Pedro García Cuartango

Anatomía de la traición


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de la Guerra Fría, que falleció en Moscú 26 de diciembre de 2020. Había sido enrolado en las filas del KGB en su juventud por un tío suyo que era dirigente del Partido Comunista de Egipto, donde pasó sus primeros años de vida. Blake mantuvo su fe intacta en la causa mientras iba ascendiendo peldaños en el MI6. En los años cincuenta, fue destinado a Berlín.

      Allí avisó a los soviéticos de que los aliados estaban construyendo un túnel para interceptar sus comunicaciones. Su chivatazo significó el final de un proyecto en el que la CIA había invertido cuantiosos recursos. Fue detenido y condenado a 42 años de cárcel, la mayor pena jamás impuesta en Reino Unido a un espía, pero en 1966 se fugó de la prisión de Wormwood ayudado por militantes del IRA.

      Nadie se explica cómo Blake pudo evadirse de una cárcel de alta seguridad, pero el hecho es que logró llegar a la Unión Soviética, donde fue distinguido con la orden de Lenin y se le trató como un héroe. Sobrevivió en Moscú durante más de medio siglo en una confortable dacha, con la que se le reconocieron sus servicios. Nunca albergó dudas de que estaba haciendo lo correcto.

      La contrafigura de George Blake podría ser Oleg Penkovski, un coronel del GRU, la inteligencia militar soviética, que pagó un alto precio por espiar para la CIA. Fue detenido en 1962 y torturado durante meses. Finalmente, lo ejecutaron por un método brutal: lo ataron a una tabla y lo fueron introduciendo lentamente en un horno. Tardó muchas horas en morir.

      Penkovski nunca traicionó a su país por dinero ni por ambición. Había servido en Ankara y se sentía muy decepcionado por el fariseísmo de la nomenklatura, que gozaba de enormes privilegios mientras los ciudadanos pasaban penalidades. Tras una carrera meteórica, empezó a colaborar con la CIA y el MI6 suministrando valiosa información de los planes militares del Ejército Rojo.

      Labró su perdición al pasar decenas de planos y fotografías de los emplazamientos de los misiles soviéticos en Cuba, aportando una prueba irrebatible a la Administración Kennedy. Durante algunos días, Estados Unidos y la Unión Soviética, que se negó a retirarlos, estuvieron al borde de la guerra. Pero, finalmente, Kruschev cedió. El KGB ya sospechaba de él y, poco tiempo después, desapareció sin que nadie volviera a tener noticias. Hoy sabemos por sus excompañeros que la organización decidió castigarle con una muerte terrible para que todos tomaran nota del castigo que esperaba a los traidores.

      A Oleg Gordievski le aguardaba un destino similar, si no fuera porque huyó de Moscú en 1985, cuando el KGB había dado orden de detenerle. Era miembro de una familia de chekistas y también había ejercido altas responsabilidades en el KGB. Durante varios años había sido el jefe de operaciones en Gran Bretaña bajo camuflaje diplomático. Y asistía regularmente a las reuniones del co­­mité de dirección, lo que le permitía el acceso a valiosa información interna.

      Gordievski había pasado a los Aliados una cantidad ingente de documentos e informes confidenciales. Algunos de ellos demostraban que Andropov estaba convencido de que la OTAN preparaba un ataque nuclear contra la Unión Soviética, lo que alimentaba la paranoia del bloque comunista contra Occidente.

      Tuvo mucha suerte porque un día, al volver a su domicilio en Moscú, se dio cuenta de que el pestillo de una puerta interior que él había dejado cerrada estaba desbloqueado. Horas después, Gordievski se fugó de la capital y pudo cruzar la frontera finlandesa en el maletero del coche del embajador británico. Miles de agentes lo perseguían y lo siguieron buscando tras su deserción. El fiasco provocó la destitución de Iván Serov, el jefe del KGB y protegido de Kruschev.

      Gordievski fue acogido por el Gobierno británico, que lo ocultó y le dio una nueva identidad. Margaret Thatcher y Ronald Reagan lo recibieron personalmente y le dieron las gracias por sus servicios. Todavía hoy sigue manteniendo una vida sumamente reservada porque teme que el FSB, heredero del KGB, lo tenga en su punto de mira. No hay jamás perdón para quien rompe las reglas en el mundo del espionaje.

      El caso más emblemático de hasta dónde llega el largo brazo de los aparatos de seguridad es el de Aleksander Litvinenko, envenenado con polonio cuando residía en Londres. Había trabajado para los servicios secretos rusos como jefe de la lucha contra el crimen organizado. Abandonó la organización para denunciar la corrupción de la oligarquía del Kremlin. Por ello, estaba considerado por Putin ya no solo como un traidor, sino, sobre todo, como un adversario personal.

      Litvinenko había huido a Londres, como Gordievski, y gozaba de la protección del MI5, el contraespionaje británico, pero ello no fue óbice para que el FSB mandara a dos sicarios, quienes le administraron ese material radioactivo que lo condenó a una muerte horrible. La justicia abrió una investigación, reconstruyó los hechos e identificó a los culpables del asesinato de Litvinenko. Pero ya estaban fuera del territorio británico, a salvo en su país, que no tiene tratado de extradición con Londres. Nadie duda que, como en el reciente caso del envenenamiento de Aleksei Navalni, las órdenes partieron del propio Putin.

      Navalni, sin embargo, logró escapar de milagro de una muerte segura al ser llevado a un hospital en Alemania, que detectó que le habían administrado una sustancia letal que afectaba a su sistema nervioso. Su delito era también haber denunciado la corrupción de Putin. Por eso, acaba de ser condenado a tres años y medio de cárcel por un tribunal de Moscú en un juicio farsa en el que se le acusaba de haber violado la libertad condicional. La periodista Anna Politovskaia corrió peor suerte: fue asesinada de un tiro en la cabeza en el portal de su casa en 2006 por haber investigado los crímenes rusos en la guerra de Chechenia. Ya estaba avisada, en reiteradas ocasiones, de que ese iba a ser su final. Nunca se ha esclarecido quién la mató.

      Navalni y Politovskaia nunca fueron espías ni traidores, pero, con toda probabilidad, sí víctimas del aparato de seguridad de Putin, al que nunca le ha importado asumir el coste político de la venganza. Ello le parece un precio aceptable a cambio de que todos los disidentes sepan que cualquiera que ose desafiarle puede pagar con su vida.

      La CIA también castiga a los traidores, aunque actúa con los límites que le marcan las leyes y la supervisión del Senado, a los que está sometida. Ello no ha sido obstáculo para que la organización de Langley se implicara en operaciones clandestinas como las llevadas a cabo para derrocar a Jacobo Arbenz en Guatemala, a Mossadeq en Irán o a Salvador Allende en Chile, todos ellos dirigentes de regímenes legítimos que fueron depuestos por la fuerza.

      Pero, que se sepa, nunca ha recurrido al asesinato para castigar a los traidores. Aldrich Ames, analista de contrainteligencia de la CIA, fue detenido y encarcelado en 1994 cuando se descubrió que llevaba años revelando secretos al KGB, entre ellos la identidad de decenas de agentes al otro lado del Telón de Acero.

      Ames no traicionó a su país por convicciones ideológicas. Lo hizo por dinero y ese era su punto débil. Fue detectado porque se había comprado una lujosa casa y había movido cientos de miles de dólares en sus cuentas. La CIA ató cabos y lo obligó a confesar. El agente reconoció todas sus culpas y explicó que había estado colaborando con el KGB a cambio de dinero. Su esposa le exigía llevar un tren de vida que no podía costear con su sueldo. Fue condenado a cadena perpetua.

      Otro traidor legendario fue Robert Hanssen, agente del FBI, que delató a sus compañeros por móviles económicos. Dmitri Poliakov y otros tres agentes dobles fueron ejecutados en Moscú por sus informaciones. Estuvo cobrando elevadas sumas del KGB durante 22 años. Y fue localizado por casualidad. Era una persona religiosa y de ideas muy conservadoras, por lo que nadie sospechó de él.

      En contraposición a este espionaje por dinero, hay muchos agentes que arriesgaron y perdieron su vida. El ejemplo más notable es el de Richard Sorge, fusilado por los japoneses en 1944. Era un corresponsal alemán en Tokio con excelentes contactos en la embajada de su país. Gracias a ello, avisó a Stalin con una semana de antelación de la fecha de la invasión de Rusia por el Ejército de Hitler. Pero el caudillo soviético no se lo creyó. Pagó con su vida porque un confidente le delató y fue ejecutado de forma sumaria.

      También fueron fusilados decenas de los integrantes de la llamada Orquesta Roja, que suministró información clave a los servicios secretos británicos durante la Segunda Guerra Mundial. Fundada en 1939 por Leopold Trepper, un judío polaco con conexiones con el espionaje soviético, la