Jorge Enrique Salcedo Martínez S J

Historias del hecho religioso en Colombia


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y el control sobre los cuerpos y las cercanías entre géneros ejercida por la Iglesia católica fue permanente, máxime cuando estas prácticas y actitudes ponían en entredicho el valor sacramental del matrimonio o interrumpían el camino sacro y la vida ejemplar que debían llevar hombres y mujeres en los claustros. En esta vigilancia también jugaron un rol fundamental los sujetos del común, que, imbuidos en toda esta mentalidad religiosa, fisgoneaban la cotidianidad en busca de la sospecha y la transgresión. Así, la vista humana se convirtió en el mayor aliciente del rumor y, en el caso de las monjas de la Encarnación, en el testigo más peligroso y contundente contra todas las culpas que el obispo señaló contra las religiosas. Un microcosmos de transgresiones sexuales latentes en los imaginarios de la época fue el que se alzó contra las monjas payanesas; microcosmos que, dicho sea de paso, da cuenta del conocimiento que tenían los sujetos de aquello que se consideraba sacrílego y prohibido. El convento de la Encarnación fue el lienzo de todas estas contravenciones y miedos.

      El insufrible destierro y… ¿el retorno?

      Escribir representó una ventaja para las religiosas payanesas, pues les permitió denunciar a sus jueces ante el rey, así como el perjurio levantado contra los dominicos y contra ellas por las presiones de tormento y destierro. Escribir fue su defensa frente a las acusaciones, el expurgo y el tormento al que se vieron sometidas; este resultó siendo el mejor recurso para que después de cumplido su castigo se les permitiese volver a su convento y a su ciudad natal. De las 11 cartas escritas por las monjas, quizá una de las más importantes es la fechada el 1.º de marzo de 1628 por 14 de las 21 monjas desterradas, quienes le escribieron al rey Felipe III para que ordenara a Ambrosio de Vallejo, obispo de Popayán, sucesor de Juan González de Mendoza, que les permitiera volver a Popayán.

      En esta carta piden las monjas a la Audiencia de Quito que les permita retornar a Popayán, dado que su primer juez, el obispo González de Mendoza, las había condenado “por diez años a unas, por dos a otras, por cuatro y seis a las más”66; considerando que ya había pasado este tiempo, las religiosas reclamaban al obispo Vallejo acatara el permiso que se les había concedido para volver. Para respaldar estos tiempos de destierro, el procurador de las monjas ante la audiencia, Francisco López de Pereira, presentó el testimonio de cuatro religiosas del convento de la Concepción de Quito: Inés de Zorrilla67, Clara de Santa Cecilia, Magdalena de Santa María y Mariana de Santo Domingo, quienes habían sido testigos de la llegada de las monjas payanesas a su claustro en 1613, y habían visto y leído los testimonios de las sentencias, y “la que más pena y destierro traía era por tiempo de diez años y las menos a cuatro, y conforme auto y al tiempo de los dichos catorce o quince años que aquí están en este convento han cumplido su penitencia y condenación”68.

      Destacaban también las religiosas la pobreza en la que vivían, dado que los claustros a los que habían sido encomendadas no estaban obligados a proveerlas económica y materialmente, haciendo con esto intolerable su profesión y “padeciendo excesivos trabajos en casa ajena siendo nosotras hijas y nietas de conquistadores y teniendo nuestras dotes en nuestro convento”69. Las religiosas payanesas argumentaban que la pobreza que vivían en sus nuevos conventos era injustificada, dado el alto rango de su proveniencia y los esfuerzos hechos por sus padres para dotarlas, siendo justo para ellas el goce de estas dotes en el claustro de su profesión. ¿De qué vivían las monjas desterradas? Los dineros para su manutención provenían de un subsidio de mil pesos otorgado por la caja real; subvención que, como mencionaban los oidores quiteños, resultaba penosa frente a las obligaciones económicas a las que debía hacer frente la Audiencia de Quito. Por tal razón, el insistente interés de dicha corporación por lograr que el obispo Vallejo permitiera el regreso de las monjas a su ciudad de origen.

      Vallejo, no obstante, presentó la siguiente explicación ante la audiencia para impedir el retorno de las monjas: su ligera inclinación pasional las hacía propensas a olvidar de nuevo el camino de dios y retornar a los brazos del demonio, protagonista constante de la cristiandad, alejado del bien y de los placeres del paraíso, siempre al acecho para conducir al pecado a los débiles y excluirlos de la salvación. El argumento del obispo remite a la relación mujer-demonio, al considerarse a la primera, por sus evidentes liviandades, como más propensa que los hombres a sufrir la seducción del selecto panteón demonológico70. El regreso de las monjas obligaba al obispo a lidiar con la presencia del demonio, entendido este a través de la cópula carnal, el cual aparecería, además, por las malas condiciones en las que se encontraba el convento de la Encarnación y por la “gran libertad de la tierra y suma pobreza”71, situaciones que conducirían a la corrupción de las monjas que residían en el dicho recinto: “Y sin embargo de que hay pocas monjas que en este convento hay y las que hubiesen de venir son esposas de Jesucristo y juntas todas sin las condiciones dichas serán esposas del demonio”72. La negativa del obispo se explica, siguiendo a Antonio Rubial, por la idea de que el sacrilegio merecía un castigo continuo y perpetuo más que la condescendencia religiosa73. Ahora bien, las monjas afirmaron que el obispo Vallejo, como su antecesor, había tenido diversos inconvenientes con aquellos familiares que habían utilizado su influencia para aliviar su destierro: “Fray Ambrosio Vallejo está enemistado con un pariente de nosotras que es [el] que nos procuró la cédula de su majestad y la bula de su santidad por ser él este pariente que se duele de nuestros trabajos, por saber que gusta que volvamos a nuestro convento”74; argumento que, junto a los otros ya presentados, permitía a las monjas denunciar las pasiones del obispo Vallejo en su contra.

      EPÍLOGO

      ¿Fue posible el retorno de las monjas? María Isabel Viforcos Marinas75 afirma que, para 1631, las monjas habían vuelto a su convento, en contra del sentir del obispo Vallejo; no obstante, no se encontró ningún documento que demuestre esto. En 1638, una real cédula enviada a los oidores quiteños para averiguar por los medios de sustento del convento de la Encarnación de Popayán, mencionaba la necesidad de que “se haga que vuelvan las [monjas] desterradas en el convento de la Concepción de Quito”76; y otra cédula, esta vez de 1641, aprobaba la ayuda que los oidores y oficiales de la audiencia de Quito habían prestado “a Febronia de Santa Lucía, monja del convento de la Encarnación de Popayán enviada al de Santa Catalina de Quito”77. Un silencio histórico se cierne, así, finalmente, sobre el destino de las señaladas sacrílegas payanesas.

      Toda una sociedad entra bajo sospecha cuando este tipo de escándalos religiosos salen a la luz, haciendo palpables las tensiones, los pactos y los bandos a favor o en contra de los implicados. Los sucesos del convento de la Encarnación demuestran el tipo de interacciones que en la época existían entre corporaciones civiles y eclesiásticas y las formas como la ciudad se movilizaba ante los episodios de escándalo que circulaban por el rumor y el miedo78; como lo planteó Michel de Certeau en su estudio sobre las ursulinas posesas de Loudun, el eco que tienen estos sucesos que envuelven a los claustros y los conventos en las sociedades provinciales provoca la exposición de antiguos conflictos de intereses y rivalidades de los grupos implicados, reajustando con esto las tensiones locales que encuentran en el “debate público entre Dios y el Diablo”79 ocasión propicia para reacomodar el equilibrio de poder.

      Sin restarles protagonismo a las religiosas de la Encarnación, sin duda el papel principal del escándalo conventual se le debe atribuir al comportamiento y a las acciones emprendidas por el obispo Juan González de Mendoza. Las palabras de las monjas, de los vecinos payaneses, de algunos de los jueces y oficiales reales implicados en el caso, dan cuenta de su difícil carácter, de la dudosa actuación de su sobrino y protegido, Diego de Mendoza, quien fue también su provisor, y de la manipulación y amenaza con miedo y tormento con la que obtuvo los testimonios con los que fortalecía su proceder y sus decisiones. Ya en 1610, el deán Juan Montaño había advertido a la audiencia y al rey de su extraño comportamiento, de su actitud ceremonial y altiva, y de la poca consideración y afecto que tenía para con su clero y feligresía: “De su boca no hay religioso, monja, clérigo, hombre, mujer casada ni doncella ni de dicho cualquier estado que sea buena y a quien no levante mil testimonios tocantes a su porfía, además de esto se vale para su servidor y parecer de los más delincuentes que hay