Lo más importante a construir era la instalación cubierta para adiestramiento y las literas. Eso y el área de entrenamiento especializado, que aprovecharía la mezcla de terrenos, desde tierra seca a verdes pastos, colinas rocosas y el arroyo. Ahí sería donde pondrían las instalaciones para entrenar a las fuerzas especiales para las misiones encubiertas.
—¿Puedes parar más cerca del arroyo? —preguntó Keaton.
En lugar de parar, Banks redujo la velocidad.
—El arroyo no está dentro de nuestros límites.
Keaton tardó un poco en entender el significado de esas palabras. Cuando lo comprendió, el corazón le dio un vuelco. Necesitaba ese arroyo para el área de las fuerzas especiales. Qué diablos, lo necesitaba como parte del adiestramiento para la prueba de aptitud física de los rangers. Seguro que Banks lo sabía.
—Es propiedad del rancho colindante —dijo Banks.
—¿Y crees que podría estar dispuesto a venderlo o arrendarlo para lo que necesitamos? —preguntó Keaton.
Dylan frunció los labios.
—No estoy seguro de que esté dispuesta. Pero puedes acercarte y preguntarle. Es razonable. Casi siempre.
CAPÍTULO CUATRO
Brenda no tenía despertador en su habitación. La despertaba el olor del café recién hecho. Se había comprado una de esas cafeteras sofisticadas que se pueden programar y que, como por arte de magia, le preparaba una taza cada mañana antes de que saliera el sol. La mejor compra que había hecho nunca.
Se dejó guiar por el aroma escaleras abajo como si hubiera dedos en su nariz que la arrastraban. Se sorprendió de que sus pies no se levantaran del suelo cuando se dirigía a la cocina y la cafetera automática. Sacó dos tazones de la alacena y se sirvió los dos. Como hacía cada día desde que era adulta, bebía el primero dejando que el agua hirviendo le escaldara la lengua y despertara todas las células de su cerebro. Para cuando hubiera acabado el primero, el segundo ya estaría a temperatura ambiente y listo para ser saboreado.
Fue a por leche a la nevera, pero volvió a poner la jarra en su sitio. Había cogido la leche que venía directa de la vaca en lugar de la desnatada.
Finalmente, con la doble dosis de cafeína corriendo por sus venas, Brenda se cepilló el pelo. Había perdido la batalla con los nudos, así que lo recogió en una cola de caballo. Se puso una camisa limpia y unos vaqueros, se calzó las botas y salió por la puerta antes de que los primeros rayos del nuevo día asomaran por el horizonte.
Sacó el bloc de notas del fondo del bolsillo, lo abrió y examinó la lista. Muchas de las tareas eran las mismas todos los días. Siempre había que apilar pacas, moverlas, triturar forraje, acarrear estiércol, pagar facturas, y arreglar una valla.
La única valla que le preocupaba hoy era la que contenía al nuevo toro de campeonato. Sabía que la bestia estaba ansiosa por hacer su trabajo, pero eso tendría que esperar. Había que destetar a los terneros de sus madres y poner a las bestias ya independientes en sus propios pastos.
El gallo estiró sus plumas cuando Brenda pasó junto al gallinero. Era un holgazán, como todos sus ayudantes. Todavía no había llegado ninguno.
En lugar de refunfuñar, Brenda se puso manos a la obra. Ya había tachado la mitad de la lista de tareas antes de que un rayo de sol asomara por el horizonte.
Se subió al tractor. Era un modelo antiguo, más viejo que ella, pero seguía funcionando. Introdujo con fuerza la llave especial, también conocida como destornillador; la de verdad se había perdido hacía meses en algún punto de la enorme extensión. El motor arrancó al instante y se puso a trabajar.
Cuando acabó de trabajar la tierra y volvió con el tractor, sus ayudantes habían llegado por fin. Tarde. Otra vez.
Creían que podían aprovecharse de ella solo porque era una mujer. También porque era el final de la temporada y ya habían sido contratados la mayoría de los ayudantes; ella había tenido que quedarse con los restos. Manuel era un vestigio de la época de su abuelo. Su sobrino era buen trabajador cuando no estaba bajo el retorcido control de su tío. Los otros dos servían básicamente para levantar cosas pesadas. Esta mañana ya había hecho más cosas que los otro cuatro juntos en toda la semana.
Estacionó el tractor. Recordó la llave especial y la puso a funcionar en su tercer trabajo del día: retorció la cola de caballo en un moño y atravesó el destornillador entre el pelo. Para apartar el pelo de la cara. Y de los hombros. Y, sí, como un arma potencial para lo que tenía que hacer.
—Llegáis tarde —dijo—. Otra vez.
Manuel sonrió.
—Lo siento, cielo, pero el ganado no va a notar la diferencia.
Brenda apretó los puños. Pero no echó mano al destornillador. Aún. Aunque estaba disfrutando mucho imaginándose que la cabeza de Manuel era un interruptor de encendido que necesitaba ayuda para arrancar. De hecho, había algo de cierto en ello. El hombre se había quedado atascado en el medievo del oficio de ranchero. Habría que hacerle un puente para arrancarlo, pero Brenda estaba segura de que ya no se podía hacer nada con él.
—No soy tu cielo —respondió con calma—. Soy tu jefa, aunque no parece que lo vaya a ser por mucho más tiempo.
—No me digas. —Las pobladas cejas de Manuel se levantaron en un gesto que convirtió su cara arrugada en algo desagradable—. ¿Te vas a casar por fin?
Los tres jóvenes hicieron una mueca de vergüenza. Normal. Pertenecían a una generación que había visto cómo las mujeres ejercían el poder y el respeto. Manuel estaba a punto de recibir un choque temporal y cultural.
—Deja que te aclare algo —dijo Brenda—: ya no necesitamos tus servicios aquí en el rancho.
La cara de Manuel se contrajo en algo feo. A Brenda le recordó a un toro cuando lo marcan. El bufido del dolor. El impacto de la traición. El estremecimiento de la resignación.
Brenda se preparó para un ataque de Manuel, pero se quedó quieto. Eran los tres hombres que estaban detrás de él quienes se movían nerviosamente como potrillos recién nacidos.
—¿Me estás despidiendo, señorita?
—Bien. —Brenda estiró los labios para formar una sonrisa cruel a juego con la de él—. No tengo que usar palabras más sencillas.
Los hombros de Manuel se enderezaron de golpe, los puños se cerraron, el bigote se retorció. Por su cara pasaron sombras oscuras al tiempo que bajaba la cabeza para que el sombrero ocultara su mirada.
Brenda se mantuvo firme. Era su rancho. Estaba en juego su sustento. Podían marcharse y encontrar otro trabajo, con un hombre al que podrían respetar.
O no. No le importaba. Lo único que le importaba era el funcionamiento de su rancho y el respeto hacia él.
—Una cosa, señorita Vance.
¡Sí! Por fin había usado correctamente la palabra señorita. Aunque tuviera una estrella dorada para premiarlo, no se la daría. Tarde, mal y a rastras. Había fallado. Y lo habían despedido.
—Sin nosotros no podrá mantener este rancho en marcha. Es temporada de partos. No es tarea para una persona. Desde luego, no para una mujer.
La multitud de tareas marcadas como hechas en la lista de su bolsillo trasero podrían permitirse disentir. Pero tenía razón: ella sola no podía hacerlo todo, sino que iba a necesitar ayuda. Solo que no la suya.
Podría haber enseñado a los tres jóvenes, pero con la retorcida mano de Manuel lavándoles el cerebro le servían de tan poca ayuda como un toro castrado.
—Eso ya no es tu problema —dijo ella.
Manuel la observó con desprecio. Su bigote se retorció, dándole aspecto de malo de cómic.