Alessandra Montali

El Secreto Del Viento - Deja Vù


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por la tibieza del pequeño fuego crepitante. Se cogió la cabeza entre las manos, cerró los ojos y la mente voló de nuevo hacia Giorgio. Se ciñó las rodillas con los brazos y se dio cuenta de que los recuerdos de él siempre se sobreponían a la racionalidad. Echaba mucho de menos a Giorgio. Sentía nostalgia de su voz, de sus abrazos, de su amor envolvente.

      Encogió la cabeza al pensar en su primer encuentro: ni siquiera le había gustado, es más, lo había encontrado bastante aburrido y serio.

      Se acurrucó en el sofá, apoyó la sien en el apoyabrazos y la mente volvió atrás a aquella tarde de diciembre de cuatro años antes, cuando Giorgio entró en el taller de joyería para comprar un regalo a su madre. Francesca debió armarse de paciencia porque aquel hombre alto y elegante que estaba delante, en su indecisión, le había hecho sacar todas las joyas más refinadas de la tienda. Finalmente, se había dejado guiar por el excelente gusto de la muchacha y había escogido un collar de coral rosa. Francesca recordó haber bufado en cuanto el hombre salió.

      –¡Qué cliente más complicado! –se había dicho mientras volvía a poner las joyas en su lugar.

      Pero luego Giorgio, los días próximos, había vuelto al negocio para otras compras y una tarde la había invitado a cenar en un pequeño restaurante en las colinas del lago. Francesca se había asombrado aceptando enseguida la invitación, sin siquiera reflexionar y desde aquella noche su historia había comenzado, tan intensa y apabullante que sólo después de diez días, Giorgio se había mudado al apartamento de Francesca. Antes de él había tenido alguna pequeña historia pero nada en comparación con lo que sentía por Giorgio: un fuego inextinguible de pasión, pero no sólo esto, estar con él lo era todo, era complicidad, ternura, empatía, amistad… había sido amor.

      De repente el tenue resplandor de la pantalla del teléfono móvil la avisó de la llegada de un sms. Francesca alargó la mano, lo agarró y leyó el nombre del destinatario.

      –Papá… –murmuró.

      Pulsó una tecla y recorrió con los ojos el contenido:

      –Cariño, ¿cuándo vuelves? ¿Lo has pensado? Todos te echamos de menos. ¿Lo sabes? En la tienda hemos vendido todas las estrellas de luz, me he quedado sin… Vuelve a casa.

      Se llevó los dedos a un colgante con forma de estrella que le brillaba en el cuello. Lo recorrió con el pulgar y se quedó jugueteando con el pequeño diamante que se movía en el centro de la estrella. Se acordó que había diseñado aquella línea de joyas después de algunos meses de vivir con Giorgio. A ambos les gustaban las estrellas, así que Francesca primero había diseñado y luego fabricado aquellos colgantes, tan delicados y al mismo tiempo tan particulares que no pasaban inadvertidos. En muy poco tiempo había debido repetir la colección, porque las estrellas de luz se habían vendido como rosquillas.

      El fuego se estaba nuevamente apagando y la habitación se oscureció. Afuera el viento hacía que se doblase el viejo pino marítimo con repetidos gemidos y las ventanas se quejaban en un monólogo sin fin.

      –Cuánto frío hace aquí… Me hubiera gustado no haberme ido.

      De mala gana Francesca decidió levantarse, echó otro tronco en la chimenea y volvió con la mirada a escrutar fuera de la ventana. Durante un momento creyó estar en Como. Aquellas luces temblorosas allá abajo en el valle la devolvieron con nostalgia a los recuerdos de su casa.

      CAPÍTULO III

      A la mañana siguiente el cielo estaba sereno, de un intenso azul violeta que anunciaba una primavera precoz, si no hubiese sido por ese habitual viento irritante que jugaba a correr entre las calles del antiguo pueblo.

      Francesca iba a ver a Giusy para la primera lección de camarera. En la boca, el sabor de una ligera agitación por el nuevo trabajo que le esperaba. Una ráfaga de viento le trajo el aroma del pan recién horneado y, de hecho, a unos pocos metros, vio el negocio del panadero. Gozó con aquel delicioso olor, entrecerrando los ojos de gusto y no se lo pensó dos veces antes entrar.

      La joven mujer que estaba en el mostrador le hizo una señal a modo de saludo con la cabeza, luego continuó sirviendo a un cliente que tenía enfrente, una señora que estaba siendo interrumpida continuamente por las llamadas pesadas y pretenciosas del niño que estaba a su lado.

      –¡Mamá, quiero el pastelito de chocolate! –insistía el chiquillo señalando con el índice la golosina.

      –¡No! Ya te has tomado uno antes de salir –respondió la mujer, luego volviéndose a la señora, continuó –Dame dos panini all’olio y un toscano1 .

      Pero el niño no se dio por vencido y comenzó a chillar, corriendo por la tienda y gritando a pleno pulmón:

      –¡Quiero el pastelito! ¡Quiero el pastelito!

      Francesca dio un paso atrás debido al gran griterío y observó a ese niño con desagrado.

      Mientras tanto la señora había pagado el pan que había comprado y cogiendo al hijo de la mano estaba a punto de salir cuando, volvió sobre sus pasos y dirigiéndose a Francesca, le dijo:

      –No le haga caso, señorita, es sólo un mocoso.

      Y salió.

      Francesca quedó asombrada por aquella última palabra, los latidos del corazón comenzaron a acelerarse y de repente un eco irrefrenable explotó en su cabeza. Fue envuelta por una penetrante sensación de náusea que le hizo llevarse enseguida las manos al estómago y se asombró de que el pavimento se estuviese inclinando bajo sus pies. Se encontró tambaleándose, tanto que la panadera corrió hacia ella. Comprendió por la expresión de la mujer que estaba asustada. Le estaba preguntando algo, pero, por más que se esforzaba, Francesca no conseguía comprenderla. En sus oídos se escondía una voz poderosa que, deletreaba aquella palabra: mo-co-so.

      La muchacha se llevó con desesperación las manos a las orejas y fue éste su último gesto, antes de caer al suelo, desmayada.

      –Se está recuperando…

      Una voz lejana llegó hasta Francesca.

      –Está abriendo los párpados. Señorita, ¿me oye? –dijo de nuevo aquella voz pero esta vez más cerca y con más intensidad.

      Francesca abrió los ojos y se encontró extendida en el suelo con las piernas en alto. Miró el techo sin comprender y en cuanto intentó levantar la cabeza todo comenzó a girar. Le parecía navegar en un espacio dilatado y sin tiempo. Durante un instante la habitación le pareció pintada de amarillo crema y estuvo segura que había visto en las paredes algunos cuadros de paisajes marítimos. Cerró los ojos y cuando los volvió a abrir la tienda había recuperado su blanco luminoso y de los cuadros no quedaba ni rastro.

      Hizo una mueca de disgusto. No conseguía poner en orden sus pensamientos y durante un instante se preguntó cuál era la realidad.

      –Un poco de paciencia, estese quieta. Sólo un momento que le tomo la tensión…

      El frío imprevisto del pavimento de mármol le produjo escalofríos y levantó las palmas de las manos para evitar aquel contacto gélido.

      –Permanezca quieta, señorita, sino no lo consigo… –el tono era imperioso.

      Francesca localizó al propietario de aquella voz: un hombre con la bata blanca.

      –Como pensaba. Nada grave, señorita. Usted tiene la tensión muy baja. ¿Ha comido esta mañana antes de salir? –le preguntó el hombre ayudándola a sentarse.

      Francesca movió la cabeza.

      La panadera se acercó y poniéndole una mano en la espalda le preguntó si quería que avisase a alguien.

      –Sólo conozco a Giusy, la propietaria del bar de la plaza.

      –Enseguida la llamo. Usted, mientras, coma una galleta con chocolate.

      Aproximadamente una hora después Francesca estaba cómodamente tumbada sobre el sofá de piel azul del bar