lo que sentía tanto a su tío como a Brenda, pero a ella le valió como respuesta.
—No se van a quedar pegados a tus faldas —dijo Manuel—. No durarás ni una semana sin nosotros. Vamos, chicos. Tenemos una semana de descanso antes de que venga arrastrándose para que volvamos.
Los dos urbanitas se miraron. Luego arrastraron los pies hacia la camioneta de Manuel. Brenda vio por el rabillo del ojo que Ángel hizo una mueca, pero obedeció y caminó penosamente hacia la camioneta.
—Ya no quedan ayudantes disponibles a estas alturas de la temporada —le dijo Manuel—. Estoy deseando verte de rodillas cuando vengas a pedir ayuda.
—Ya puedes esperar sentado —respondió ella.
Con una gracia juvenil que contrastaba con sus arrugas, Manuel se sentó de un salto en el asiento de conductor y arrancó. Brenda iba a dejar salir un suspiro de alivio; también a abrir las compuertas de la preocupación y la ansiedad por no saber qué hacer. Él tenía razón: iba a resultar complicado encontrar ayuda en este momento de la temporada.
Y entonces la camioneta paró. Brenda usó la mano a modo de visera mientras miraba la parte trasera de la camioneta. Estaba a medio camino de la entrada a su propiedad.
¿Habrían recuperado la cordura? ¿Querrían regresar y seguir sus reglas? ¿Iba ella a permitirlo?
Antes de poder dar respuesta a esas preguntas internas, Manuel se bajó de un salto. Levantó el pie y dio una patada a un punto débil de la valla. Era el toril, el redil que alojaba al nuevo y valioso toro.
Manuel se tocó el sombrero, entró de nuevo en la camioneta y se largó del rancho.
El toro estaba en el centro del redil, de espaldas. Brenda sabía que no podía llegar antes de que se escapara, pero tenía que intentarlo. Ella sería la responsable de cualquier daño que pudiera causar, y no podía permitírselo.
Se movió rápidamente. Cogiendo un saco de cereales con una mano y una bolsa de azúcar con la otra, se subió al tractor de un salto. Sacó la llave del pelo y la metió con fuerza en el contacto.
El tractor se caló. Lo intentó de nuevo. El toro se había girado y caminaba despacio hacia la valla rota.
El motor encendió por fin. Brenda salió disparada, pero a treinta kilómetros por hora llegaría demasiado tarde. Su única esperanza era acorralar al toro antes de que pudiera hacerse daño a sí mismo o a alguien más.
A lo lejos vio un Jeep que giraba hacia su puerta. Un Jeep rojo. Un Jeep rojo directo hacia su toro.
¿Quién conducía un Jeep rojo en un rancho de ganado? Por supuesto, Brenda sabía que los toros no distinguían los colores. Pero, aun así, era una superstición.
Aceleró el tractor, alcanzando los cuarenta kilómetros por hora. Demasiado tarde. El toro había detectado el Jeep rojo y lo estaba embistiendo.
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