Alessandra Montali

El Secreto Del Viento - Deja Vù


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se quedó sorprendida por aquella propuesta y con la sonrisa en los labios balbuceó un sí.

      –No pareces muy convencida...

      –No, qué va, lo estoy… es que no me lo esperaba. Estoy contenta de trabajar aquí y espero aprender todo con rapidez.

      Giusy rió mostrando la blanca y perfecta dentadura y añadió:

      –Espera antes de agradecérmelo. Tendrás las piernas destrozadas a base de estar de pie.

      –¡No me lamentaré, ya verás!

      –Bien, finalmente tendré a alguien que me ayude y… que hablará conmigo.

      Francesca le lanzó una mirada interrogadora.

      Giusy le habló del marido y del único hijo que gestionaban una cadena de ropa en Bulgaria y otra más puesta en marcha en la República Checa.

      –De febrero a junio, salvo pequeños periodos de tiempo, se quedan allí y yo me encuentro sola con el bar y con mi anciana madre que quiere volver a su tierra natal y no sabes cuánta lata me da.

      –¡Entonces, he llegado justo a tiempo! Sin embrago, te aviso: nunca he trabajado en un bar, deberás enseñarme un montón de cosas.

      –No te preocupes. No es difícil. Te espero mañana por la mañana. El bar está cerrado, de esta manera te puedo enseñar a hacer el mejor cappuccino del pueblo. Por la tarde volvemos a abrir, ¿ok?

      Francesca se sintió aliviada, es más, le pareció que se sentía feliz, o casi. Mientras se levantaba para irse le dijo que se presentaría puntual a la mañana siguiente a las 8:00.

      –Perfecto, querida – concluyó Giusy acompañándola hasta la puerta.

      Se quedó observándola mientras recorría a paso ligero la plaza. Parecía delicada y menuda, pero por el modo en que caminaba, veloz y con la cabeza alta, le dio la impresión de una muchacha fuerte y segura de sí misma.

      Volvió a la mesita en la que estaba el mantel doblado y lo abrió, alisándolo con las manos.

      –Mis cartas nunca se equivocan –se dijo.

      Miró fijamente durante unos segundos una de las cartas de tarot:

      –Debes ser tú la mujer joven de cabello rubio venida de lejos. Lo único que me deja perpleja es el color de tus cabellos –pensó volviendo a colocar con cuidado las cartas y reponiéndolas en la caja –Estaré cerca de ti, Francesca, porque si realmente eres la muchacha de mis cartas, deberás superar pruebas muy difíciles… Ya veremos.

      Francesca, mientras tanto, se había encaminado por el callejón paralelo a la plaza. Avanzaba con paso decidido hacia la ligera cuesta en descenso que conducía al ascensor. Se dijo, complacida, que aquellas botas sin tacón le venían de perlas, dado que las calles del pueblo estaban todas adoquinadas. Lanzó una mirada distraída más allá de la vieja muralla pero el espectáculo que se le presentó ante los ojos hizo que se parase de inmediato. Apoyó los codos en el muro, se cogió el rostro entre las manos sin apartar en absoluto los ojos de las luces que, unas veces densas, otras escasas, recorrían las curvas del pueblo hasta la campiña ya envuelta en la oscuridad.

      –De día, cuando hace buen tiempo, incluso se ve el mar.

      Una voz a su espalda la sobresaltó, se volvió de repente y se encontró delante del joven que había conocido por la mañana a la entrada del ascensor.

      –Perdona, ¿te he asustado? –continuó hablando mientras bajaba el borde del gorro sobre la frente.

      Francesca movió la cabeza y explicó:

      –Estaba concentrada en el panorama –luego preguntó –¿El mar? ¿Pero cómo es posible? ¿No está demasiado lejos?

      También el muchacho apoyó los codos en el muro y explicó:

      –Parece muy lejano porque estamos sobre una colina pero no lleva más de una hora llegar a la Riviera.

      Su conversación fue interrumpida por la llegada de la cabina que traqueteaba sobre los raíles. Francesca no se movió.

      –Bueno, ¿entras? –le dijo el joven yendo hacia el ascensor.

      –La calle que lleva hasta abajo es aquella, ¿verdad? –le preguntó Francesca indicándole las pequeñas curvas que se entreveían sobresaliendo desde la muralla.

      –Sí, pero es muy larga… ¡con el ascensor es sólo un momento!

      Francesca se arrebujó en el chaquetón y dijo:

      –Voy a intentar caminar… Un poco de movimiento me hará bien. Hasta luego.

      El joven se quedó asombrado mirándola mientras desaparecía en la oscuridad de la calle.

      –¡Está loca! –dijo para sí moviendo la cabeza.

      Francesca, mientras, con la cabeza baja para protegerse de las imprevistas ráfagas de viento gélido, descendía tranquila la primera curva. Su mente estaba llena de recuerdos de Giorgio. No conseguía sacárselo de la cabeza, no obstante se obligase a pensar en otra cosa. Él siempre estaba con ella, desde la mañana, en cuanto abría los ojos, hasta la noche cuando se dormía. Las pocas veces que se había librado de aquel pensamiento obsesivo había sido cuando había conocido a Giusy.

      –Un poco de compañía me hará bien. No debo estar sola, sino no saldré nunca de esta maldita historia. El trabajo en el bar de Giusy me distraerá, espero estar tan ocupada que no tenga tiempo para pensar –meditaba la muchacha siempre con la mirada fija en el suelo.

      Decidió pararse un rato para recuperar el aliento, dado que el último tramo de la curva, particularmente inclinado, lo había recorrido casi saltando. En el fondo se abría el callejón que llevaba a su casa. Se le encogió el corazón al pensar en su hermosa casa en el lago, luminosa de día y romántica de noche. Bastaba dar una ojeada afuera para dejarse encantar por las luces tenues de las embarcaciones que se reflejaban en estelas luminosas sobre el agua. Aquella casa había sido un regalo del padre por sus dieciocho años, una sorpresa inesperada para Francesca, que se había encontrado entre las manos las llaves de un lujoso apartamento en la orilla del lago, amueblado totalmente por uno de los más famosos arquitectos de la ciudad. No había ido a vivir enseguida, iba y venía entre su casa y la de sus padres. Al comienzo había sido la casa de las fiestas con los amigos, de las fiestas de pijamas con las amigas, de los cumpleaños ruidosos y multitudinarios de los hermanos, pero en cuanto conoció a Giorgio no quiso irse de aquel lugar y, sobre todo, no quiso tanta gente alrededor. Aquel gran amor le había llenado la vida. Se había hecho mayor con Giorgio, quizás también por los quince años que le llevaba. Se había transformado de muchacha agua y jabón, siempre con pantalón vaquero y chándal, en una mujer. Sabía cuáles eran los gustos del hombre y cada vez que escogía una prenda de ropa, siempre se preguntaba si le podía gustar a Giorgio.

      Apartó aquellos pensamientos porque ahora ya había llegado al final de la cuesta, sólo unos pasos y estaría al calor de casa.

      –¡Te ha llevado justo diez minutos! –puntualizó el joven del ascensor saliendo de la oscuridad del callejón.

      Francesca gritó de miedo.

      –Perdona, perdona… ¡pensaba que me habías visto! –se apresuró a decir el joven.

      –¡Otro susto como este y me me dará un patatús! –le riñó Francesca yendo directamente hacia casa.

      –¡Lo siento, no quería asustarte! –se excusó él, siguiéndola.

      Francesca entró en silencio y cerró la puerta con llave.

      –¡Es insoportable! –se dijo en cuanto estuvo dentro.

      –¡Qué maleducada! –murmuró el muchacho continuando su camino.

      Francesca tiró las llaves dentro del pequeño cenicero de cerámica y después de haberse quitado el plumífero se paró delante de la gran ventana. Era una noche