Pedro García Cuartango

Anatomía de la traición


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amante de su mujer y jefe de operaciones del Circus, como le llama al MI6, servicio de espionaje en el exterior.

      Smiley se parece mucho a Le Carré en su concepto de la lealtad a los valores británicos, su amor propio y su constancia en el oficio. Pero, sobre todo, se asemeja a él en su capacidad de penetrar en los trasfondos del alma humana. No recurre a los avances técnicos para hacer su trabajo, sino al análisis de las motivaciones. Es un psicólogo más que un espía.

      El asunto central de las novelas de Le Carré es el conflicto entre la lealtad y la traición, cuyos límites parecían muy difusos en el mundo de la Guerra Fría, en el que las convicciones ideológicas eran en algunos casos más fuertes que los vínculos con la patria de nacimiento.

      La lealtad podía ser una forma de traición y viceversa, porque lo importante, lo único que de verdad contaba, era el valor de ser consecuente con las propias ideas. En un mundo de dobles agentes, mentiras, delaciones e insidias, el espía que permanecía fiel a su causa era un héroe. Y lo era en el sentido de la tragedia griega de que el hombre está marcado por su destino.

      Nadie como Le Carré ha narrado esas contradicciones del alma del espía, que solo puede suplir con una fe inquebrantable en la causa su condena a aparentar lo que no es, simulando incluso en su familia y su círculo íntimo. Hay que creer mucho en un ideal para llevar esa doble vida.

      Le Carré penetró en todos esos secretos y elevó la novela de espionaje a la condición de tragedia clásica. Media docena de sus novelas están a la altura de lo mejor de Dickens, Thomas Mann o Balzac. Como ellos, sabía muy bien de lo que hablaba.

      Pero su desaparición tiene también un valor sentimental para aquellos que cruzamos el Muro de Berlín por el Checkpoint Charlie y vivimos en la era de la Guerra Fría. Le Carré era el último testigo de aquel mundo de buenos y malos en el que existía la impresión de estar siempre al borde de la catástrofe nuclear.

      Le Carré mantuvo su lucidez hasta el final. Estuvo escribiendo hasta un año antes de su fallecimiento, dejando tras de sí una extensa obra. En la última, titulada Un hombre decente, me impresionó su sombría lucidez. Cuenta la historia de un espía que se debate entre su lealtad al servicio y el deterioro que está produciendo en las instituciones de su país el brexit y la relación con Donald Trump. En unas de sus últimas declaraciones, además de anunciar que tenía cáncer, afirmaba que su país se hallaba gobernado «por un pequeño grupo de ultras» que habían llevado a los ciudadanos a perder su «brújula moral» en la política.

      No puedo estar más de acuerdo con todo lo que apunta este gran escritor que he admirado desde que leí El espía que surgió del frío. Al menos entonces sabíamos distinguir en qué lado estaban el bien y el mal. Ahora es mucho más difícil. Por eso, su pérdida es irreparable. Con él desaparece una brújula para orientarnos en un mundo donde cada vez es más difícil discernir entre la verdad y la mentira.

      Le Carré era esencialmente un moralista que se inspiraba en la novela inglesa del siglo xix. No solo tenía una gran habilidad para desarrollar las tramas más complejas, sino que además era un maestro en el dibujo de los caracteres. Su talento le situó a la altura de los más grandes escritores contemporáneos. Creo que lo vamos a echar mucho de menos. Este libro es una evocación del mundo que él recreó y que ya solo existe en el recuerdo de quienes vivieron esa época. Todo eso se lo ha llevado a la tumba.

      ¿Fieles o traidores?

      Muchos espías como Kim Philpy u Oleg Penkovski arriesgaron su vida por unas convicciones que entraban en contradicción con la lealtad a su patria

      Cuando John le Carré se encontró con Kim Philby en un hotel de Moscú en los años setenta se negó a estrecharle la mano: «Yo no quiero saber nada de un traidor que ha sido responsable de la muerte de mis compañeros». El escritor inglés había servido en el MI6, el servicio británico de espionaje, y consideraba que Philby había sido desleal a su patria. Pero el doble agente, que había desertado en Beirut y reaparecido en Moscú en enero de 1963, no se consideró nunca un traidor, sino un hombre fiel a sus convicciones. «Mi verdadera patria es la Unión Soviética, para la que siempre he trabajado. No he traicionado a nadie», dijo.

      Philby pasó los últimos años de su vida en Moscú, tras ser ascendido a coronel del KGB y condecorado como un héroe. Pero nunca se adaptó a la vida en la capital soviética. Seguía leyendo The Times y mantenía viva su pasión por el cricket y la ginebra inglesa. Murió en 1988, cuando ya era una leyenda.

      La huida de Philby levantó sospechas que recayeron sobre sir Roger Hollis, el jefe del contraespionaje, al que se le investigó sin llegar a conclusiones definitivas. Llevaba trabajando casi tres décadas en el servicio, era un hombre extremadamente religioso y tenía una reputación intachable. Años después, Peter Wright, un subordinado suyo, publicó un libro titulado Spycatcher en el que le acusaba de ser un topo soviético y de haber protegido a Philby y a sus cómplices. Su publicación fue prohibida por Margaret Thatcher, a la que los tribunales desautorizaron. Varios expertos han examinado posteriormente decenas de miles de documentos desclasificados que inducen a creer que Hollis era inocente. Hay testimonios de que el KGB estaba asombrado porque su lealtad hubiera sido puesta en entredicho.

      Probablemente ningún espía ha hecho tanto daño a su país como Philby, que llegó a ser el responsable de la sección ix del MI6 tras el final de la Segunda Guerra Mundial, desde donde controlaba las operaciones de espionaje en la Unión Soviética. La fe de sus jefes era tal que no dieron crédito a algunas filtraciones que le atribuían estar al servicio de los soviéticos. No solo no lo pusieron en cuarentena, sino que le enviaron como delegado del MI6 a Washington. Logró ganarse la confianza de James Jesus Angleton, el responsable del contraespionaje de la CIA, un paranoico de la seguridad que veía espías en todos los sitios, quien le invitaba a cenar a su casa con frecuencia.

      Philby no era el único que trabajaba para el KGB en esa época. Cuatro compañeros y amigos suyos pasaban secretos militares y diplomáticos al espionaje soviético. Eran Guy Burgess, Donald Maclean, Anthony Blunt y John Cairncross, llamado «el quinto hombre» porque su identidad no se reveló hasta los años noventa. Todos ellos microfilmaban los documentos a los que tenían acceso en el MI6, en el Foreign Office o en otros ministerios de los que eran altos funcionarios.

      Habían sido reclutados cuando estudiaban en Cambridge en los años treinta. Philby había trabajado como corresponsal de The Times en la Guerra Civil española, una tapadera tan perfecta que el propio Franco lo condecoró por sus servicios a la causa nacional. También es curioso el caso de Blunt, un crítico homosexual y experto en pintura del barroco que supervisaba la pinacoteca de la reina. Siguió haciéndolo durante muchos años tras ser descubierto porque el Gobierno británico prefería evitar el escándalo.

      Estos cinco espías, que luego se conocieron como «el Círculo de Cambridge», ejemplifican el dilema moral de unos intelectuales que optaron por ser más leales a sus ideas comunistas que a su patria. Todos habían nacido en el seno de familias acomodadas y todos habían recibido una educación de elite. Pero fueron deslumbrados por una ideología que prometía el paraíso en la tierra. Resulta una paradoja que no fueran conscientes de que servían a un régimen como el de Stalin, que no dudó en aplicar una cruel represión para conseguir sus objetivos.

      En la década de los treinta, el choque entre el totalitarismo de uno u otro signo y las democracias parlamentarias hacía presagiar un estallido de la violencia. Era evidente, a partir de 1933, que Hitler se estaba preparando para la guerra. Y en ese mundo polarizado, personajes como Philby y sus compañeros se sentían obligados a elegir. Creyeron que el comunismo era el futuro y que las democracias parlamentarias estaban corrompidas por el dinero y los privilegios de la clase dirigente.

      La historia ha puesto en evidencia el inmenso error que cometieron, pero en esos años había que optar entre el bien y el mal, entre el blanco y el negro, y no había lugar para la neutralidad. Casi ninguno de ellos hubiera corrido esos enormes riesgos si hubiera sabido entonces que el comunismo desaparecería del mapa, dejando un siniestro balance de represión, miseria y falta de libertad.

      Todos los miembros del Círculo de Cambridge arruinaron sus vidas y tuvieron