el movimiento y la disolución de los momentos, ya que todas las figuras anteriores no eran sino abstracciones (Ph.G. 238/28, 239/15, 239/22-23; 259-260).
Así que uno tiene la sensación, cuando se las ve con la Fenomenología del espíritu, cuando se las ve con el espíritu, de que ya estamos a punto de acabar. Pero no hay que fiarse demasiado. «El espíritu» no es el último capítulo de la Fenomenología del espíritu. Y supuestamente no lo es de modo sorprendente. Es cierto que Hegel señala que cuando por fin llegamos al espíritu, a «El espíritu», ya hemos desbrozado los caminos, ya hemos recorrido todo el itinerario, hemos hecho ya la errancia del desierto. Ahí está, dice Hegel, a ver qué hay.Y se alza el telón –añade–. Es el momento en el que se hace teatral. Genera una tensión. Se alza el telón –señala el texto de la Fenomenología del espíritu– y, ¿qué ocurre? El hombre descubre que está él mismo tras la máscara, que si se alza el telón no hay nada que ver, a menos que uno mismo pase al otro lado «para que haya detrás» tanto alguien que vea como «algo que pueda ser visto» (Ph.G. 102/20-23; 104). Y es allí, en ese desconcierto, donde sabemos que no acaba la Fenomenología del espíritu, es allí donde sabemos que caminamos hacia un sí, hacia el sí de la reconciliación, en el que los dos yo harán dejación de su ser contrapuesto.[2]
En todo este proceso es interesante resaltar que el espíritu, que es la vida ética de un pueblo, se corresponde históricamente con la ciudad griega, con el momento del desarrollo del espíritu, el momento de lo inmediato, de la sustancia y el sí-mismo que se penetran sin oponerse. El mundo ético viviente es el espíritu en su verdad. Tan pronto como el espíritu llega al saber abstracto de su esencia, la eticidad desciende a la universalidad formal del derecho (Ph.G. 240/9-10; 261). Y este momento, a su vez, se corresponde históricamente con el mundo romano. Es el desgarramiento del estado inmediato anterior, de la ciudad griega, de la oposición de sí y su sustancia. Pero aún tenemos que ir más allá, porque el espíritu, ya desdoblado en sí mismo, inscribe en su elemento objetivo, como en una dura realidad, uno de sus mundos, «el reino de la cultura» (das Reich der Bildung); y frente a él, en el elemento del pensamiento, «el mundo de la fe» (die Welt des Glaubens), el reino de la esencia (Ph.G. 240/12-13; 261). Este momento, en el que aparecen el reino de la cultura y el mundo de la fe como enfrentados, corresponde históricamente a la formación de los pueblos europeos, de donde surge la Revolución francesa. Estos mundos se ven trastocados y revolucionados por la Einsich y su difusión, por la Ilustración (Ph.G. 240/13-16; 261).
Una vez que parece que el camino iría del mundo griego al mundo romano y de éste al mundo ilustrado, ¿qué nostalgia tenemos nosotros de eso? El nombre de Grecia tiene una resonancia para todos familiar, sobre todo para un alemán. La religión, las concepciones del más allá, de lo remoto, del Oriente y de Siria a través de Grecia, surgen de ahí, pero también tuvieron su punto de partida, en la misma Grecia, las concepciones del más acá, de lo presente, de la ciencia y del arte, de lo que satisface, dignifica y adorna nuestra vida espiritual. Las raíces de la vida griega, lo que nos familiariza con Grecia es la percepción de tener una patria, el espíritu común que nos hace sentirnos en ellos. Pero lo interesante es que en estos mismos gérmenes en los que florece el nacimiento de esta patria o de este país natal, de este hogar, de este Heimat –mejor país natal que patria–, supimos también que ahí estaba la fuente de su propia decadencia. Sin salir de la propia órbita, supimos a la vez que nuestro hogar era también algo extraño, que había allí un espíritu de libertad y de belleza, supimos que nuestro propio origen, siendo un origen especulativo, era también el comienzo del acabamiento. Porque si evocamos a Grecia no es tanto para celebrar su inocencia cuanto para saludar –Hegel nos lo dice– al polemos heracliteo, para anunciar que, en cierto modo, hay una polémica en el corazón de nuestro hogar, para señalar que siempre, en el seno de nuestra casa, habita la escisión. Esto no hace que deje de ser morada, que el pensamiento –el hogar de la filosofía– no sea exactamente un sentirse en casa, bei sich, chez soi. Lo que sí hace es indicarnos que en esa casa late siempre el espíritu de decadencia y escisión. Otra cosa es que esta aporía de la patria y del exilio encuentre salidas en la dialéctica especulativa. Otra cosa es que nosotros no tengamos nostalgia de Grecia, sino de Grecia como itinerario, de Grecia como comienzo, siempre como comienzo. Ha de empezarse por Grecia, es imposible empezar sin ella. Grecia dice empezar. No se puede pensar en filosofía sin que reaparezca el itinerario de Grecia en el corazón de lo que pensamos, porque pensamos con ellos, desde ellos, yéndonos de ellos.
Y esta presencia permanente del mundo griego como la inmediatez aún no mediatizada, como un momento aún no reflejado, nos presenta a Grecia como el momento de la insatisfacción, de lo que podría llamarse técnicamente –y así hay que llamarlo– el «todavía no». La plena culminación de la filosofía, la Vollendung, está pronunciada, pero estamos aún en el «todavía no». La filosofía de los griegos como un «todavía no» (Noch nicht)[3]que no nos satisface, como un «todavía no» para el cual nosotros somos insuficientes y no atendemos suficientemente, hace que en el corazón del pensamiento lata una insuficiencia que es, además, nuestra, la que nos constituye como somos, como siendo lo que somos. Somos el «todavía no», el ser ya suficientemente los insuficientes. Así, al decir «los griegos», estamos abriendo una escisión, aquella que para Hegel es el permanente requerir filosofía. Y es que a veces se olvida que Hegel ha dicho esto mismo, que la escisión es el origen de la necesidad de la filosofía. Si no hay experiencia de la escisión, alejémonos de la filosofía, si nos sentimos plenos, acabados, completos, consumados, ni nos acerquemos a ella. La filosofía, para ser tal, ha de nutrirse de esta experiencia de la escisión, de una escisión no coyuntural, sino constitutiva.
No está todavía determinada, no ha sido todavía mediatizada mediante el movimiento dialéctico de la subjetividad absoluta. La filosofía griega se queda en el «todavía no» como la etapa de la belleza. Es un «todavía no», pero un «todavía no» que es la etapa de la belleza porque no es todavía la etapa de la verdad. En el mundo griego arriba ciertamente el espíritu por primera vez a un enfrentamiento libre con el ser, pero no arriba todavía propiamente como el sujeto que se sabe absolutamente a sí mismo, no arriba a la absoluta certeza de sí mismo. Entonces, ¿qué cabe añadir? ¿Qué ocurre cuando decimos «Hegel y los griegos», que parece que se está exactamente en el comienzo del «todavía no» de un espíritu que es realidad? «Hegel y los griegos», ¿a qué viene aquí eso de Hegel y los griegos? ¿Qué pasa cuando decimos «Hegel y los griegos»? Puede sonar como «Kant y los griegos», «Leibniz y los griegos», «toda la escolástica medieval y los griegos». «Suena así –dice Heidegger– pero es algo muy distinto».[4]Pues Hegel piensa por primera vez la filosofía griega como un todo y ese todo lo piensa filosóficamente. Se trata, efectivamente, de un pensamiento. Y si pensamos, estamos entre los griegos, y en cierto sentido los griegos están entre nosotros, no sólo los que fueron griegos, los griegos que fueron, sino los griegos que somos, nosotros los griegos, que sólo pensamos en tanto que los otros de los griegos (nosotros somos los otros), sólo con los griegos. Por tanto, «Hegel y los griegos» no es, sin más, un título de una investigación académica, es más bien una actividad especulativa que es posible porque Hegel determina la historia de tal manera que ella, en sus rasgos fundamentales, tiene que ser filosófica. La historia de la filosofía no es una serie de opiniones, ni una serie de doctrinas diferentes que se van sucediendo las unas a las otras sin conexión alguna entre sí. Es la filosofía que se siente en casa, porque el pensamiento es lo más propio, nuestra más libre particularidad. Si pensamos siempre entre los griegos, lo que interesa a los griegos pone en marcha la filosofía. Es –según Hegel– lo objetivo puro. Lo objetivo puro es la
primera manifestación, la primera salida del espíritu, aquello en lo que coinciden todos los objetos. Esto es lo que llama Hegel el universal abstracto, no referido aún al sujeto en cuanto sujeto porque aún no es mediatizado por el sujeto, porque no se ha conformado como concepto, porque no ha crecido unificándose, no es aún concreto. Por eso nosotros somos los más pobres cuando estamos con los antiguos, pero también los más necesarios. Ellos también lo son. «Los filósofos más