por dos razones; una, estratégica (ya que creía que las podía «colocar» con mayor facilidad); y otra, por la fascinación por ese género literario.
Hace muchos años, prácticamente desde cuando empecé a escribir teatro, que me pregunto, pues, por qué algunas obras salen… cortas.
Una obra corta es, de hecho, un niño que decide en un momento dado que ya no quiere crecer. Puede decidirlo a los tres años, a los cuatro, a los siete, incluso a los once, en todo caso antes de salir de la infancia. Todo su potencial de vida permanece intacto, se puede adivinar en él todo su destino; lo único es que se queda… pequeño.
Siempre he pensado que el escritor es, de hecho, un creador que trabaja con un material vivo: el texto. Y como el texto está vivo, tiene sus propias leyes. Una vez que ha irrumpido, una vez que se han despertado sus energías interiores, tú, como escritor, ya no puedes hacer todo lo que quieres. El texto empieza a dictarte determinadas direcciones, te impone su voluntad interna. A menudo, mientras escribía una obra, he descubierto con estupor que un personaje que yo había considerado secundario, se imponía cada vez más, crecía y tomaba el lugar de los personajes que, para mí, eran principales. Hay, en cada obra, una lucha entre los personajes principales, los secundarios y los fugaces. Como en cualquier espacio vital, también en el universo del texto, la lucha por la supervivencia y la afirmación sigue siendo atroz…
Por otra parte, un embrión de relato, una situación dramática apenas esbozada, empieza, a veces desde las primeras réplicas, a prefigurar su volumen, su dimensión. Percibo entonces que esa obra será corta, porque tiene una capacidad limitada de crecimiento… Más allá de un punto determinado, si intentara desarrollarla más, no haría sino estirar el texto como un chicle… y eso no se hace. Al fin y al cabo, mi logro como dramaturgo es no escribir en exceso, no cargar de manera forzada un texto que, por lo que yo siento, quiere detenerse en la página cuatro, siete o trece. Percibo entonces, escuchando sus vibraciones interiores, que solo provocaría el derrumbamiento del edificio entero, si añadiera una palabra más. Es como si no supieras parar cuando estás levantando un castillo de naipes: en cuanto te empeñas contra la fuerza de las cosas en añadir una carta de más, toda la arquitectura concebida con esmero se derrumba.
Una obra corta es un ejercicio destinado a captar la emoción con un solo movimiento, un juego estilístico en el que te propones obtener el máximo efecto con los mínimos medios. Una obra corta también es un truco de magia en que el tiempo y la emoción son inversamente proporcionales. Y con razón, ya que en un tiempo corto intentas concentrar una gran carga emotiva.
En cuanto a mí, el deseo de escribir obras cortas vuelve a mi vida periódicamente, como un cometa… De cuando en cuando, por razones misteriosas, siento que debo escribir una obra corta. A la deriva, incesantemente, por el océano de la literatura, siento a veces que, de pronto, me hallo sobre un cúmulo de conchas; y algunas contienen pequeñas perlas. Y entonces hago como los buscadores de perlas: me sumerjo en las aguas, no precisamente transparentes, de un océano de ideas y palabras, para intentar sacar a la superficie una pequeña lágrima de nácar, como si se tratara de una joya. Pero las perlas son raras; debo sumergirme cientos de veces para sacar a la superficie, de vez en cuando, alguna.
MATEI VISNIEC
1. El autor se refiere a la edición de Opera dramaticǎ, vol. 1 y 2 (Bucarest, Cartea Româneascǎ, 2017), de donde hemos extraído este texto, pp. 28-30.
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