que está devorando parcelas considerables del mundo de la vida. Ese olvido organizado no es más que un desprecio por la Historia que nos explica y a la que debemos seguir interrogando incesantemente si todavía creemos en una transformación justa de las condiciones de vida y de trabajo. Devaluando el valor de un historicismo que es si-nónimo de conocimiento y de compromiso social, en nuestras días la moneda en alza que circula es un ahistoricismo ciego que pretende reducir toda una empresa de dimensiones como las de la modernidad a su expresión más chata y mezquina, dando por saldado todo un proyecto histórico y por lo tanto eximiéndonos de la responsabilidad ante cualquier deuda con el pasado y con nuestros sucesores. Ese ahistoricismo encontró recientemente su formulación más grosera y desafiante en un reciente y célebre artículo surgido de la factoría del Imperio, en el que su autor, Francis Fukuyama, planteaba un supuesto fin de la historia ante la caída de los regímenes comunistas y la hegemonía planetaria del paraíso capitalista.
Por lo que atañe a nuestro reducido sector de análisis, la EA aparece como un indicador más de esas contradicciones que permanecen sin resolver y que cuestionan la unidireccionalidad del progreso social y cultural. Las contradicciones que plantea la EA deben sumarse a todas aquellas que, afortunadamente, desmienten contra todo pronóstico que la Historia está sentenciada a muerte. Sin negar el indudable progreso social y cultural de nuestra sociedad, así como la necesidad de reformas educativas como la presente, observamos que el cambio producido no siempre significa avance, sino más bien desplazamiento, mutación o ajuste. En efecto, nuestro progreso viene acompañado de fenómenos como el mal llamado «fracaso escolar» –una forma más de fracaso social–, la idiotización por los medios de comunicación, la falta de estímulo participativo en los individuos y en los colectivos, y un largo etcétera. Signos, todos ellos, que nos apartan de un optimismo gratuito y que nos obligan a decantarnos hacia un camino de mayor racionalidad, hacia esa «mayoría de edad» que ya Kant reclamaba, y que todavía no parece haberse alcanzado.
Muy estrechamente ligado con la necesidad de retomar la perspectiva histórica como una guía de nuestras acciones, no darse por vencidos implica también la tentativa de rescatar de ese olvido deliberado cuestiones que siguen siendo no sólo importantes, sino «básicas». Así, si nos remitimos de nuevo a nuestra presente Reforma, se hace necesario recuperar una pregunta –la pregunta– que sustenta a las demás y que se ha silenciado, acallada por el nuevo orden del discurso internacional (ahora que somos europeos), sometida por ese poder del discurso que no es sino un reflejo del discurso del poder. La pregunta, ya lo dijimos, es la cuestión del «porqué», la que inevitablemente nos devuelve al terreno propio de las razones y de los fines, esto es, al lugar de pertenencia de la racionalidad emancipatoria, al seno donde la conciencia, parafraseando a Rigo-berta Menchú, se nos nace y se nos hace.
Todo un proyecto educativo de la envergadura de nuestra Reforma que está obviando esta pregunta –ya sea que la considere innecesaria, ya sea que la dé por superada, empobreciendo en cualquier caso su contenido– corre el riesgo de quedar convertido en discurso débil, en retórica ambigua que acabará prestando un gran servicio a una tecnocracia que sólo se rige por una lógica lineal y plana, que sólo entiende el idioma de la cantidad («rentabilidad», «eficacia», «eficiencia») y no el de la calidad, cuyo máximo interés reside en su autoconservación y en la eliminación de todo cuanto suponga una amenaza al engranaje de su maquinaria. Por eso, hoy más que nunca, corresponde ejercer el derecho a la duda a través de esa pregunta que es previa a las demás. Y en el caso de la EA, esa pregunta no debe ser exclusiva de cuantos trabajamos en este ámbito, sino que debe abrirse a sectores mucho más amplios para que pueda ser compartida con toda la población adulta hacia la que se orienta nuestra tarea.
En la medida en que seamos capaces de compartir ese interrogante, y todos los que le acompañan, estaremos haciendo de la participación un principio de acción racional. Una de las críticas más generalizadas y más «razonables» que ha recibido la Reforma por parte del profesorado, ha sido precisamente la que señala el escaso margen de participación y debate que ésta ha generado para su construcción. Tampoco aquí la EA escapa a esa crítica. En nuestro caso, todavía más si cabe, no deberíamos permitir que esa misma demanda que como educadores formulamos a la hora de reclamar mayores cuotas de participación, sea dirigida hacia nosotros por parte de la población adulta. Antes bien, para que ese tipo de crítica no tenga lugar, y con el fin de auspiciar una auténtica participación como acción no sólo comunicativa, sino también, y sobre todo, transformativa, deberíamos comenzar a crear las condiciones para una cultura de la pregunta, de la duda razonable. No darse por vencidos significaría en este caso no quedar convencidos por los discursos dominantes sin haberlos sometido primero al juicio crítico que dictamine el tribunal de la razón. Pero ello pasa, muchas veces, desde el disenso y la resistencia activa antes que desde el consenso o negociación de acuerdos, por la conquista progresiva de espacios de reflexión participativa así como de participación reflexiva.
Por último, la posibilidad, y por tanto la necesidad, de repensar y reelaborar desde la EA el discurso secuestrado de la modernidad brinda varias oportunidades que no podemos desperdiciar.
En primer lugar, proporciona a la población adulta una situación generadora o contexto generador, es decir, todo un sistema de retos a superar, que se abre a un proceso por el que se van construyendo nuevos significados, constituyendo y ampliando el horizonte de sentido. La población adulta que atraviesa las instituciones de EA puede encontrar en ellas la ocasión de reconocer la deprivación cultural de que es objeto no como un hecho dado, con una aceptación o resignación pasiva, sino como un derecho negado, y por ello, como un motivo de análisis y de transformación personal y social. Junto con otros agentes sociales, este amplio segmento de la población adulta puede ejercer su derecho no sólo de pedir, sino de tomar la palabra, escribiendo y mostrando, entre otras cosas, sus propios relatos. Esto es, construyendo una historia crítica de sus propias vidas, cuya voz y cuya razón se alce sobre la de los poderosos. La Historia así concebida supondría el abandono de los grandes relatos, no a cambio de un nihilismo posmoderno, sino por pequeños, pero valiosos relatos: esos trozos de vida y de escritura que desde los márgenes del sistema interrumpen la Historia convencional, la de los convencidos, la de quienes han claudicado. En la esfera didáctica aplicada a la EA esta propuesta encuentra una concreción, entre tantas otras, en una original experiencia denominada «diario de diálogos» (Peyton, J. K. y Staton, J, eds.: 1991). Esta experiencia plantea una estrategia de alfabetización funcional a través de conversaciones escritas, donde el relato y la expresión de las propias vidas es lo que cuenta. El marco teórico parte de la necesidad de propiciar actitudes dialógicas (no monológicas) que conecten la palabra («word») y el mundo («world»). El aprendizaje, a partir de unas condiciones de simetría de poder, es concebido como un proceso de interacción social. Esta estrategia, todavía poco conocida en nuestro país, y que hemos comenzado a difundir recientemente, está siendo aplicada de forma experiemental por un grupo de educadores y educadoras a su práctica cotidiana.
En segundo lugar, la recreación del discurso crítico de la modernidad desde la EA supone hoy, para educadores y educandos adultos, una alfabetización política (Freire, 1990: 113-120) que nos permita el aprendizaje y la construcción de conocimiento acerca de «la naturaleza política de la educación». Esta alfabetización política supondría no la reducción del contexto al texto (como es el caso con frecuencia en las prácticas escolarizantes), sino la apertura del texto al contexto. Una apertura que nos proporciona una comprensión de la realidad no como estadio fijo, sino como un proceso cambiante. El acceso a la realidad, en este sentido, podría hacer presuponer la alienación previa de ella. Pero no hay tal alienación, sino prácticas y condiciones alienantes ejercidas desde la propia realidad social.
En tercer lugar, la apropiación del discurso usurpado, modernidad compleja frente a modernización simple, significa asumir la exigencia de pensarnos y repensarnos continuamente, abriendo un debate crítico y responsable, en una sociedad y en un momento en que parece que se inste a la EA a reproducir miméticamente formas sutiles, o no, pero en cualquier caso poderosas, para gestionar la adaptación. Pero estas operaciones dirigidas a la mera transmisión mecánica de los dictados de los poderes públicos, si no van tuteladas por el juicio de la razón y por el concierto de