Jorge Enrique Salcedo Martínez S J

Historias del hecho religioso en Colombia


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al confesionario, los saltos nocturnos de los muros del convento, los pequeños orificios hechos en las paredes para el susurro de las palabras de amor eran manifestaciones factuales que simbólicamente se convertían en las exteriorizaciones de las pasiones femeninas conventuales, en la esperanza vital que iluminaba la lúgubre y rígida vida de la clausura, en la intrepidez mujeril capaz de sobrepasar obstáculos, fueros y sanciones para vivir la dicha sexual y emocional. Así que cualquier tipo de cercanía cotidiana con cualquier hombre podía jugar en contra de la reputación de religiosas de intachable conducta por la generación de habladurías y escándalos.

      Veamos algunas de las acusaciones “devocionales” referidas en los expedientes del proceso. Don Cristóbal de Mosquera fue visto “infinitas veces en la puerta seglar abrazándose y besando a la dicha doña Ana de los Reyes”52; doña Isabel de Jesús había sido sacada de su clausura por don Domingo de Aguinaga, “llevándola al locutorio […], donde la había tenido más de dos horas […], y se habían estado todo aquel tiempo encerrados y que es fácil de colegir lo que hacían a solas y encerrados”53; ya en otra ocasión habían sido vistos por Gabriel de Morales, vecino de la ciudad, quien por la puerta entreabierta del convento había visto a la dicha religiosa que “tenía alzadas las faldas” y Aguinaga “la estaba besando y él pegado con ella un cuerpo con otro de suerte que le parece a este testigo que estaba en acto carnal con ella”54. Respecto a estos dos se informó también que estando Aguinaga enfermo, la religiosa salió del convento a verle y fueron más de tres las veces que vieron al mencionado amante entrar y salir del claustro. También fue vista consumando acto carnal en el gallinero del convento a la monja donada, Ana de Santa Lucía, con Francisco Gutiérrez, “mala vida” y sirviente que era del escribano Francisco de Vega55. Otras implicadas en este tipo de señalamientos fueron doña Blanca de Maldonado, doña Elvira de Vargas y Juana de Ávila.

      Un asunto más vino a colación: los embarazos furtivos y la presencia de criaturas nacidas de estas relaciones carnales, de quienes muy poco dicen los documentos respecto de su destino. Uno de los testigos del proceso, Álvaro Botello, cura beneficiado de Popayán, a quien el deán Montaño definió como “clérigo díscolo y desecho del obispado”56, señaló a Brígida de la Concepción de tener “devoción muy apretada” con Martín de Verganzo, del cual había quedado preñada; la india Juana, testigo también, al respecto afirmó que la dicha religiosa estaba muy gorda “siendo ella muy flaca”57 y que su parto fue asistido por su madre, Ana de Alegría, quien fue señalada en otros testimonios como la partera de las monjas y la encargada de cuidar de los recién nacidos. Isabel de San Jacinto también fue relacionada por la testigo de tener relaciones ilícitas con el padre Juan de Castro, de salir del convento en repetidas ocasiones y de quedar embarazada y parir en el convento, pues le constó a la dicha india Juana el escuchar “llorar a la criatura”. Esta misma acusación fue levantada contra Bárbara de Francisco –hija del antiguo gobernador de Popayán don Pedro de Velasco–, Margarita de San Francisco, Andrea de San Pedro y Mariana de San Lorenzo; de esta última la india confirmó que le había sido quitada su virginidad, pues en “la mañana de la noche que sucedió lo susodicho esta testigo vio la sangre”58.

      Iguales y contundentes testimonios dieron Germana, Magdalena, Catanota y Juanilla, india y negras esclavas criadas de varias religiosas del convento. Acusadas además serían Ana de San Juan por devoción con don Cristóbal Ponce de León, quien entraba al convento por una escalera puesta en la huerta; la priora doña María Gabriela de Salazar por devoción con fray Antonio Guerrero, prior de Santo Domingo; y María de los Ángeles Mosquera por devoción con Antonio de Acosta, quienes fueron vistos encerrándose en el aposento del torno “y estuvieron juntos solos harto tiempo”59. Pensar en las anteriores acusaciones debe ubicarnos en el universo de las representaciones de lo sexual y del cuerpo femenino, pues pertenecer al género considerado como inferior implicó para las mujeres del antiguo régimen habituarse en la mayoría de los casos a los roles sexuales asignados por la Iglesia, la sociedad y la familia. Estas acusaciones permiten además pensar en el sentir de las mujeres dedicadas a la vida religiosa.

      En el nuevo interrogatorio que las religiosas payanesas ya instaladas en los conventos de Pasto y Quito rindieron ante el provincial dominico, el arcediano y el secretario de la catedral de Quito, se evidencian elementos reveladores con respecto al caso, las acusaciones y los testimonios. Inicialmente, varias de las monjas revelaron ante sus nuevos jueces que, estando ya en libertad, lejos del obispo, podían hablar con la plena verdad para así echar para atrás los perjurios y mentiras que habían levantado contra sí mismas y contra los religiosos dominicos: “Unas de temor de tormentos que les dio el señor obispo de Popayán y el dicho provisor y otras por amenazas que se les hacían de que se le habían de dar”60. Según la declaración de las monjas, dos fueron los instrumentos de tormento ubicados en el refectorio del convento de la Encarnación para torturar y amenazar a las religiosas: “Un burro de dar tormento […] un palo que llaman mancuerda con un negro que apretaba unos cordeles por los brazos y pechos”61. Para la ocasión tenía preparado el obispo un memorial en el que se incluían los delitos cometidos, documento que era leído por su sobrino Diego ante cada religiosa que decidía según la valentía aceptar cada cargo; adicional a esto, González de Mendoza indujo en el confesionario a varias de las monjas con las siguientes palabras: “Si vosotras declaráis contra estos dominicos que han predicado y enseñado que no sois monjas ni válida dicha vuestra profesión y que el pecado de deshonestidad que hubiereis cometido no es sacrilegio sino simple fornicación no os desterraré de este convento y no seré tan riguroso en vuestras sentencias como las demás”62. Así, la tortura, las insinuaciones, las amenazas y el miedo jugaron en contra de varias monjas que, arguyendo ser flacas y miserables y por ende débiles, decidieron admitir las acusaciones del obispo y acusar a civiles y frailes dominicos.

      Las emociones provocadas por la amenaza que se cernía sobre sus cuerpos y almas provocaron que las religiosas decidieran protegerse entre sí, aceptando todos los cargos del obispo para evitar el destierro; pedirse perdón mutuamente en medio de llantos y abrazos, acusándose entre ellas, como narra Ana de la Cruz: “Conviniéndose hermanas si queréis abrazos del obispo decid contra los frailes porque con esto se le quitará el enojo y decían unas con otras hermanas levantadme vos a mi testimonio que yo te levantaré a vos y con esto nos libraremos del tormento”63; y escribir a los frailes contra quienes habían levantado falso testimonio, como señal de arrepentimiento y culpa por haber sido inducidas a aceptar falsedades y a violar sus conciencias y profesión religiosa.

      De las 14 testigos interrogadas menos de la mitad confesaron haber sido torturadas; es el caso de Brígida de la Concepción, “de cuyas señales de haber recibido el dicho tormento hizo manifestación y se vieron en los brazos por nosotros jueces y notarios”64; Margarita de Jesucristo, quien fue puesta desnuda en el burro para que declarase y puestos en sus manos los cordeles de tortura; Ana de San Juan, que fue desatada del burro en el momento en el que decidió firmar su testimonio; y la priora, María Gabriela de la Encarnación, a quien el obispo amenazó que “la había de matar en el tormento si no declaraba contra los dichos religiosos y otros de otras religiones”65; esta última mencionaría, además, que ella y sus religiosas fueron parte de una persecución enconada del prelado payanés para hacerlas culpables de graves mentiras y acusaciones que contenía el memorial y que no existieron las mencionadas devociones amorosas, ni las ideas heréticas enseñadas en el convento, ni las relaciones carnales, ni las escapadas del convento, ni los refugiados amantes en las celdas, ni abrazos, ni besos, ni pasiones, ni sacrilegios, ni quebrantamientos de la clausura. No obstante, no se hizo mención al hecho que dio inicio al escándalo: la presencia nocturna y prohibida de los dos frailes dominicos en el claustro. Vale la pena mencionar que sobre los dominicos implicados varias de las monjas afirmaron conocerlos por ser predicadores de la doctrina y por ser algunos de ellos sus confesores. Este último elemento bien hace pensar que el obispo intentó con esto separar a las religiosas de sus guías espirituales para así conseguir con facilidad sus inculpaciones.

      ¿Cómo entender toda esta suma de testimonios y señalamientos a favor y en contra de las monjas? El imaginario religioso de la época se cimentaba en la idea de la prohibición de la libertad carnal, en la cual podían