una peluca y este pensamiento me mantenía viva y… fuerte. Al final el cáncer, cansado de mí, se ha ido. ¡Ha tenido miedo, pobrecillo!
–¡Eres muy poderosa, Giusy!
–Pero el amor por las pelucas me quedó. Ellas me recuerdan todos los días que logré vivir pero que no debo nunca bajar la guardia. Así que, cada año, siempre, como buena chica, hago todos los controles y al final me compro… ¡una nueva peluca!
Francesca sacó del bolsillo un pañuelo de papel y se enjugó las lágrimas.
–¡A fuerza de reír me he acalorado! ¡Caray! –exclamó la mujer abanicándose con la carta del menú.
–Si quieres, un día me apetecería probar una de tus pelucas...
–Claro, querida. Te verías bien como rubia…
Francesca asintió y le confesó que se había arrepentido bastante por haber cambiado el color a sus cabellos rubios. La mujer, de repente, se puso seria:
–¿Tú eres rubia?
–Siempre he sido rubia.
Giusy percibió una intensa ternura por aquella muchacha y la abrazó. Se sintió indecisa si decirle lo que las cartas del tarot le habían revelado la primera vez que la había visto o callar .
–Eres tú… –se repetía la mujer y realmente le habría hablado de las cartas y de su contenido, si no hubiese sido interrumpida por la llegada de una aterida comitiva de turistas que pedía café. Las dos mujeres pusieron enseguida manos a la obra pero a Francesca no se le escapó aquella mirada de preocupación que de vez en cuando le lanzaba Giusy.
–¿Pero qué le ha ocurrido? –se preguntaba cada cierto tiempo perpleja.
Finalmente llegaron las veintidós horas y también el último grupo de jovenzuelos que se habían reunido para ver el partido de fútbol, se fue.
–¡Qué hermosura! ¡Siente y aprecia la paz de la soledad! –dijo Giusy dejándose caer sobre el sofá.
Francesca asintió con una sonrisa y limpió el local con la aspiradora. Luego cogió un cubo con agua caliente y lejía, y zigzagueando de aquí para allá con el trapo y la fregona, hizo que el pavimento recobrase su brillo.
–¡Se nota que eres joven y tienes mucha energía! –la felicitó Giusy mientras la observaba desde el sofá. –¡Ahora basta! Yo acabo con la barra. Vuelve a casa. Nos vemos mañana por la tarde, ¿de acuerdo? ¡Y recupérate! –le recomendó.
–¡Hasta mañana! –dijo Francesca y, después de haberse cubierto, salió del bar.
La recibió una plaza desierta, silenciosa, dormida, si no hubiese sido por aquel leve gotear de la fuente que acompañaba su paso ligero. Un escalofrío, mezcla de frío y de miedo, le recorrió la espalda en cuanto se acercó a aquella forma oscura, casi indefinida, en la negrura de la noche. Se paró un momento y luego comenzó a correr. De repente le vino a la mente la muestra de Lione y sin parar de caminar seleccionó en el teléfono móvil el número del hotel donde habitualmente ella y su padre se alojaban en la semana de estancia en Lione. Le respondió Claude, el propietario, y Francesca en perfecto francés le preguntó cuándo estaba prevista la muestra de joyería. El corazón volvió a latirle cuando el hombre le respondió que abriría, como era normal, el 21 de marzo para concluir el 28. Le dijo también que su padre había hecho la reserva como todos los años. Francesca le preguntó si su padre estaba alojado en el hotel, ahora, pero Claude le dijo que no.
Apagó el teléfono móvil y se paró unos minutos para aclararse las ideas.
–Pero… ¿dónde estás, papá? ¿Por qué has dicho a mamá que ibas a Lione por la muestra?
En un santiamén le vino a la mente la única respuesta plausible que en aquel instante supo darse:
–¡Tienes una amante! Lione es sólo una excusa. Como hacía Giorgio conmigo, ¡antes de que descubriese todo entre él y Patrizia!
Se quedó consternada. Se sintió sin fuerzas y, con la cabeza baja, tomó el callejón de los trece escalones blancos para bajar con la escalera mecánica hasta el gran ascensor. Se había hecho demasiado tarde y ella estaba demasiado cansada para recorrer toda aquella calle a pie. Bajó con cuidado los escalones relucientes y todavía resbaladizos debido a la humedad nocturna. El silencio total que había alrededor casi metía miedo. La iluminación de la calle de abajo ya se vislumbraba, desentonaba con la oscuridad del callejón y Francesca se sintió aliviada al ver aquellas farolas encendidas. Estaba a punto de entrar en las escaleras mecánicas cuando una sombra se paró delante de ella. En ese momento Francesca pensó que se trataba de Daniele y contuvo un grito pero un momento después se sintió aferrar por los brazos mientras una mano grande y áspera le presionaba la boca. Intentó chillar con todas sus fuerzas pero no consiguió más que un débil gemido, apenas perceptible.
El hombre la lanzó con fuerza contra el muro y Francesca, durante unos segundos, sintió que le faltaban las fuerzas.
–¡Escúchame bien. Mírame! –la voz era tenue e imperiosa.
Francesca levantó desesperada el rostro hacia el agresor y observó que un pasamontañas oscuro le cubría los rasgos de la cara. Un fuerte y desagradable olor a alcohol aleteaba alrededor del hombre cuando volvió a hablar, la muchacha tuvo que girar la cabeza hacia otro sitio para no vomitar.
–Tú ya no existes, ¿por qué has vuelto?
De repente, una silueta alta apareció a la espalda del agresor y lo golpeó en la nuca. El hombre se desplomó en el suelo sin un quejido, dejando libre a Francesca que, sin volverse, corrió hacia la rampa móvil, saltando los escalones para ir más deprisa y se lanzó dentro del ascensor. Pulsó repetidamente el botón y la cabina comenzó a bajar. Nunca como en aquel momento Francesca deseó que la llevara lejos. Se volvió y se dio cuenta de que el agresor se estaba recuperando mientras que del otro hombre no se veía ni rastro.
En cuanto el ascensor abrió las puertas Francesca se escabulló fuera temblorosa y volvió a correr. Espesas nubes de aliento caliente le salían de los labios. La boca seca aspiraba el aire gélido de la noche. Unos pocos cientos de metros y llegaría a casa, continuó avanzando manteniendo la mirada vigilante a sus espaldas. Tropezó dos veces y cayó al suelo arañándose las palmas de las manos sobre el áspero asfalto, pero se levantó rápidamente sin ni siquiera sentir dolor.
–¡Francesca! ¡Francesca! –la estaba llamando una voz conocida en el silencio de la noche.
Sin pararse dirigió los ojos en aquella dirección y vio a Daniele que salía del aparcamiento. El muchacho, a pesar de la oscuridad, comprendió que algo no iba bien y la alcanzó corriendo.
–¿Francesca, qué ha sucedido?
Pero la muchacha no consiguió responderle. Daniele la cogió de la mano y la llevó bajo la luz de la farola más cercana. Observó que tenía la mirada aterrada, el rostro empapado de lágrimas y el cuerpo sacudido por temblores. Comprendió que estaba conmocionada.
Le ciñó la cintura con el brazo y juntos desaparecieron en la calle corriendo hacia la casa de Daniele.
La hizo entrar y, mientras seguía sujetándola, la hizo sentarse en el sofá enfrente de la chimenea. Añadió leña y en pocos segundos la habitación estuvo caldeada. Se sentó a su lado y se dio cuenta de que, en silencio, seguía llorando. Cogió un pañuelo de papel y con delicadeza le acarició el rostro para secarle la cara.
–¿Qué ha sucedido? ¿Me lo puedes decir?
Francesca hizo un gesto afirmativo y, a veces hablando, a veces balbuceando, le puso al corriente de lo que le había sucedido.
–¿Te ha hecho daño?
Francesca se apresuró a mover la cabeza y con un hilo de voz añadió:
–Quizás me lo habría hecho sino hubiese llegado el otro hombre a salvarme.
–¿Aquel otro hombre?
–Sí,