François-Xavier Putallaz

El mal


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podrá achacar defecto: el de «privación». No habrá, pues, «definición» del mal en sentido estricto ya que no se definen más que las esencias.

      ¿Qué es el mal?

      La pregunta se distingue de todas las demás todavía por otra razón, la más temible, que, lejos de hacer de ella una pregunta inconveniente, le da su alcance existencial. Pues si el mal no tiene esencia, ¿por qué razón nos preguntamos por él? Si la mente humana solo se preocupa por las cosas que existen y no le interesa lo que no tiene ser, ¿por qué interrogarse por el mal? Es porque una segunda pregunta se esconde detrás de la primera. Lo que pone en marcha toda inteligencia no es tanto «¿qué es el mal» cuanto «¿por qué el mal?». Lo que nos importa, a fin de cuentas, es descifrar ¿por qué me afecta esta enfermedad? ¿Por qué el cáncer se ha llevado a este joven? ¿Por qué la guerra de Siria devasta tantos pueblos? ¿Por qué la miseria de estos emigrantes que se enfrentan al Mediterráneo? ¿Por qué unos terroristas fanáticos lanzan un automóvil contra unos transeúntes en Londres? ¿Por qué se divorcia esta pareja, cuando lo tenía todo para tener éxito? ¿Por qué este fracaso arruina nuestros proyectos más nobles? ¿Por qué ha muerto mamá? ¿Acaso no es tanto el mal que golpea nuestras vidas cuanto su por qué?

      Incluso si las dos preguntas están relacionadas, incluso si la segunda depende de la primera, e incluso si el «qué» es una forma de preguntar «por qué», no es menos cierto que la experiencia del mal está agazapada tras el mal sobre el cual el espíritu se interroga. ¿Quiénes somos nosotros que, a fin de cuentas, sentados en este sillón, leyendo con relativa comodidad, quiénes somos para atrevernos a hablar sobre el mal? Simplemente atrevernos. ¿Quiénes somos nosotros, científicos, filósofos o teólogos, padres o madres de familia? ¿Quiénes somos nosotros, trabajadores de fábrica, amenazados por el desempleo, jubilados, enfermos o sanos, quiénes somos nosotros para hablar de Auschwitz, Alepo o del horror de la guerra? ¿Quiénes somos para hablar de la perversidad del mal? ¿Por quién nos tomamos, golpeados quizás en nuestras propias vidas, pero al fin y al cabo vivos, para hablar en nombre de los muertos? ¿Quiénes somos nosotros, torpes portavoces de los enfermos y de los que sufren, para abrir nuestras bocas, esbozar algunas palabras o pensar en el mal, cuando tanto sufrimiento anega a los seres humanos? ¿No sería más decente callar? Uno puede ya adivinarlo: este libro terminará en el silencio. Es la única opción real. Pero para alcanzar mejor este silencio, para hacerlo un poco más rico, un poco más denso, un poco más misterioso, debemos atrevernos a preguntarnos por el mal al tiempo que atendemos a una experiencia radical: la de la desgracia.

      Entre las dos opciones, uno debe tener la audacia de hablar, el valor de pensar y de decir algo ajustado y verdadero, unas pocas migajas, al menos, que iluminen el camino.

      ¿Qué es el mal?

      La pregunta es singular incluso por una tercera razón: no hay misterio del mal. Si bien hay misterio para todas las demás cosas de la vida, de la ciencia y del pensamiento: el amor, la libertad, el embrión humano, este girasol o la vida de los insectos, todo esto está lleno de misterio. Pero el mal no.

      Pero no existe un «misterio del mal» por la simple razón de que el mal no tiene esencia, ninguna densidad: en términos de vacío, de corrosión, es una «nada». Por lo tanto, es ininteligible: nada de ser en él permite que se le amarre la inteligencia para captarlo. No es que sea demasiado grande, al contrario, es demasiado nada.

      De ahí la inmensa paradoja de hablar sobre el mal, de elaborar una tesis respecto a ella, de construir una doctrina sobre él, o incluso de circunscribirlo: no hay definición de lo que conlleva déficit de ser. Nadie puede decir aquello que es, ya que el mal no tiene «aquello que». Por lo tanto, cualquier discurso sobre él tenderá a cosificarlo, a cosificarlo para hacer de él algo, a desnaturalizarlo de alguna manera, como si detrás del sustantivo de nuestros idiomas se ocultara una sustancia. En cuanto se habla de él, se le da una consistencia, impidiendo a la intención alcanzar su objetivo.

      Por el contrario, entendemos por qué no lo entendemos. No por exceso de inteligibilidad, como sucede con un misterio, sino por defecto de inteligibilidad, como pasa con un agujero: el mal es como la nada. Por lo tanto, la más mínima aparición del más mínimo mal en el más mínimo mundo seguirá siendo incomprensible: el mal es absurdo, porque cae bajo la jurisdicción de lo ininteligible.

      Lo misterioso, pues, no es el mal, sino su presencia. Lo que supera realmente la inteligencia no es el mal, sino la existencia de semejante grieta en el seno del bien, su articulación con aquello que es. El misterio no es tanto el mal, cuanto el sentido de la coexistencia de Dios y de tal privación, el sentido del fracaso posible o real de nuestros más bellos proyectos, las rupturas en el amor que solo busca durar, las deformidades que desnaturalizan la belleza, las epidemias que diezman las poblaciones, la muerte de los inocentes, y también la de los no-inocentes, las heridas infligidas a los niños y el llanto de esta madre por sus hijos.

      Pero lo más misterioso, lo más angustiante, lo más insoportable y, por desgracia, lo más seductor, es el daño producido por la libertad humana que induce mentiras y violencias, provoca las guerras, la traiciones, los robos y las rapiñas, las agresiones sexuales y tantos otros dramas. La letanía se extendería sin fin, tal vez infinitamente, menos infinitamente, sin embargo, que la larga cadena de acciones hermosas y alegres, aunque más visible, más impactante, más insoportable, pues uno se pregunta cómo es posible que los seres humanos realicen actos de tal atrocidad. Y no estoy hablando únicamente de los horrores que la humanidad ha producido desde siempre, con una extensión nunca parecida a la del siglo XX, sino que me refiero a lo más sorprendente: a estos pequeños actos del día a día, en el trabajo, en las asociaciones y en las familias. ¿Cómo es posible que, tratando de hacer lo mejor, uno llegue a dañar a los que ama? ¿No es un extraño funcionamiento de nuestro psiquismo que el amor produzca rupturas? Porque es siempre bajo capa de amor que el corazón humano se desgarra, que las familias se dividen, que las parejas se separan, que los cónyuges se alejan, que unos y otros, a veces con la más honesta sinceridad, animados con las más loables intenciones, se arrancan el corazón y dejan lamentablemente alejarse a sus seres queridos.

      En el conjunto de males y desgracias, este mal cometido a sabiendas por los seres humanos, el «mal moral», es sin duda el más singular, porque se adorna con los oropeles del bien: bajo la apariencia de «buena voluntad» o benevolencia se acurrucan las miserias más devastadoras. Lo sabemos desde hace dos mil años y cada uno lo experimenta a diario: en el momento en que hago el mal, nunca lo percibo como tal, sino que me persuado de estar haciendo lo mejor. Así pues, será necesario explicar esta extraña seducción.

      Lo haré un poco al final de este libro, pero comenzaré poniendo el acento en la objetividad del mal, continuando el análisis por la resonancia subjetiva que recibe en el corazón humano: el mal produce ordinariamente desgracia. El objetivo de este libro es distinguir claramente estos dos polos, primero el objetivo y luego el subjetivo, el mal por un lado y la desgracia por otro, para articularlos entre sí sin confundirlos ni separarlos. Porque la confusión se instala de manera inquietante tan pronto como uno reduce el mal solo a la resonancia subjetiva que provoca: uno se engaña a sí mismo imaginando que solo hay daño si uno lo experimenta. Confundir el mal y el sufrimiento conduce a esta ilusión: que bastaría con reducir el sufrimiento para vencer el mal. ¡Como si un analgésico curara una enfermedad! No es así. Y, sin embargo, esta forma de «pathocentrismo» se está extendiendo por todas partes en este inicio del siglo XXI, transmitida por corrientes filosóficas de moda como el utilitarismo, cuya naturaleza deletérea induce una buena conciencia engañosa: hace creer que bastaría con escapar del sufrimiento para