Alessandra Montali

El Secreto Del Viento - Deja Vù


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asintió y se arrebujó en la manta que Daniele le había puesto sobre los hombros.

      Eran las dos de la madrugada cuando Luca, el carabiniere amigo de Daniele, dejó la casa, después de haber tomado testimonio a la muchacha. Le aconsejó que permaneciese con Daniele y que volviese a su apartamento a la mañana siguiente pero siempre acompañada por el joven.

      –¿Estás mejor? –le preguntó dándole una taza de manzanilla.

      –Sí, gracias por tu ayuda.

      –Puedes dormir en la habitación de mi hermana. Ella no está, estudia fuera, en la Universidad.

      Francesca aceptó enseguida.

      CAPÍTULO V

      Eran casi las ocho cuando los dos jóvenes salieron de casa. La muchacha, pálida, caminaba a su lado en silencio, con la cabeza baja y la mirada fija en el suelo. Estaban a unos cien metros de casa de Francesca, cuando su atención fue atraída por la luz azul destellante de un coche patrulla, parado justo en la calle. Ambos se miraron con aire interrogativo y luego, corriendo, llegaron al pequeño apartamento. La puerta estaba abierta y el espectáculo que se ofreció ante sus ojos no fue realmente bonito. Todos los muebles habían sido tirados al suelo, las ventanas rotas, los cajones tirados aquí y allá y su contenido esparcido por todas partes.

      –Acabo de entrar, la puerta estaba abierta y los vecinos han escuchado unos ruidos esta mañana alrededor de las 7:30. Pero cuando he llegado ya se habían ido –explicó Luca, el amigo carabiniere de Daniele.

      –¿En casa tenías joyas, dinero o tarjetas de crédito? –le preguntó mientras se preparaba para escribir la declaración.

      Francesca movió la cabeza y añadió:

      –La de crédito y la tarjeta de débito las tengo en el bolso. La única joya que tengo la llevo al cuello.

      –¿Así que toda este desastre no ha sido para robar? –preguntó sorprendido Daniele.

      El carabiniere lo miró intensamente a los ojos y respondió:

      –No, no lo creo. Quien ha hecho todo esto buscaba otra cosa. ¿Pero qué cosa? Tú, Francesca ¿tienes idea de lo que podía ser?

      Francesca, con el aire taciturno, movió la cabeza desolada. Lentamente se movió unos pasos para recoger los vestidos y la ropa interior tirada por el suelo. Los volvió a poner ordenados sobre los apoyabrazos del sofá. Luca, mientras tanto, hablaba en voz baja con Daniele y de vez en cuando señalaba con la mirada el cuarto de baño. A Francesca no se le escapó este detalle y abrió la puerta. Luca no tuvo tiempo para impedírselo y un grito acompañó su descubrimiento. Sobre el gran espejo había una frase escrita con pintalabios rojo: ¡Muere!

      Luca y Daniele fueron junto a ella. También Daniele leyó aquella frase intimidatoria y luego volvieron a mirarse desconcertados.

      –¿Pero por qué te la tienen jurada? –dejó escapar Daniele.

      –¡Ojalá lo supiese! –respondió Francesca con desesperación.

      También a Giusy le informaron sobre lo que le había ocurrido a Francesca y tanto había insistido que consiguió que la muchacha se mudase a su casa, justo encima del bar. Luca le había dado a entender con claridad a Francesca que no debía volver a vivir en aquella casa, sobre todo sola, al menos hasta que el misterio se aclarase.

      –¿No sería mejor en mi casa? Dos mujeres solas… –se arriesgó a decir Daniele.

      –La casa de Giusy está en la plaza, un lugar muy céntrico, me deja bastante tranquilo y además mandaré todas las noches un coche patrulla para hacer un reconocimiento.

      –Quizás nos estamos preocupando demasiado, quizás es sólo una coincidencia –intentó desdramatizar Daniele.

      Luca le lanzó una mirada bastante elocuente y el chico se sintió obligado a justificarse:

      –Bueno, lo decía, por decir…

      El teléfono móvil de Francesca sonó dentro del bolso, lo localizó en el bolsillo central y respondió a la llamada que provenía del padre. Estuvo tentada de contarle lo que había ocurrido pero luego se lo pensó mejor. No quería preocuparle todavía más y sobre todo no quería que la obligase a volver a Como. Para hablar más libremente salió a la plaza y se mezcló con las personas que iban y venían con la prisa mañanera.

      –¿Y bien, ya lo has pensado? ¿Vuelves a Como?

      –Todavía no, papá, ¡ten paciencia, por favor! –respondió Francesca con un bufido.

      De repente las campanas comenzaron a tocar los repiques de las nueve y Francesca se sobresaltó debido a aquel ruido ensordecedor. Ya no conseguía escuchar la voz de su padre y se dio cuenta de que la línea se había caído. Esperó que las campanas parasen y estaba a punto de marcar el número cuando el teléfono móvil sonó otra vez.

      –Francesca, ¿me oyes?

      –Ahora sí… ¿Pero tú realmente estás en Lione para la muestra, papá?

      –Pues claro, cariño. ¿Dónde quieres que esté? Debía hablar primero con unos revendedores de la zona antes de la muestra y por eso decidí pararme aquí unos días.

      –¿Te hospedas donde Claude?

      –No, he preferido una pequeña casa rural fuera de la ciudad. Hay más calma.

      Siguieron las despedidas y luego la llamada terminó.

      –¡Espero por mamá que esta sea la verdad y que tú no tengas una amante! –deseó Francesca pensativa. Se paró unos segundos antes de volver a entrar en el bar. Totalmente inmóvil observó a la gente de la plaza.

      –A lo mejor… quizás… justo entre estas personas está incluso mi agresor. Y yo no sé quién es ni porqué me odia tanto.

      Suspiró y se movió para reunirse con los otros. Pasó delante de la fuente bañada por el sol y la encontró esplendorosa, a pesar del tétrico hierro forjado. Estaba a punto de empujar la puerta para entrar en el bar, cuando advirtió una mirada sobre ella. Se volvió de repente y empezó a retroceder. El viento le silbó en los oídos, le pareció un susurro.

      –¿Francesca, qué pasa? ¿Has visto algo? –la voz de Giusy, que se había asomado, la sobresaltó.

      La muchacha se apresuró a responder:

      –No, nada… Sólo una sensación de que alguien me estaba espiando –y volvió al interior del bar.

      Mientras tanto, un hombre que estaba recorriendo la plaza, lanzó desde lejos una mirada furtiva al interior del bar y, a grandes pasos, desapareció en la penumbra del callejón.

      En cuanto Luca y Daniele se fueron, Giusy no perdió el tiempo, giró sobre la puerta de cristal el cartel amarillo con la palabra cerrado, apagó la luz azul y, cogiendo a Francesca por un brazo, la arrastró detrás de ella por las escaleras.

      –¿Pero por qué cierras? ¿Y los clientes? –preguntó la muchacha.

      –Ven conmigo arriba, debo hablarte –sentenció la mujer con un tono tan seco que no admitía réplica.

      Francesca siguió a la propietaria del bar al apartamento y ya, mientras subía las escaleras, un aroma insólito llegó hasta sus narices y en cuanto entró quedó impresionada por la insólita luz naranja del ambiente. Las paredes parecían estar pintadas con espátula, de un color salmón intenso que, con la luz del día que entraba desde las dos ventanas, ofrecía una atmósfera de jubilosa serenidad. Sobre el gran mueble, en el centro de la pared, había un frasco de cristal que mantenía enhiesto un delgado bastoncillo de incienso con la punta en ascuas de color rojo que lentamente se estaba consumiendo. El sutil hilo de humo envolvía la estancia con notas ambarinas. Sobre las estanterías de cristal que recorrían las hornacinas de la sala habían sido colocadas una gran cantidad de lechuzas. Francesca se acercó para mirarlas mejor y se dio cuenta de que eran realmente muchas,