruz, ¿y quiere que tengamos un real?

      —¡Pues dadle alguna valoncica vuestra, o alguna cosa; que otro día nos volverá a ver Preciosa, y la regalaremos mejor!

      A lo cual dijo doña Clara:

      —Pues porque otra vez venga, no quiero dar nada ahora a Preciosa.

      —Antes si no me dan nada —dijo Preciosa—, nunca más volveré acá. Mas sí volveré, a servir a tan principales señores; pero traeré tragado que no me han de dar nada, y ahorrareme la fatiga del esperarlo. Coheche vuesa merced, señor tiniente, coheche y tendrá dineros, y no haga usos nuevos, que morirá de hambre. Mire, señor: por ahí he oído decir..., y aunque moza, entiendo que no son buenos dichos..., que de los oficios se ha de sacar dineros para pagar las condenaciones de las residencias y para pretender otros cargos.

      —Así lo dicen y lo hacen los desalmados —replicó el tiniente—; pero el juez que da buena residencia, no tendrá que pagar condenación alguna, y el haber usado bien su oficio, será el valedor para que le den otro.

      —Habla vuesa merced muy a lo santo, señor tiniente —respondió Preciosa—; ándese a eso y cortarémosle de los harapos para reliquias.

      —Mucho sabes, Preciosa —dijo el tiniente—. Calla, que yo daré traza que sus majestades te vean, porque eres pieza de reyes.

      —Querranme para truhana —respondió Preciosa—, y yo no lo sabré ser, y todo irá perdido. Si me quisiesen para discreta, aún llevarme hían, pero en algunos palacios más medran los truhanes que los discretos. Yo me hallo bien con ser gitana y pobre, y corra la suerte por donde el cielo quisiere.

      —Ea, niña —dijo la gitana vieja—, no hables más; que has hablado mucho, y sabes más de lo que yo te he enseñado. No te asotiles tanto, que te despuntarás. Habla de aquello que tus años permiten y no te metas en altanerías; que no hay ninguna que no amenace caída.

      —¡El diablo tienen estas gitanas en el cuerpo! —dijo a esta sazón el tiniente.

      Despidiéronse las gitanas, y al irse, dijo la doncella del dedal:

      —Preciosa, dime la buenaventura, o vuélveme mi dedal; que no me queda con qué hacer labor.

      —Señora doncella —respondió Preciosa—, haga cuenta que se la he dicho, y provéase de otro dedal, o no haga vainillas hasta el viernes, que yo volveré y le diré más venturas y aventuras que las que tiene un libro de caballerías.

      Fuéronse, y juntáronse con las muchas labradoras que a la hora de las avemarías suelen salir de Madrid para volverse a sus aldeas, y entre otras vuelven muchas, con quien siempre se acompañaban las gitanas, y volvían seguras. Porque la gitana vieja vivía en continuo temor no le salteasen a su Preciosa.

      Sucedió, pues, que la mañana de un día que volvían a Madrid a coger la garrama con las demás gitanillas, en un valle pequeño que está obra de quinientos pasos antes que se llegue a la villa, vieron un mancebo gallardo y ricamente aderezado de camino. La espada y daga que traía eran, como decir se suele, un ascua de oro; sombrero con rico cintillo y con plumas de diversos colores adornado. Repararon las gitanas en viéndole, y pusiéronsele a mirar muy despacio, admiradas de que a tales horas un tan hermoso mancebo estuviese en tal lugar, a pie y solo.

      Él se llegó a ellas, y hablando con la gitana mayor, le dijo:

      —Por vida vuestra, amiga, que me hagáis placer que vos y Preciosa me oyáis aquí aparte dos palabras, que serán de vuestro provecho.

      —Como no nos desviemos mucho, ni nos tardemos mucho, sea en buen hora —respondió la vieja.

      Y llamando a Preciosa, se desviaron de las otras obra de veinte pasos, y así, en pie como estaban, el mancebo les dijo:

      —Yo vengo de manera rendido a la discreción y belleza de Preciosa, que después de haberme hecho mucha fuerza para excusar llegar a este punto, al cabo he quedado más rendido y más imposibilitado de excusallo. Yo, señoras mías..., (que siempre os he de dar este nombre, si el cielo mi pretensión favorece), soy caballero, como lo puede mostrar el hábito —y apartando el herreruelo, descubrió en el pecho uno de los más calificados que hay en España—; soy hijo de Fulano (que por buenos respetos aquí no se declara su nombre); estoy debajo de su tutela y amparo. Soy hijo único, y el que espera un razonable mayorazgo. Mi padre está aquí, en la Corte, pretendiendo un cargo, y ya está consultado, y tiene casi ciertas esperanzas de salir con él. Y con ser de la calidad y nobleza que os he referido, y de la que casi se os debe ya de ir trasluciendo, con todo eso quisiera ser un gran señor para levantar a mi grandeza la humildad de Preciosa, haciéndola mi igual y mi señora. Yo no la pretendo para burlalla, ni en las veras del amor que la tengo puede caber género de burla alguna. Solo quiero servirla del modo que ella más gustare: su voluntad es la mía. Pero con ella es de cera mi alma, donde podrá imprimir lo que quisiere, y para conservarlo y guardarlo no será como impreso en cera, sino como esculpido en mármoles, cuya dureza se opone a la duración de los tiempos. Si creéis esta verdad, no admitirá ningún desmayo mi esperanza; pero, si no me creéis, siempre me tendrá temeroso vuestra duda. Mi nombre es este (y díjoselo). El de mi padre ya os le he dicho. La casa donde vive es en tal calle, y tiene tales y tales señas; vecinos tiene de quien podréis informaros, y aun de los que no son vecinos, también; que no es tan oscura la calidad y el nombre de mi padre y el mío, que no le sepan en los patios de palacio, y aun en toda la Corte. Cien escudos traigo aquí en oro para daros en arra y señal de lo que pienso daros; porque no ha de negar la hacienda el que da el alma.

      En tanto que el caballero esto decía, le estaba mirando Preciosa atentamente, y sin duda que no le debieron de parecer mal ni sus razones ni su talle; y volviéndose a la vieja, le dijo:

      —Perdóneme, abuela, de que me tomo licencia para responder a este tan enamorado señor.

      —Responde lo que quisieres, nieta —respondió la vieja—; que yo sé que tienes discreción para todo.

      Y Preciosa dijo:

      —Yo, señor caballero, aunque soy gitana, pobre y humildemente nacida, tengo un cierto espiritillo fantástico acá dentro, que a grandes cosas me lleva. A mí ni me mueven promesas, ni me desmoronan dádivas, ni me inclinan sumisiones, ni me espantan finezas enamoradas; y aunque de quince años (que según la cuenta de mi abuela, para este San Miguel los haré), soy ya vieja en los pensamientos y alcanzo más de aquello que mi edad promete, más por mi buen natural que por la experiencia. Pero con lo uno o con lo otro sé que las pasiones amorosas en los recién enamorados son como ímpetus indiscretos que hacen salir a la voluntad de sus quicios; la cual, atropellando inconvenientes, desatinadamente se arroja tras su deseo, y pensando dar con la gloria de sus ojos, da con el infierno de sus pesadumbres. Si alcanza lo que desea, mengua el deseo con la posesión de la cosa deseada, y quizá abriéndose entonces los ojos del entendimiento, se ve ser bien que se aborrezca lo que antes se adoraba. Este temor engendra en mí un recato tal, que ningunas palabras creo y de muchas obras dudo. Una sola joya tengo, que la estimo en más que a la vida, que es la de mi entereza y virginidad, y no la tengo de vender a precio de promesas ni