Shanae Johnson

El Ranchero Se Casa Por Conveniencia


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Brenda dudaba que este chaval procediera de esa estirpe, teniendo en cuenta que golpeaba y aullaba cada vez que un insecto se acercaba a él o cualquier mancha iba a parar a una pieza de su armario.

      El otro ayudante no se rio. Fingió que apartaba la mirada. No por creerse por encima de todo; era evidente que intentaba no tomar partido. Brenda sabía su nombre: era Ángel Bautista, el sobrino de su irascible viejo ayudante.

      Ángel era joven, acababa de terminar el instituto. Había nacido en una época en la que a las niñas se les decía que podían ser o hacer lo que quisieran, y además tenían ejemplos y caminos a seguir. Cuando nació el tío de Ángel, el lugar de las mujeres era la cocina; o, si se atrevían a salir, el jardín.

      Los otros dos ayudantes eran de fuera. Para ellos, esto suponía un semestre de prácticas. Dentro de un par de semanas regresarían a casa para continuar con sus estudios. Ángel, sin embargo, vivía aquí e iba a necesitar encontrar y conservar trabajo en un rancho. Estaba atrapado entre dos mundos con dos personas mayores que él a las que obedecer. Brenda no tendría que esperar mucho para averiguar a cuál seguiría.

      Esa era su vida, su sustento, y necesitaba mano de obra capacitada para seguir adelante. Llevaba criando ganado casi tanto tiempo como montando a caballo. Se había herido dando de comer a los animales, roto un dedo del pie cuando cambiaba una herradura, y una muñeca en un arreo de ganado que guiaba ella sola. No le quedaba nada por torcerse, dislocarse e incluso fracturarse en algún momento en su labor de supervisora del rancho y, a pesar de todo, no había dejado de trabajar ni un solo día.

      Los tres años siguientes a la jubilación de sus padres, Brenda lo había hecho todo por sí sola y, aun así, en ese tiempo había logrado aumentar la productividad del rancho de tal modo que había incrementado el rebaño y con ello la carga de trabajo y la necesidad de mano de obra para ayudarla.

      Con estos ayudantes tan lamentables, bien podría valérselas por sí misma. Manuel se negaba a aceptar su forma de hacer las cosas, prefiriendo seguir el procedimiento tradicional. Los otros tres lo seguían, incluso siendo ella la que firmaba sus nóminas.

      —Quizás deberías volver a casa —dijo Manuel— a curarte la herida. Trabajar aquí es peligroso.

      Paró antes de finalizar la frase con un «para una mujer». Por lo menos hoy había aprendido algo.

      Todo esto había surgido cuando ella sugirió utilizar azúcar, además del cereal, para acorralar al nuevo toro que acababa de comprar, y poder así marcarlo. El azúcar ayudaría a calmarlo, pero era una nueva forma de hacer las cosas y Manuel se había opuesto. Luego el toro se puso a dar coces.

      Brenda estaba demasiado cansada para discutir. La sangre que le seguía entrando en los ojos le dificultaba supervisar lo que estaban haciendo y sabía que no lo estaban haciendo como ella quería. Pero el toro estaba marcado, lo que significaba que ella era la dueña. Esa era la tarea más importante del día, así que ya podía darlo por terminado.

      Entró por la parte de atrás de la casa dando un portazo y paró en seco. Esa puerta llevaba directamente a la cocina. La cena se estaba calentando en una sartén: un filete al punto y puré de patatas con judías verdes recién salido del horno. La nevera estaba abierta y detrás de la puerta asomaba el cuerpo de alguien agachado. Se cerró la puerta y se puso en pie un hombre que llevaba delantal.

      —Eres un regalo del cielo —dijo Brenda.

      —Y a ti te sangra la cabeza —respondió el hombre—, pero no veo ninguna espina.

      Brenda se tocó la frente. Un hilo de sangre le impregnó las puntas de los dedos. Por suerte, no le dolía.

      —Si salgo ahí fuera, ¿voy a encontrar a uno de tus ayudantes muerto, Bren?

      Brenda suspiró, con un regusto de decepción en el aire expulsado.

      —No, Walter. No vas a tener que dar ninguna extremaunción esta noche.

      El hermano de Brenda, el pastor Walter Vance, cogió unas servilletas y presionó la frente de su hermana.

      —¡Ay! —se quejó ella.

      Walter no le hizo caso. No era la primera vez que la limpiaba cuando se hacía daño. Sucedía de forma habitual en la casa de los Vance cuando eran niños. Quizás fuese una de las razones por las que él había escogido el camino de la iglesia.

      —¿Vas a contarme qué ha pasado?

      —Incompetencia. Machismo. Ayudantes perezosos. Eso ha pasado.

      —Creía que Bautista era uno de los mejores —dijo Walter.

      —Puede que hace veinte años. Los tiempos han cambiado.

      —Por suerte —respondió Walter—. Con toda esa tecnología que has incorporado al rancho no necesitas tanta ayuda como cuando éramos pequeños.

      Su padre les había dejado el rancho a ambos, pero Walter cedió su parte a Brenda y entró a formar parte de la iglesia. Ella se lo agradecía, sobre todo porque, al no ser un socio, no tenía que compartir con él cuánto le había costado toda esa tecnología, por no hablar del toro nuevo. Lo había financiado y se acercaba el primer pago. No tenía suficiente dinero líquido para estar al día con todas las facturas y los gastos generales.

      —Bren, si hay algún problema —dijo su hermano— ¿me lo dirías?

      No se lo diría.

      —Por supuesto que sí.

      Brenda sabía desde hacía mucho tiempo que mentir a un pastor no provocaba que te fulminara un rayo al instante, así que tenía tiempo.

      —Mientras sigas viniendo y haciéndome la comida, todo irá bien.

      —Quizás deberías casarte —dijo Walter.

      Brenda dejó caer los cubiertos en el plato. Su hermano no había evolucionado en lo referente a este tema. Ella no quería casarse. Los hombres la ralentizaban. Un buen ejemplo era cómo sus ayudantes hacían que su actividad fuera más lenta.

      —Tienes un rancho repleto de soldados ahí al lado —dijo Walter— y algunos de ellos quieren casarse en noventa días, para cumplir con las normas de las tierras del rancho.

      Justo el motivo por el que Brenda se mantenía alejada de sus vecinos del rancho Purple Heart. Y de la línea fronteriza, que les obligaba a casarse para poder seguir en el rancho. Estaba segura de que era una solución ilegal, pero nadie lo había denunciado.

      —¿No fue uno de esos soldados quien se escapó con tu prometida? —dijo ella.

      Beth Cartwright, la hija del pastor, había estado prometida con Walter. Pero su amor de la infancia, desaparecido en combate por un tiempo, regresó, haciéndola caer a sus pies con una petición de mano y un anillo de compromiso.

      —Reese es un buen hombre —dijo Walter. Parecía que lo decía de verdad, a pesar de lo dura que había sido la ruptura—. Todos los soldados lo son.

      Walter era demasiado indulgente, pero formaba parte de su trabajo. El trabajo de Brenda consistía en ser ranchera. No tenía tiempo para ser la esposa de nadie. Estaba demasiado ocupada con el ganado, más proyectos de reparación de los que cabían en un folio a espaciado sencillo, y unos ayudantes que no valían para nada y a los que observaba dirigiéndose a sus camionetas antes del atardecer sin haber hecho su trabajo.

      No. Estaba mejor sola. Dudaba mucho que algún día fuera a dar su mano a un hombre.

      CAPÍTULO TRES

      Keaton observaba a su paso el paisaje del corazón de América. Las majestuosas montañas de color marrón salpicadas de diferentes colores, los ondulados y verdes pastos que parecían prolongarse hasta la eternidad. Le sorprendió cuánto se parecían estas hermosas tierras a las de Afganistán, Irak y Siria. La única diferencia con respecto a aquellas era que en el aire fresco de estas montañas se respiraban esperanza y oportunidades. Las zonas de guerra estaban plagadas de conflictos,