Francisco Beltrán Llavador

Política y prácticas de la educación de personas adultas


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se pueden convertir en potencial alumnado. La inversión inicial de esta operación supone un coste de 700 millones de pesetas. Más allá de lo cuestionable de la inversión, que sin duda para la mayoría del profesorado de EA debería ir destinada de manera prioritaria a paliar parte de los déficits del sistema presencial, lo más grave del asunto es la concepción «clientelar» y subordinada de la ciudadanía que se va propagando desde los centros de decisión del Estado, una concepción que se va desplazando tan peligrosa como vertiginosamente desde la condición de «siervos» hasta la condición de «autistas» –meros espectadores– telepolitas. Otro ejemplo que nos ha sorprendido en este sentido por la falta de rodeos y la fe (como diría Tertuliano: credo quia absurdum est) con el que se justifica su propuesta, es el plan de EA propuesto para la Rioja, cuya conclusión no puede ser más contundente:

      El modelo que mejor optimiza las respuestas a la necesidad y a las exigencias de la educación permanente (...) es la MODALIDAD DE EDUCACIÓN A DISTANCIA porque es un sistema: personalizado, abierto, flexible y acelerado y además se adapta a la estructura geográfica y poblacional de La Rioja (Maturana, R. A., 1995: 468).

      En cualquier caso, sería difícil, además de injusto, trazar un diagnóstico unívocamente laudatorio o condenatorio de la educación a distancia. Más bien, el cuadro que avanzaremos a continuación pretende centrarse en algunas virtualidades o realidades posibles de la educación a distancia siempre que no se olvide que esta modalidad es un acompañamiento necesario de la modalidad presencial, es una institución, utilizando el término de Deleuze, «intercesora».

      Como ya hemos señalado, una de las posibilidades que parecen más interesantes de la educación a distancia es la reconstrucción del concepto de autonomía, en un doble sentido: autonomía profesional y autonomía ciudadana. En efecto, la educación a distancia puede erigirse para los educadores y educadoras que trabajan en ella en un terreno dinámico de experimentación, de innovación, de producción intelectual así como de autonomía profesional, en la medida en que pueden diseñar, proponer y llevar a cabo, cooperativamente, el proyecto que deseen para su propia esfera de trabajo. Al mismo tiempo, sería deseable que esa misma autonomía, junto con la distancia crítica que proporciona el hecho de trabajar en otra dimensión de la EA, diferente de la presencial, pudiera configurar al equipo de educadores y educadoras de educación a distancia como una pequeña comunidad de compañeros críticos y reflexivos, quizá «distantes», pero no «distintos», del resto de profesionales de EA.

      Respecto a la autonomía ciudadana que, como la anterior, tampoco es ajena a la EA presencial, en la educación a distancia puede adquirir rasgos específicos, sobre los que aún no se ha meditado suficientemente. Así, y por mencionar algunos, la posibilidad de que un ciudadano trace, acompañado del asesoramiento profesional, su propio itinerario formativo; la necesidad de reconocer y atender la propia experiencia laboral del o de la estudiante de educación a distancia, así como el interés de incorporar las nuevas sendas de la información a través de la informática al servicio del usuario (y no subordinar éste a las demandas que genera la propia dinámica, el mercado, de la mecanización); la importancia de hacer cada vez más presentes a aquellas cohortes del público que circulan anónimamente en los márgenes del sistema educativo (presos, enfermos, soldados, inmigrantes, refugiados...) y de introducirlos en los circuitos ordinarios; la urgencia, en definitiva, de que quienes pasen por la educación a distancia acorten distancias en las desigualdades sociales. Desmintiendo el tópico fácil, la distancia no debe quedar reducida al olvido, sino que debe ser una ocasión para recordar continuamente la presencia marginada, la palabra anónima y el discurso secuestrado. La educación a distancia, pues, no se plantea, como pretende una versión tan interesada como falsa, como oposición a la educación presencial, sino como una extensión o prolongación de esta última, no como un ejercicio compensador, sino, de nuevo, como una tarea transformadora que se inspira en los mismos principios en que lo hace la EA.

      Habíamos sostenido antes que la educación a distancia podía actuar como intercesora. Lo esencial, dice Deleuze, son los intercesores.

      Pueden ser personas, pero también cosas (...) Reales o ficticios, animados o inanimados, hay que fabricarse intercesores. Es una serie. Si no podemos formar una serie, aunque sea completamente imaginaria, estamos perdidos. Yo necesito a mis intercesores para expresarme, y ellos no podrían llegar a expresarse sin mí: siempre se trabaja en grupo, aunque sea imperceptible (Deleuze, G., 1995: 200).

      Los intercesores de la derecha, afirma Deleuze como ejemplo, son dependientes, subordinados, siervos. Pero la izquierda tiene necesidad de intercesores indirectos o libres, de otro estilo, siempre que ella lo posibilite. «La izquierda tiene auténtica necesidad de eso que tanto se ha devaluado, a causa del Partido Comunista, bajo el título de «compañeros de viaje», y ello es así porque la izquierda necesita que la gente piense» (ibid. 204). A partir de aquí, quisiéramos mostrar la firme convicción de que quienes se dedican a la educación a distancia pueden ser, si no lo son ya, «compañeros de viaje» de los educadores y educadoras de adultos, como estos últimos pueden serlo igualmente de los primeros. Quizá esto sea un ejemplo de los que Deleuze denomina una serie imaginaria. En cualquier caso, si así fuera, no dejaría de ser una ficción útil.

      Ese «viaje» simbólico que nos aguarda nos orienta a otros lugares por construir, a otras utopías (u-topos) todavía por recrear. Inventar esos otros espacios, desterritorializar las regiones ya colonizadas, requiere indagar en la búsqueda de fines. Avanzar en la búsqueda inteligente de fines, superando la ilusión o apariencia de verdad de los acuerdos, supone la evaluación de nuestros discursos y de sus implicaciones en la esfera de las acciones, más allá de su resolución en simples consensos o negociación de acuerdos. No quiera verse aquí un rechazo a las actitudes de diálogo y al logro de acuerdos como valores democráticos. Más bien al contrario, nos gustaría hacer de ellos vehículos para establecer propósitos adecuados. Pero, como en el mito de la caverna, cuando se entroniza el diálogo hasta convertirlo en un fin en sí mismo, la búsqueda y la construcción de la ver-dad se convierte en un asunto de opinión, las sombras se toman por las auténticas figuras de la realidad, y el conocimiento se debilita hasta el punto de creer ingenuamente que es un tema de conversación. La primacía desmesurada de las formas actuales de diálogo –su burda traducción en pactos, acuerdos, negociaciones, con-sensos– puede suponer el enmascaramiento por parte del pensamiento débil de aquello que tuvo su origen más noble y más genuino en el pensamiento fuerte, esto es, la dialéctica. En el corazón de la dialéctica, o del diálogo como indagación auténtica del sentido de las cosas, aguarda viva esa «memoria» del logos, que desde nuestra alienación y nuestra amnesia nos resistimos a recobrar.

      Como educadores, no del todo vencidos ni convencidos por el sentido común («consenso») de la retórica dominante, tenemos el derecho toda vez que la responsabilidad de pensar fuerte, apelando a la inteligencia de la razón, exigiéndonos a nosotros mismos, frente a otras voluntades, compromisos fuertes.

      Del hilo de esta contenida reflexión ya se pueden extraer algunos elementos para retomar el impulso crítico al que la EA, junto con otras iniciativas, debe su origen. Eso no significa que pretendamos defender la necesidad de un ideal retorno al pasado, pero sí la urgencia de reelaborar un discurso que está siendo secuestrado bajo argumentos, esgrimidos a modo de coartada, como el de la adaptación a «las grandes transformaciones producidas» y el del «acelerado cambio de los conocimientos y de los procesos culturales y productivos». Después del trayecto sugerido en este capítulo y que nos ha conducido hasta aquí, lo que nos proponemos en este último apartado, para no darnos por vencidos, es esbozar unas cuantas convicciones que forman parte de ese proceso dialéctico (o dialógico) que Freire llamó de «concienciación». Estas convicciones deben contemplarse como unas primeras acotaciones o apuntes para la reelaboración de ese discurso crítico que está siendo colonizado y sometido por los medios y los poderes en dominio y que a todos, población y público adultos, nos pertenece por derecho propio.

      En la presentación de este capítulo habíamos mencionado la figura de una «amnesia organizada»