Jorge Enrique Salcedo Martínez S J

Historias del hecho religioso en Colombia


Скачать книгу

y si había religiosas que se dirigían al convento de Santo Domingo a comer y merendar en altas horas de la noche. Esta explicación brindada por las monjas bien permite apreciar que, en términos de jurisdicción eclesiástica, los conventos femeninos estaban sujetos o a la autoridad de sus émulos masculinos o, en el caso de las fundaciones conventuales que se presentaron después del Concilio de Trento, a los obispos y arzobispos15. A pesar de estas consideraciones, los argumentos de las monjas revelan: 1) que no consideraban estar sujetas al ordinario, es decir, a la jurisdicción del obispo o de su correspondiente cabildo catedral, sino al provincial de la orden agustina, desconociendo con esto que su fundador había sido un anterior obispo de Popayán; y 2) que al no estar presente un provincial o, en este caso, el obispo, la profesión de fe de varias de ellas no se había realizado, por lo que no eran religiosas todavía y, por ende, no debían seguir la regla de clausura que por obligación debían acatar y respetar.

      Así, frente al aviso de la presencia dominica en la Encarnación, llegó el deán a las puertas del convento, siendo recibido por la priora, quien le confesó que había dos frailes en el interior del espacio claustral, en la huerta, por lo que Montaño, junto con otros clérigos y el notario, entró al convento para apresarlos, momento aprovechado por las monjas para esconder a ambos frailes debajo de los colchones de una religiosa que se encontraba enferma. Esta situación dio inicio al primer proceso que juzgó a las monjas de la Encarnación y en el que se empieza a denotar su desafío a las autoridades eclesiásticas y su doble defensa, por un lado, de la pertenencia jurisdiccional de su convento y, por otro lado, de su rol como religiosas. Por no haber obispo —para 1608 aún no había sido nombrado nuevo prelado para Popayán— le correspondió a Montaño servir de juez al ser el provisor en sede vacante, encontrando a tres religiosas culpables de violar la clausura, a las que sentenció a seis años de cárcel, privadas del velo negro y del voto perpetuo. Respecto a los frailes, el cabildo eclesiástico no podía juzgarlos, dado que no tenía jurisdicción eclesiástica sobre las órdenes religiosas masculinas. Montaño mencionó que en general existían en el obispado 11 conventos que vivían en continua relajación, derrochando dinero y viviendo en el total escándalo al no guardar la clausura de forma debida. He aquí una primera clave que nos permite ir entendiendo la vida disoluta en la que se encontraban los claustros payaneses16, pues el encontrarse lejos de sus provinciales, ubicados en una zona geográfica que a principios del siglo XVII se caracterizaba por la dificultad de comunicación y la debilidad de las autoridades civil y eclesiástica, pudo haber permitido que la disciplina y la regla eclesiástica conventual fueran debilitándose poco a poco.

      Como medida preventiva se colocó en la puerta de la iglesia del convento un auto en el que se señalaba la prohibición de visitas y conversaciones ordinarias entre las monjas del convento y cualquier persona seglar o eclesiástica de la ciudad, aunque fuera familiar de alguna de las religiosas. Sin embargo, el cabildo eclesiástico tenía la leve sospecha de que las religiosas mantenían sus vínculos con los frailes, pues se supo que ante los castigos que impuso el deán corrían las monjas a ser absueltas de las censuras por los dominicos.

      Hablemos de las tres monjas acusadas: la priora del convento, María Gabriela de la Encarnación, y las monjas profesas, Margarita de Jesucristo y María Magdalena de la Purificación, quienes, en voz de la primera, por ser su priora, manifestaron en el primer interrogatorio que recusaban a su juez por no corresponderle la jurisdicción regular sino la ordinaria. A pesar de este recurso brindado por el derecho, el deán, junto con su cabildo eclesiástico, levantó 17 cargos de rompimiento de clausura, vida disoluta y relajamiento de las costumbres religiosas a las tres monjas —la mayor parte de los cargos recayeron en la priora—, ante lo cual fueron declaradas las siguientes sentencias:

      1. Para las tres monjas mencionadas: despojo y privación de su hábito, quedando con el velo blanco; privación de voto activo y pasivo, con lo que no podían elegir ni ser electas en ningún cargo en el convento; pérdida de la antigüedad en el convento, coro y refectorio; prisión y aislamiento por seis años en una celda cuya puerta estuviera tapiada con lodo y con un torno para que pudieran comer; y, terminado este presidio, quedarían en condición de donadas, haciendo los oficios de la cocina.

      2. A la priora y a todas las monjas del convento, por sus desobediencias con el cabildo, se les ordenó ayunar los miércoles y viernes con pan y agua; rezo los viernes de los salmos penitenciales con sus letanías; y prohibición para ser electas como prioras por un tiempo de seis meses.

      3. A todas las monjas se prohibía por dos años la entrada al locutorio y entablar conversación con cualquier persona sin licencia episcopal; además de no permitírseles el tocado con copete ni ningún tipo de ornamento más allá del blanco y negro, ni que criaran cabello alguno. Aquella que fuere pillada con tocado o con cabello recibiría un castigo por seis meses continuos en el cepo17.

      A pesar de estos evidentes castigos, las tres monjas habían continuado con sus apelaciones, dirigiéndose al cabildo catedral de Santa Fe, gracias a fray Antonio Badillo, prior del convento de san Agustín en dicha ciudad, quien presentó su caso ante esta corporación, que dio la orden de que fueran liberadas de sus prisiones18, dado que se consideró como insuficiente el derecho jurisdiccional del deán y se aceptó el argumento de no profesión por falta de provincial presentado por las religiosas. Este primer momento da cuenta de las continuas tensiones que se podían gestar por la falta de claridad y la incomprensión de la potestad jurisdiccional en los claustros femeninos, pero también indica la posibilidad que tenían las religiosas de pedir la procuración de cercanos que pudieran abogar por sus procesos.

      Así, el electo obispo de Popayán, fray Juan González de Mendoza, encontró libres en 1610 a las religiosas de la Encarnación, iniciando con la llegada de este personaje reformador y autoritario un capítulo nuevo dentro del juzgamiento de las monjas, quienes le habían ganado el pulso del proceso al deán Montaño al ser liberadas. Llegado el obispo, como lo dispone el derecho común, este se dedicó a corregir, visitar y castigar a las monjas y a los dominicos implicados, dada la ausencia del superior regular de ambas órdenes19; además envió diversas cartas a la Audiencia de Quito y al rey, pidiendo ayuda para avanzar en el proceso judicial contra los implicados y excomulgó a aquellos vecinos que apoyaban a las monjas o a los que se comprobó que habían ingresado, como los dominicos, al convento.

      Todo el proceso liderado por el prelado contó con dos interrogatorios realizados por el obispo a las monjas; un juicio civil ejecutado en 1611 por Diego de Zorrilla, juez pesquisidor enviado por la Audiencia de Quito; y una investigación hecha por el general de la provincia dominicana de Santa Catarina contra los frailes dominicos culpados de violar la clausura conventual y de sembrar ideas heréticas en la profesión de las monjas. ¿Por qué, dado el argumento de las monjas sobre la jurisdicción y la sentencia del cabildo eclesiástico de Santa Fe, continuó el obispo con el proceso? Porque el 7 de abril de 1611 el prelado recibió una carta del prior del convento de San Agustín de Cali, que sería, según los argumentos de las religiosas, su provincial, en la que le autorizaba y daba licencia para castigar a las monjas de la Encarnación20; y porque, según se da cuenta en un documento que revela el largo proceso cursado por los vecinos de Popayán contra el prelado en la Audiencia de Quito, en 1611, González decidió “resucitar las cosas antiguas del sacrilegio que diferentes personas así seculares como eclesiásticas habían cometido en el convento de monjas”21. Solicitó entonces a la Audiencia de Quito un oidor que revisara el caso y sirviera de juez, y presentó un informe en el que daba cuenta de los “desórdenes pasados” que se habían presentado en el convento y que eran conocidos por el virrey en Lima22.

      No obstante, el primer pulso entre González de Mendoza y las monjas de la Encarnación se dio en 1610, año en el que el obispo había decidido visitar el claustro para investigar los sucesos de sacrilegio y quebrantamiento de la clausura, encontrándose con que la priora suspensa le impidió la entrada al claustro porque ella, junto con varias de las religiosas del convento, no reconocían su autoridad. Tras esta visita, el prelado decidió castigar con el cepo a la priora suspensa María Gabriela de Salazar y a la profesa Isabel de Jesús, ambas hermanas de sangre, quienes no obstante la autoridad de su juez quemaron el cepo hasta que quedó hecho ceniza y se liberaron de su prisión. El administrador provincial y vicario