Sé también que no soy el tío más famoso del mundo. La gente no lanza rumores sobre hámsters atascados en mi recto, ni nada por el estilo. Hay quienes están convencidos de que he saboteado voluntariamente mi carrera con algunas de mis decisiones «profesionales», pero no es así. Nunca he querido ser famoso por el simple gusto de ser famoso. Me propuse hacer algo bueno en este mundo, lo mejor que pudiese, y ése es el único objetivo. Vamos, que hago solo lo que quiero hacer y dedico una cantidad de tiempo enorme a decir que no a las estupideces que me piden que haga y que sé que no me convienen. No soy un tío famoso de verdad, y esos son los que suelen escribir libros sobre sus vidas, pero aun así he pasado por unas cuantas situaciones y he decidido que ha llegado el momento de ponerlas por escrito. Ésta no es la historia de alguien famoso. Es solamente la vida de un tío (uno que además se ve de vez en cuando metido en situaciones similares a las de la vida de un tío famoso). Ponerse a hacer esto tiene una carga inherente de EGO, de QUÉ IMPORTANTE SOY, que me hace sentir incómodo. Pero no me habría puesto a ello si no creyese que la mía es una historia bastante peculiar. No soy tan importante.
Gracias a la educación que recibí, ridícula, trágica a veces y siempre inestable, me fue concedido un don, el de una inseguridad abrumadora. Una de las cosas que se le nota enseguida a la gente con problemas mentales es el ensimismamiento continuo. Creo que se debe a que tienen que esforzarse por ser quienes son y les cuesta muchísimo ir más allá. Yo no soy la excepción. Pero afortunadamente he encontrado la manera de hacer frente a mí mismo y a mi familia tratándolo todo y a todos como un proyecto artístico en constante renovación para disfrute de todos vosotros. ¡Disfrutad! ¡De nada!
Por otra parte, y teniendo en cuenta la historia de mi familia, es muy posible que el ecuador de mi vida haya quedado atrás hace ya algún tiempo. Por eso creo que quizá sea mejor escribir todo esto ahora, por si resulta que no escapo a la norma. No quiero ir posponiéndolo mucho más tiempo.
Por lo visto hay varias maneras de enfocar este asunto. Podría escribir en plan «poético». Algo así:
De pie frente al porche, fui consciente del penetrante olor de la hierba recién cortada. Podía también oír el quedo zumbido de los cortacéspedes por todo el vecindario. El aire acondicionado descargaba sobre mí, y yo, entretanto, esperaba. Mary bajó al fin. Nunca llegué a entrar en la casa. Rompió conmigo allí mismo. Regresé a casa acompañado por el canto de las cigarras, ajenas a mi dolor.
O podría incluso darle otra vuelta de tuerca y hacerlo verdaderamente florido. Tal que así:
A lo lejos se entreoye el tenue zumbar de las segadoras. Mozos bronceados y de pechos lampiños sudando al sol, entregados a una última y genuina actividad física antes de cargar con sus petates rumbo a Yale o a Brown. Puedo oír los pasos de Mary al bajar las escaleras, titubeante. Tengo un grillo (no, un saltamontes) junto al zapato. No sé qué es lo que Mary siente por mí, pero este chiquitín sí ve lo que realmente soy. Conectamos por un instante, y luego se aleja de un brinco. Ahora estoy solo. Aparece Mary. Va a romper conmigo, puedo verlo en su rostro. Está a punto de tomar el amor desatado y absolutamente incondicional que le he ofrecido para estrellarlo contra el suelo, donde se desintegra en miles de añicos inservibles. Me hago a la idea. Me hago a la idea. (Fin del capítulo.)
O bien podría ser sincero contigo. Algo así como:
Un día de julio fui a casa de Mary a pasar con ella un rato. Me abrió la puerta, pero no llegué a entrar nunca. Rompió conmigo en el porche de la entrada.
No quiero malgastar tu tiempo con ñoñerías ni chorradas, así que por respeto a ti, dilecto lector, me ceñiré al estilo más directo.
Nunca me interesó llevar un diario. Bastante tenía con intentar vivir la vida, de modo que nunca escribí uno. Tampoco me sentía con ánimos de revivir buena parte de mi vida. Pero eso es precisamente lo que me hizo ilusión cuando mi amigo Anthony me rogó por milésima vez que escribiese un libro sobre mi vida. Llevo dentro un mecanismo extraño que se activa cuando creo que algo queda fuera de mi alcance: sé entonces que tengo que llegar hasta ello. Aunque suponga volver a procesar todo lo que mi selectiva memoria es capaz de recuperar.
En primaria fui un niño esmirriado y de pelo largo al que a menudo confundían con una chica y que siempre, siempre era el último o el penúltimo en salir escogido en los equipos de deporte escolar. Ahora soy un hombre adulto que pasa la segunda mitad de su primera crisis de la mediana edad oculto tras guardias de seguridad que intentan protegerle durante sus conciertos del acosador desquiciado de turno.
¿Cómo he llegado hasta aquí?
2
Qué tiempos aquellos |
Calla o muere
Soy hijo de un humilde mecánico. De alguien dedicado a la mecánica, vaya. A la mecánica cuántica. A mi padre, Hugh Everett III, autor de la teoría de los universos paralelos, lo conocí siempre como un hombre callado durante los dieciocho años o así que convivimos en la misma casa. Por lo visto, vivía deprimido por una infancia infeliz y por haber sido siempre despreciado como un chalado, y porque solo muy tarde (demasiado tarde) se había reconocido su genio. He aprendido mucho sobre él tras su muerte, a través de libros y revistas, mucho más de lo que podría haber aprendido nunca del centenar de frases que me dirigió durante aquellos dieciocho años.
El padre de mi padre era el coronel Hugh Everett Jr., del ejército estadounidense. Un tipo imponente, alto, calvo como una bola de billar y con una barbita de chivo minuciosamente recortada sobre el mentón. Como abuelo, fue un vejete encantador que me llevaba a ver pasar los trenes por Berryville (Virginia), la ciudad en la que vivía. De vez en cuando nos encerraba a mi hermana y a mí en el centenario armario de los abrigos, apagaba las luces y anunciaba que un fantasma llamado «el gran Gazunk» estaba a punto de aparecérsenos. Habrá quien diga que aquello era un maltrato terrorífico, pero yo lo recuerdo como algo divertido. Pero en los años cuarenta, mi abuelo obligó a mi padre a ir a una academia militar, algo que mi padre aborreció. El coronel se empeñó además en llamar siempre «Pudge»* a mi padre, que tenía propensión a la corpulencia. Tanto de niño como a lo largo de su vida adulta, mi padre fue siempre «Pudge» para su padre. Es algo que presencié muchas veces. Magnífica manera de generar autoestima. Como llamar a una hija coja «muñoncito». Bueno, quizá no tan bestia, pero aun así... bastante bestia.
La madre de mi padre era Katharine Kennedy, poetisa con un historial de problemas mentales. Cuando mi padre tenía solo ocho años el coronel Hugh y Katharine se divorciaron, algo que en los años treinta no era nada común. Mi padre nunca tuvo una buena relación con su madre, y nunca sintió mucha simpatía por ella.
No me extraña que Pudge no hablase mucho. Era hijo único, muchísimo más inteligente que los macacos que tenía alrededor: a sus trece años mantenía correspondencia con Albert Einstein y elaboraba conceptos inauditos sobre el hecho de que todo lo que puede suceder en este mundo está sucediendo en algún lugar. Mientras, su madre loca era alguien ajeno a su vida y su padre militar le llamaba gordo. Creció detestando la autoridad.
Katharine estuvo recluida en un sanatorio durante algún tiempo y murió poco después de nacer yo. En la buhardilla encontré un libro con sus poemas, titulado Música de la mañana. Copio parte de un poema titulado «Ésta fue la visión», publicado en 1937, cuando mi padre tenía siete años:
De pronto hubo música:
escuché; oí
algo borroso bajo la cadencia,
algo desesperado y lejano y fiero y dulce que llamaba...
algo cercano al núcleo de la Vida:
Vi vida en un mosaico, en dibujos como rosas
lanzadas nota a nota hacia una Cara...
bajo los acordes,
tendida hacia mí entre las notas
había