Shanae Johnson

El Ranchero Se Casa Por Conveniencia


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EL RANCHERO SE CASA POR CONVENIENCIA

      ÍNDICE

       Capítulo uno

       Capítulo dos

       Capítulo tres

       Capítulo cuatro

       Capítulo cinco

       Capítulo seis

       Capítulo siete

       Capítulo ocho

       Capítulo nueve

       Capítulo diez

       Capítulo once

       Capítulo doce

       Capítulo trece

       Capítulo catorce

       Capítulo quince

       Capítulo dieciséis

       Capítulo diecisiete

       Capítulo dieciocho

       Capítulo diecinueve

       Capítulo veinte

       Capítulo veintiuno

       Capítulo veintidós

       Capítulo veintitrés

      CAPÍTULO UNO

      Keaton sentía el corazón golpeándole los oídos. Al igual que le pasaba siempre en el campo de batalla, los latidos se sincronizaban con el tictac del segundero del reloj. A pesar del peligro que le aguardaba, permanecía en calma. Cogió aire, aumentando con el oxígeno una bravura que ya poseía de modo natural. Era un soldado bien adiestrado, un guerrero magníficamente adiestrado, uno de los mejores ejemplares de los rangers del Ejército de los Estados Unidos.

      Abandonó el pequeño escondite en el que se había puesto a cubierto al empezar los primeros disparos y miró alrededor. La línea de visión estaba despejada, lo que no era un buen presagio. Su sentido arácnido le producía hormigueos cuando había calma y tranquilidad, ya que la guerra era un asunto frenético y ruidoso.

      Algo no iba bien.

      Sin moverse del suelo, asomó la cabeza para reunir más información. La ropa de camuflaje le permitía mimetizarse con el entorno. Hasta la pistola estaba pintada de verde y marrón para mezclarse con los elementos.

      Y entonces lo oyó. Un grito. Un disparo.

      Sonaron el uno tras el otro. Las orejas de Keaton se levantaron como las de un perro en posición de alerta. Antes de entrar en acción, analizó la información que había reunido.

      El grito venía del lado izquierdo. El disparo venía de detrás de él. La ráfaga del arma había pasado sobre su cabeza. El grito humano se había escuchado antes del disparo. No se había producido ningún ruido sordo como el que se oye cuando cae un cuerpo humano.

      Un escalofrío le recorrió la columna vertebral. Keaton giró sobre su espalda justo a tiempo. Un hombre con aspecto de oso grizzly apareció sobre él con el arma alzada.

      Ese fue el fallo que cometió el oso: un arma alzada era totalmente ineficaz. El arma de Keaton estaba preparada, con el dedo en el gatillo, que apretó.

      El cuerpo del grizzly se sacudió por el impacto directo: una mancha de pintura rosa exactamente en el punto donde se situaría el corazón en caso de que el traidor tuviese uno. Keaton realizó otro disparo y luego otro más.

      —¡Eh! —gruñó el hombre oso—, ¡que ya me habías derribado!

      —Sabes que estás en mi equipo, ¿no? —dijo Keaton.

      Griffin Hayes, alias Grizz, sonrió. Sus incisivos destellaban al sol del mediodía como un depredador que sabía que había acorralado a su víctima. Keaton conocía esa mirada. Era la misma que Grizz le había mostrado durante la instrucción básica cuando decidió gastarle una broma a su sargento.

      El sargento Cook no lo vio venir. Aquel sádico sargento nunca averiguó quién había puesto pegamento industrial en el interior de su sombrero, así que todo el pelotón pagó por aquella broma con meses de ejercicios extra en medio de la noche. Pero había merecido la pena pegárselo a aquel diabólico sargento de instrucción. Las marcas rojas del pegamento habían tardado tiempo en curar, recordando a los soldados su venganza cada día que comían barro y no dormían.

      Entonces, ¿por qué Grizz se ponía en contra de su amigo ahora? ¿Y por qué sonreía tras haber sido capturado? El hormigueo arácnido volvió a recorrer su piel.

      Keaton no se quedó pegado en el sitio, sino que se tiró al suelo al escuchar más disparos. Grizz soltó una carcajada. Así que era un motín. Su equipo al completo iba a por él.

      ¿Pero por qué?

      No podía ser por la sesión de preparación nocturna con la que Keaton los retuvo hasta más de la una de la madrugada del sábado pasado. Ni por el hecho de que Keaton cambiara de idea dos veces acerca de qué proveedor utilizar, haciendo que tuvieran que rehacer los libros de nuevo, y luego otra vez. O porque le hubiera prometido al general Strauss que su equipo tendría el campo de adiestramiento para rangers listo en tan sólo noventa días (cuando el equipo había planeado inicialmente tomarse medio año para poner las cosas en marcha), lo que suponía no tener ningún descanso desde que se apartaron de la milicia.

      Los disparos que le llegaban desde cuatro direcciones le decían a Keaton que se equivocaba. Inicialmente se habían dividido en dos equipos iguales de tres hombres en cada uno, pero todos y cada uno de los cuatro hombres que quedaban le apuntaban a él con sus armas.

      Keaton permanecía imperturbable. Como líder de su equipo, vislumbró cómo podía convertir este motín en una oportunidad para enseñarles algo. En su cabeza tomó forma un plan. En lugar de sus tres habituales, ahora solo tenía tiempo para elaborar dos alternativas en caso de que el plan A no funcionase, así que entró en acción con el plan principal y dos de reserva.

      La mirada de Mac Kenzie se encontró con la suya. En los ojos de Mac se reflejaba el entendimiento. Ambos habían compartido multitud de situaciones comprometidas, las suficientes como para poder comunicarse sin necesidad de recurrir a las palabras.

      Así que Mac, o Mackenzie (todo el mundo juntaba el nombre y el