paso, y no dejan que críe moho en ninguna manera. ¿Ven estas muchachas mis compañeras, que están callando y parecen bobas? Pues éntrenles el dedo en la boca y tiéntenlas las cordales, y verán lo que verán. No hay muchacha de doce que no sepa lo que de veinticinco, porque tienen por maestros y preceptores al diablo y al uso, que les enseña en una hora lo que habían de aprender en un año.
Con esto que la gitanilla decía, tenía suspensos a los oyentes, y los que jugaban le dieron barato, y aun los que no jugaban. Cogió la hucha de la vieja treinta reales, y más rica y más alegre que una Pascua de Flores, antecogió sus corderas y fuese en casa del señor teniente, quedando que otro día volvería con su manada a dar contento a aquellos tan liberales señores.
Ya tenía aviso la señora doña Clara, mujer del señor tiniente, como habían de ir a su casa las gitanillas, y estábalas esperando como agua de mayo ella y sus doncellas y dueñas, con las de otra señora vecina suya, que todas se juntaron para ver a Preciosa.
Y apenas hubieron entrado las gitanas, cuando entre las demás resplandeció Preciosa como la luz de una antorcha entre otras luces menores. Y así corrieron todas a ella: unas la abrazaban, otras la miraban, estas la bendecían, aquellas la alababan.
Doña Clara decía:
—¡Este sí que se puede decir cabello de oro! ¡Estos sí que son ojos de esmeraldas!
La señora su vecina la desmenuzaba toda, y hacía pepitoria de todos sus miembros y coyunturas. Y llegando a alabar un pequeño hoyo que Preciosa tenía en la barba, dijo:
—¡Ay, qué hoyo! En este hoyo han de tropezar cuantos ojos le miraren.
Oyó esto un escudero de brazo de la señora doña Clara, que allí estaba, de luenga barba y largos años, y dijo:
—¿Ese llama vuesa merced hoyo, señora mía? ¡Pues yo sé poco de hoyos, o ese no es hoyo, sino sepultura de deseos vivos! ¡Por Dios! ¡Tan linda es la gitanilla que hecha de plata o de alcorza no podría ser mejor! ¿Sabes decir la buenaventura, niña?
—De tres o cuatro maneras —respondió Preciosa.
—¿Y eso más? —dijo doña Clara—. Por vida del teniente mi señor, que me la has de decir, niña de oro, y niña de plata, y niña de perlas, y niña de carbunclos, y niña del cielo, que es lo más que puedo decir.
—Denle, denle la palma de la mano a la niña, y con que haga la cruz —dijo la vieja—, y verán qué de cosas les dice; que sabe más que un dotor de melecina.
Echó mano a la faldriquera la señora tinienta, y halló que no tenía blanca. Pidió un cuarto a sus criadas, y ninguna le tuvo, ni la señora vecina tampoco.
Lo cual, visto por Preciosa, dijo:
—Todas las cruces en cuanto cruces son buenas; pero las de plata o de oro son mejores. Y el señalar la cruz en la palma de la mano con moneda de cobre, sepan vuesas mercedes que menoscaba la buenaventura, por lo menos la mía; y así, tengo afición a hacer la cruz primera con algún escudo de oro, o con algún real de a ocho, o a lo menos de a cuatro. Que soy como los sacristanes: que, cuando hay buena ofrenda, se regocijan.
—Donaire tienes, niña, por tu vida —dijo la señora vecina. Y volviéndose al escudero, le dijo:
—Vos, señor Contreras, ¿tendréis a mano algún real de a cuatro? Dádmele, que en viniendo el doctor mi marido os le volveré.
—Sí tengo —respondió Contreras—; pero téngole empeñado en veintidós maravedís que cené anoche. Dénmelos; que yo iré por él en volandas.
—No tenemos entre todas un cuarto —dijo doña Clara—, ¿y pedís veintidós maravedís? Andad, Contreras, que siempre fuistes impertinente.
Una doncella de las presentes, viendo la esterilidad de la casa, dijo a Preciosa:
—Niña, ¿hará algo al caso que se haga la cruz con un dedal de plata?
—Antes —respondió Preciosa— se hacen las cruces mejores del mundo con dedales de plata, como sean muchos.
—Uno tengo yo —replicó la doncella—; si este basta, hele aquí, con condición que también se me ha de decir a mí la buenaventura.
—¡Por un dedal tantas buenaventuras! —dijo la gitana vieja—. Nieta, acaba presto, que se hace noche.
Tomó Preciosa el dedal, y la mano de la señora tinienta, y dijo:
Hermosita, hermosita,
La de las manos de plata,
Más te quiere tu marido
Que al rey de las Alpujarras.
Eres paloma sin hiel;
Pero a veces eres brava
Como leona de Orán
O como tigre de Ocaña.
Pero en un tras, en un tris,
El enojo se te pasa,
Y quedas como alfeñique,
O como cordera mansa.
Riñes mucho, y comes poco:
Algo celosita andas;
Que es juguetón el tiniente,
Y quiere arrimar la vara.
Cuando doncella, te quiso
Uno de una buena cara:
Que mal hayan los terceros,
Que los gustos desbaratan.
Si a dicha tú fueras monja,
Hoy tu convento mandaras,
Porque tienes de abadesa
Más de cuatrocientas rayas.
No te lo quiero decir...;
Pero poco importa; vaya:
Enviudarás otra vez,
Y otras dos serás casada.
No llores, señora mía;
Que no siempre las gitanas
Decimos el Evangelio;
No llores, señora; acaba.
Como te mueras primero
Que el señor tiniente, basta
Para remediar el daño
De la viudez que amenaza.
Has de heredar, y muy presto,
Hacienda en mucha abundancia;
Tendrás un hijo canónigo;
La iglesia no se señala.
De Toledo no es posible.
Una hija rubia y blanca
Tendrás, que si es religiosa,
También vendrá a ser prelada.
Si tu esposo no se muere
Dentro de cuatro semanas,
Verasle corregidor
De Burgos o Salamanca.
Un lunar tienes, ¡qué lindo!
¡Ay, Jesús, qué luna clara!
¡Qué sol, que allá en los antípodas
Escuras valles aclara!
Más de dos ciegos por verle
Dieran más de cuatro blancas.
¡Agora sí es la risica!
¡Ay, que bien haya esa gracia!
Guárdate de las caídas,
Principalmente de espaldas;
Que suelen ser peligrosas