François-Xavier Putallaz

El mal


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de la emoción subsiguiente. Se tratará de males tanto más graves cuanto que los bienes destruidos sean de mayor categoría: personas humanas, infraestructuras, animales, campos o bosques. Sostenemos, por lo tanto, que existe el mal, gritamos que existe el mal, a veces terrible, en las cosas mismas, y que no es suficiente con mirar hacia otro lado, cerrar los ojos o ignorarlo para que desaparezca. Tal es la irreductible existencialidad del mal en las cosas.

      Imaginemos que alguien tiene cáncer y está enfermo sin saberlo: por el momento, no han aparecido ningún síntoma, ni hay ningún diagnóstico. Pero la enfermedad está ahí, aunque esté en un estado inicial, aunque sea en la ignorancia más total, aunque esté sin doler.

      Enfermedad, muerte, fracaso, desequilibrios ecológicos o cataclismos: he aquí la comitiva de males que devastan el mundo. Este polo objetivo es obviamente el primero, es el más radical y condiciona a los otros dos. Volveré sobre ello en detalle.

      El conocimiento del mal

      El segundo aspecto atañe al conocimiento que tomamos de este mal objetivo. Cuando un noticiero informa de un cataclismo devastador en Nepal, los periodistas transmiten una información a través de canales rápidos y variados. La información, por supuesto, no produce la calamidad: en cuanto información veraz y correcta, no es mala. Sería «mala» información solo si, a su vez, estuviera echada a perder por el mal, si estuviera mal hecha, es decir, faltara a la verdad o a la calidad requerida. En resumen, si estuviera privada de lo que debería ser. Supongamos, por el contrario, que es de calidad: es entonces una buena información, aunque traiga malas noticias.

      Del mismo modo, un paciente espera del médico que haga un buen diagnóstico, aunque sea preocupante por su contenido objetivo. El mal diagnóstico añadiría mal a una enfermedad ya suficientemente grave; añadiría mal al mal e introduciría otro mal. La enfermedad no empeora debido al mal diagnóstico; este afecta al conocimiento, el cual, probablemente, conducirá a estrategias susceptibles de empeorar la salud en lugar de sanarla.

      La paradoja se expresa de la siguiente manera: el conocimiento debe ser bueno, aunque su objeto sea malo. ¿Cómo es esto posible? ¿Cómo se puede establecer un buen diagnóstico de una enfermedad? ¿Cómo realizar un buen reportaje sobre un drama humanitario? Finalmente, ¿se puede hablar bien del mal? Ciertamente, y más vale, incluido en lo que respecta a las doctrinas. Es por eso que es temible, imposible en cierto sentido, hablar del mal, ya que precisamente uno desearía hablar bien de él. Es por eso también que es difícil encontrar las palabras correctas frente a alguien devastado por un mal. De ahí la sensación de impotencia, apenas acompañada de miedo y estremecimiento, para cualquiera que se ponga a enseñar sobre el mal.

      Hablar mal del mal es añadir oscuridad, al modo como un mal diagnóstico empeora una enfermedad que de por sí no lo necesita, al modo como un mal juicio de un tribunal no solo no restaura la vida a la víctima asesinada, sino que añade un nuevo daño a sus seres queridos y a la sociedad en razón de la injusticia cometida.

      Si se quiere dictar una sentencia justa, realizar un buen diagnóstico o producir un buen reportaje sobre males, debe ser, pues, posible hablar bien del mal. Es por ello que los filósofos insisten, en esto más que en otros temas, en la precisión absoluta, no solo en el tono sino especialmente en el contenido doctrinal. Una mala filosofía incrementa aquello que desearía evitar: no solo introduce el error, sino que, al impedir el planteamiento de las preguntas correctas, evita respuestas fructíferas. Es, pues, una de las tareas de la filosofía hoy poner un poco de claridad, un poco de verdad, si es posible, en un mundo ya suficientemente lúgubre como para que los amantes de la sabiduría añadan confusión u oscuridad.

      ¿Cómo es posible por lo tanto hablar bien del mal? Si el mal es privación, una «nada» en el seno del ser, el conocimiento verdadero es, en cambio, algo: un diagnóstico verdadero es un diagnóstico que está en correspondencia con la realidad; una doctrina verdadera es de la verdad, incluso si su correlato, aquello de lo que habla, no tiene consistencia. La dificultad radica en esto: es necesario como cosificar el mal para hablar sobre él y otorgarle una consistencia que, precisamente, no tiene; por lo tanto, traicionarlo.

      Para la inteligencia humana, en efecto, en su función cognitiva, la verdad no es otra cosa que la correspondencia adecuada entre el juicio realizado y la cosa. Si alguien dice que «esta puerta está cerrada», la proposición expresada por estas palabras es verdadera si, y solo si, la puerta está realmente cerrada. La verdad radica en esta adecuación. Un diagnóstico que describe un «carcinoma metastásico en estadio IV» es verdadero si, y solo si, es así; será un buen diagnóstico en la medida en que es verdadero, lo más completo posible y lo más cercano a la enfermedad objetiva. De ahí el problema: el mal, precisamente, no es una cosa sino una privación de salud. ¿Cómo puede entonces un diagnóstico corresponder a una «no-cosa», a una «no-salud», a un «des-orden»? La respuesta radica ciertamente en el hecho de que el diagnóstico correcto corresponde a la verdadera existencia de esta no-salud. En este sentido, es un buen diagnóstico, que responde a lo que se espera de él.

      La trampa radica en la siguiente ilusión, casi insuperable. Para expresar esta falta existente, esta enfermedad real, utilizamos palabras («carcinoma», «metástasis», «estadio IV») que significan conceptos, que corresponden a realidades que están ahí y que son cosas (un desarrollo observable de células). Pero estas células, en sí mismas, no son mal: son realidades que producen un mal debido al desorden que introducen en el organismo. Ahora bien, este desorden no es del ser y no siendo algo, siendo no-ente, escapa inmediatamente a nuestro entendimiento, a nuestros conceptos y a nuestras palabras. La inteligencia, de hecho, capta las cosas solo en la medida en que son entes: primo cadit in intellectu ens («lo primero que cae bajo la concepción del entendimiento es el ente») decía con precisión una fórmula mil veces repetida en la historia. De ahí la propensión a cosificar aquello de lo que hablamos y aquello sobre lo que pensamos. Esta es la raíz de la ilusión. Dado que un médico habla bien de este mal al realizar este diagnóstico, espontáneamente imaginamos que las células de las que habla son mal, que la metástasis o el estadio de desarrollo del carcinoma también lo son. En cuanto identificamos conceptualmente un mal, nos sentimos como obligados a atribuirle una esencia, siendo que no la tiene, a cosificarlo cuando no es una cosa, a presentarlo como ente cuando es una privación.

      Lo mismo ocurre con la información periodística. Bien realizado, el reportaje es una cosa, como también una buena emisión. Imaginamos entonces que las imágenes de un atentado son el mal esparcido ante nuestros ojos. Sin embargo, la ilusión nos ha vuelto a atrapar: la muestra de ello está en que si, no teniendo otra salida, la brigada antiterrorista mata a un malhechor, lo vemos bien. Y la multitud exclama: «¡Afortunadamente! Han hecho bien.» Y, sin embargo, se trata también de una muerte, es decir, de una privación de vida, de un mal, incluso si es un mal menor justificado moralmente por la legítima defensa. En ambos casos, en el de la víctima y en el del terrorista, las imágenes o la información transmitida son las mismas. Una vez más, la ilusión lleva a confundir el mal con el conocimiento del mal.

      Lo mismo ocurre con este libro sobre el mal. Lo que tiene el lector en sus manos no puede ser un mal: es un producto puesto en el mercado, que se compra, se ve, se toca e incluso se lee. Ha de tener palabras alineadas y conceptos elaborados para que tenga sentido. Necesariamente, ellos atribuyen esencia a aquello de lo que tratan: hablar del mal es cosificarlo para que pueda convertirse en el objeto de un discurso coherente y ordenado. Hablar del mal es ordenar el desorden, estructurar la no-estructura, cosificar aquello que no lo es, hacer ser lo que no tiene ser. He aquí, por cierto, una señal reveladora: cuanto más «fácil» sea el discurso sobre el mal, es decir, libre de una gravedad demasiado pesada, más se hablará de él y más se hallará por ello velado, escondido, transformado, quizá mistificado. Todo discurso sobre el mal traiciona sus rasgos dominantes, ya que estos rasgos no existen. Por ello, El espíritu deberá estar atento y rectificar a cada paso, a cada página, a cada línea, la inevitable ilusión. Deberá obligarse a entender en qué el mal no es en el mismo momento en que uno dice lo que es, no mirar con la menor complacencia estas imágenes de desolación, no encontrar placer al verlas, no estar viéndolas continuamente, no decirse cosas tales como «afortunadamente que no estábamos allí» mientras se bebe a sorbos un zumo de naranja frente a la pantalla del televisor. Uno empieza entonces