de considerar que se trata de dos fenómenos que, a finales del siglo XIX, son relativamente nuevos. Captar, representar y utilizar la imagen de lo real como factor de la expresión, por un lado, y «subrayar la mediación del sistema artístico en el conocimiento de la realidad»,10 al tiempo que se cuestiona la relación mimética del arte con lo real, por el otro, son dos tareas prácticamente inéditas. Es cierto que el realismo pictórico y la aparición de nuevas técnicas de grabado alimentaron ya antes de la fotografía y luego, paralelamente con ella, un «espíritu» documentalista, pero no es hasta la llegada de la técnica fotográfica cuando este «espíritu» encuentra una tecnología capaz de hacer efectivas sus metas ideales y establecer la posibilidad de trabajar directamente con imágenes de lo real, lo que hace pensar que se ha traspasado la barrera de la representación y se ha pasado a maniobrar la propia realidad a través de sus réplicas, una impresión que el cine no hace sino acrecentar y, en gran medida, lleva a sus últimas consecuencias. Tampoco es menos cierto que el espíritu vanguardista se pone en marcha en el momento en que en el siglo XVIII culmina el desarrollo de la música instrumental y «por primera vez en la historia de la estética de occidente se consideró que un arte que subordinaba los mensajes didácticos y las representaciones de contenidos específicos a formas puras era un arte profundo».11 Este decantamiento del interés por la formas puras en la música se adelanta más de un siglo a las formas vanguardistas de la imagen, que, en este sentido, aparecen claramente como un gesto antitético al documentalismo. No obstante hay que tener en cuenta que en el cine, esta antítesis parece diluirse o, en todo caso, complicarse, puesto que en él la imagen de la realidad sigue siendo el material básico. Convengamos, pues, en que hay antecedentes claros del documentalismo y del vanguardismo antes de que estos cristalicen en la fotografía y en el arte para ir a desembocar en el cine, pero consideremos estos antecedentes como prueba de la complejidad que caracteriza la evolución de los medios, sin dejar de lado el hecho de que, en última instancia, suponen una novedad que en el cine se pone especialmente de relieve.
Novedad y tradición confluyen pues en el fenómeno cinematográfico dando lugar a múltiples contradicciones que son las que nutren el desarrollo de sus formas expresivas, sobre todo en los primeros momentos. En todo caso, reconozcamos que el cine no inventa nada, sino que más bien pone al día una complicada herencia. Está claro que, en esta puesta al día, se encuentran los gérmenes del desarrollo del medio que lo llevarán a desembocar en la verdadera revolución audiovisual de finales del siglo XX, donde se produce ya un indiscutible cambio de paradigma.
Por este camino, podemos empezar a comprender el cine como el fenómeno plural y complejo que es, así como su sustantiva interdisciplinariedad, lo que nos permitirá situar en su justa medida la aparición en el ámbito de este de una forma relativamente nueva como es el film-ensayo, que surge cuando el revuelo que supone la posmodernidad agita la estructura neoclásica imperante hasta entonces y permite que suban a la superficie los verdaderos entramados, híbridos y mestizos, que forman el fenómeno cinematográfico y que esa imaginación neoclásica había tradicionalmente escondido. Todo ello para ir a converger en el nuevo paradigma del llamado audiovisual.
La desembocadura del teatro en el cine está bien documentada, pero en cambio no lo está tanto la de la literatura, al margen de las consabidas referencias de Griffth y Eisenstein a Dickens. No se trata tanto de establecer una cronología de las adaptaciones de obras literarias, como de constatar que la práctica cinematográfica acarreaba en su propio acontecer una actuación renovada de la práctica literaria (así como, en mayor o menor medida, de las otras prácticas correspondientes a los otros medios). Esto se producía de manera preponderante en el cine de ficción, incluso, por supuesto, en aquellas obras que nada tenían que ver con la literatura. El cine, en un primer momento, transitaba y hacia suyos, transformándolos, dos ámbitos literarios: uno era el del imaginario del relato, que la imagen cinematográfica convertía en visible y en directamente manipulable; el otro correspondía a la retórica, en especial a la encarnación de la fábula de forma opuesta a su simple plasmación. En este último sentido, el cine tardó en ser descriptivo, puesto que primero, y antes de nada, vino a plasmar el ideal que la novela había extraído del teatro: la dramatización, es decir, la creación de la historia desde dentro en lugar de su explicación desde fuera. Los dos ámbitos para-literarios se comunican en el cine, ya que es precisamente la visualización, en un principio teatralista, del imaginario la que permite que se encarne dramáticamente en lugar de ser descrita, quizá más «literariamente».
Se acostumbra a valorar este proceso de encarnación por encima de las simples plasmaciones o descripciones, que se consideran fórmulas de segunda categoría. Se trata de un prejuicio que recorre gran parte de la crítica literaria moderna, empezando por el mismo Henry James, y que tuvo su más claro exponente en Lukács, cuando oponía el Tolstoi narrador al Zola descriptor. Lo cierto es que en el cine la facilidad «narradora», la desenvoltura con la que se encarnan las situaciones y los personajes, acabó anquilosando el sistema clásico, dándole la apariencia del único posible y escondiendo el hecho de que ese proceso de encarnación de sus historias no era más que una ilusión superficial propiciada por las propias características del medio. En estas circunstancias, cualquier movimiento hacia la descripción, hacia la distancia, hacia la creación de una densidad de las imágenes que proviniera de la visión de la realidad como algo ya terminado susceptible de ser interpretado, debía leerse como un avance y no como una regresión.
El documental es esencialmente descriptivo, aunque pretenda captar lo que se está produciendo en ese mismo momento, algo que, por otro lado, no fue muy habitual hasta la llegada de la televisión, y para entonces el documental ya se había transformado en otra cosa. Que el documental sea idealmente descriptivo no quiere decir que lo haya sido siempre. En realidad, son pocos los documentales que no se han visto arrastrados por la condición narrativa que el cine más comercial impuso como forma prácticamente hegemónica en el mundo: los documentales de Flaherthy, los de la escuela inglesa (de Griergson a Humphrey Jennings y Basil Wright) son todos ellos claramente narrativos, aunque se expongan al público como descriptivos. Si acaso, fue la televisión la que despojó al documental de esta tendencia narrativa, junto al toque poético y a la tendencia experimental que lo acompañaba desde su aparición. Y al decantarlo hacia lo periodístico, a lo simplemente informativo, hizo que se convirtiera en más descriptivo, hizo que fuera más propenso a la constatación de un acontecimiento, con todos sus aditamentos documentales, que a su reconversión narrativa.
Lukács constata, en el primer tercio del siglo XX, el surgimiento de la forma reportaje como una reacción al psicologismo que regía la novela realista burguesa. Pero, si bien le reconoce al reportaje una serie de cualidades liberadores, concluye que su incapacidad por comprender el conjunto de lo social le lleva al fetichismo de los hechos objetivos que lastra la versión novelística de este y anula los efectos positivos que podía tener como forma general. La novela realista tenía en el psicologismo –la subjetividad de los personajes– la argamasa necesaria para congregar la serie de acontecimientos que conformaban la trama. El mundo no tenía sentido, si no era a través de las perspectivas personales, conjuntadas, eso sí, por un narrador omnipresente. El reportaje, sin embargo, le daba protagonismo a las cosas externas, objetivas, prescindiendo de la impresión que causaran en los personajes. Se trataba de un cambio anunciado a tenor de las nuevas ideas científicas, decantadas hacia el positivismo, que se iban imponiendo en la sociedad. Cuando Lukács habla de la nueva forma del reportaje parece referirse de hecho al cine documental: «El verdadero reportaje no se contenta con representar simplemente los hechos, sus narraciones siempre dan un conjunto, descubren causas, provocan deducciones».12 El movimiento contra el psicologismo iba incluso más allá de la novela, alcanzaba otra forma distinta, el cine, como puede verse en el hecho de que incluso el cine heredero de la novela burguesa apela a los hechos plasmados en imágenes, a la acción externa en lugar de a la introspección. Pero la idea de reportaje como renovación de la forma de narrar salta incluso por encima del cine novelesco y apela a un nuevo cine que se denominaba documental. El propio Lukács reconoce que este salto adelante no es un garantía de verdadera renovación:
La mayoría de los representantes de la novela de reportaje y en especial sus fundadores eran pequeño-burgueses opuestos al capitalismo, pero no eran revolucionarios proletarios (…) Quieren representar lo objetivo de forma puramente objetiva