otros dos polos los que retendrán la atención de nuestro análisis. Ello no impide que el conocimiento del mal, bajo cualquiera de sus formas, sea necesario para que uno pueda experimentarlo, hacer de él experiencia, y por ello sufrir por él y llegar a ser desgraciado. Y por ello se adivina hasta qué punto una correcta apreciación del mal es decisiva, puesto que condiciona la reacción afectiva que le sigue. Si el diagnóstico es incorrecto y el médico o el laboratorio no han detectado ninguna enfermedad, el paciente estará tranquilo y feliz, pero a costa de una mentira. Por el contrario, un reportaje escandalosamente emocional desencadenará una ola de solidaridad en el mundo, pero a costa de una inadecuación de los medios de socorro a llevar al lugar, o del desprecio de otras situaciones tan urgentes pero menos cubiertas por los medios de comunicación: recuerdo que un terremoto en San Francisco, habiendo ocasionado únicamente daños materiales, despertó más emoción y movilizó más energía que el que acababa de abatirse sobre Mongolia dejando tras de sí un cortejo de víctimas mortales. Los terribles atentados en nuestras grandes metrópolis suscitan más indignación y movilizan más a la opinión pública que los cientos de cristianos coptos asesinados en Egipto. La percepción del mal se encuentra, por lo tanto, en la bisagra entre el polo objetivo y el polo subjetivo. Pero conocer el mal no es aún sufrirlo.
El médico que hace un buen diagnóstico no llora por él; al contrario, puede estar orgulloso de su trabajo. Si sufre por él, no es en razón del diagnóstico sino por empatía con el paciente. Algunos incluso dirán que, para resistir en este oficio-vocación, el profesional de la salud debe «protegerse», lo cual sería una garantía de lucidez, de eficacia y, por lo tanto, de amor hacia las personas.
Seguir un reportaje sobre un drama todavía no es sufrir por el suceso. Y existen las actitudes compasivas de superficie, que proceden más bien de la autosatisfacción que se excusa de no hacer nada. Más aún, en lugar de sufrir por él, sucede que uno se satisface con él, si no de la desgracia de los demás, al menos por el espectáculo ofrecido como si fuera un show.
Las imágenes del atentado contra las torres gemelas de Nueva York, el 11 de septiembre de 2001, se repitieron continuamente y se vuelven a emitir cada aniversario. Puede haber una forma no confesada de «deleite» en este «espectáculo», no en razón del sufrimiento de los demás, sino porque las imágenes no hacen daño: fueron buenas tomas. Y se podía ver el avión estrellarse contra la segunda torre gemela, personas desesperadas arrojándose por ventanas de un piso más allá del cien. Los telespectadores del mundo entero permanecieron pegados a su pantalla. Probablemente no padecieron por ello el menor sufrimiento. Más bien una extraña satisfacción, al menos la de no tener a ningún familiar involucrado en el atentado. No es el mal lo que fascinaba, sino el «buen espectáculo». Lo mismo ocurre con los chismes del vecindario que difunden malas noticias: «¿Sabes de lo que me he enterado? Pues que el vecino del cuarto, ...» o «el inquilino de la planta baja ...». Una vez más, la noticia no es un mal, sino información supuestamente cierta, que se difunde. No hace daño. Al contrario.
Sería igualmente triste que alguien sufriera al leer este libro sobre el mal. Uno tiene el derecho de esperar lo contrario: que encuentre en él al menos una satisfacción intelectual, algunas sugerencias, opciones para debatir, y que todo ello sea bueno. Idealmente, debería ser un buen libro sobre el mal. Si fuera a causar daño, a estar mal escrito, mal concebido, más valdría dejarlo estar cuanto antes y evitar añadir mal al mal en el mundo. Leer un libro sobre el mal no es experimentar todavía el mal. Para este fin, necesitamos un tercer factor, el más sensible, el de la afectividad, ya que solo ahí aparece la experiencia del mal.
El polo subjetivo: la desgracia
El mal real hace daño. Suele suscitar una respuesta afectiva: dolor, sufrimiento, tristeza, incluso desesperación. Es en este registro afectivo que lo experimentamos. Cierto, lo que es primero es el mal: la muerte, el fracaso o la enfermedad; pero este no toma su dimensión completa, ni apreciamos debidamente su alcance, más que en el momento en que resuena en el seno de nuestra subjetividad. Tal es, estrictamente hablando, la experiencia del mal. Y es por esta entrada que la mayoría de nosotros estamos embarcados en este asunto: es en el momento en el que sufrimos que se nos plantea la cuestión del «por qué»: ¿por qué este duelo?, ¿por qué este fracaso en la relación de pareja?, ¿por qué a mí?
Tal resonancia subjetiva nos informa menos sobre la objetividad del mal que sobre el valor que para nosotros tiene un suceso: llorar la desaparición de un amigo no nos hace tanto conocer la muerte cuanto la importancia que tiene el afecto que le tenemos a la persona querida. Podemos estar atormentados por la inquietud cuando no pasa nada peligroso, mientras miles de personas mueren en el mundo sin que nosotros lo sepamos y, más aún, sin que ello nos afecte.
Este polo subjetivo de experiencia tiene un nombre: es la desgracia. No se identifica ni con el mal ni con el mero conocimiento del mal: leer este libro, saber lo que han dicho algunos filósofos no hace a uno infeliz. Un buen diagnóstico no es una desgracia; llega a serlo en cuanto me concierne y afecta, o toca a alguien cercano. Cuánta gente lo ha vivido de esta forma: cuando, a continuación de unos exámenes médicos, el médico anunció a mi amigo que estaba afectado por un cáncer de ganglios linfáticos, por más que fuera un diagnóstico bien hecho, éste sintió que el mundo se tambaleaba a su alrededor. Cuando salió del consultorio y se encontró en la calle, tuvo la sensación opresiva de que el aire se había enrarecido, la respiración se le acortó, los transeúntes no eran más que fantasmas, el saludo a distancia de un conocido sonó como un sueño. Se sintió angustiado. Esto es la desgracia. Imaginemos que, por casualidad, el diagnóstico fuese erróneo y que el laboratorio se hubiese equivocado (esto es lo que, de hecho, todos comenzamos a esperar durante la importante fase de negación1 ), no por ello mi amigo habría dejado de vivir la misma experiencia. Percibimos, por lo tanto, la relativa independencia entre los dos polos, el objetivo y el subjetivo.
De ahí la importancia capital, no solo de la precisión del diagnóstico, sino de la manera en que un médico lo anuncia al paciente. La mayoría de las veces, especialmente cuando hay una larga experiencia, se hace como debe hacerse. Pero siempre hay algunos que, brutos y descorteses, «arrojan» el diagnóstico a la cara de la gente: son malos médicos, sea cual sea su competencia técnica. A la inversa, los hay que tienen miedo de anunciarlo y descargan la responsabilidad en el personal sanitario, o se esconden detrás de cartas o, peor aún, de correos electrónicos. (Este defecto se encuentra menos en la medicina que en algunos empresarios, pomposamente proclamados CEO, que comunican despidos por vía escrita a dos firmas). También en este caso se trata de malos médicos (o de malos empresarios), porque les falta coraje.
Solo la experiencia acompañada de un sentido de humanidad hace comprender que, si nunca se puede mentir acerca de un diagnóstico, se trata del deber moral de decir la verdad, pero no decirla más que cuando es necesario, como es necesario, a quien es necesario, y de la manera más conveniente. Quizás convenga esperar primero a que el paciente se recupere del shock de la operación, quizás sea mejor implicar a los familiares, asegurarse de que todos lo escuchen, repetirlo varias veces. La empatía y la delicadeza, el respeto de las reglas formales, la inventiva, pero también y especialmente el tomarse el tiempo necesario, son indispensables. Conozco a un médico que cuando transmite al paciente el resultado de un análisis, aunque sea bueno, cambia su tono, adopta una especie de postura solemne y comienza a hablar invariablemente con una fórmula del tipo: «Bueno, Sr. García, ¡el resultado del electrocardiograma es perfecto!» Se protege a sí mismo con esta presentación y, de paso, protege la afectividad del paciente: él ha pasado suavemente del tiempo de la conversación al anuncio del diagnóstico.
Aquí nos encontramos en la categoría de la experiencia del mal, de la reacción subjetiva, de la desgracia o del sufrimiento. Filósofos, pastores, sacerdotes y psicólogos han insistido desde hace mucho tiempo en que estas reacciones son legítimas y normales. Mientras no se vuelva algo patológico, un duelo causa profunda tristeza.
Es por eso que, por el contrario, un estudiante de medicina puede conocer muy bien las enfermedades sin haberlas padecido. ¡Sería un error sostener que solo aquellos que experimentan situaciones dolorosas están legitimados para hablar de ellas! Sería absolutamente ridículo exigir que un médico haya sufrido previamente las enfermedades que trata en sus pacientes. (Es interesante notar que