Pablo Raphael

Armadura para un hombre solo


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      Edición digital: 2021

      eISBN: 978-607-8764-73-0

      Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento.

      Hecho en México.

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      PABLO

      RAPHAEL

      ARMADURA PARA

      UN HOMBRE SOLO

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      ÍNDICE

       DOMO

       ESCALERAS

       CIMIENTOS

       GALERÍAS

       ELEVADOR

       GUARDAPOLVOS

       ENTRESUELOS

       BÓVEDA

       ÁGORA ELEVADA

       DOLMEN

       TERRAZA VOLADA

       CARIÁTIDE

       SÓTANO

       CREMATORIO

       BUHARDILLA

      Entre los escombros, cada determinado tiempo, encontraremos los nombres de aquellos que lograron sobrevivir al minuto diecinueve.

      Esta novela es para Teresa Rascón Córdova por lo que hizo después de ese minuto. También va para sus hijos María Luisa, Roberto, Teresa, Fernanda y Ana Cecilia y para Froylán y Marco Rascón, quienes buscando a Roberto Díaz de León Amparán, dieron con su reloj y salvaron muchas vidas.

      DOMO

      Horus mira el pozo oscuro del fondo y entiende que nunca verá finalizada su obra. Alrededor, las partículas suspendidas se debaten contra el sol que nace. Todo es humo. En algunos rincones del edificio, las fugas de vapor forman nubes enanas y espirales que se enredan con las tuberías. Pisos abajo, los últimos albañiles atizan el fuego de las fogatas; están preparando café.

      El maestro constructor sorbe de su taza. La coloca en el centro del escritorio. Como sabemos, hay una oficina en el piso Muestra. Si bajáramos hasta la recepción veríamos que han terminado los revestimientos del vestíbulo principal. Pero si regresamos al escritorio notaremos que la taza reina sobre una montaña de papeles que está a punto de deslavarse por el costado izquierdo. La taza guarda el equilibrio de un Dios.

      No lo queremos decir pero, afuera del edificio, como un enemigo acechando, rondan las polvaredas de la ciudad y los incendios ocasionales amenazan con sus lenguas callejeras.

      Horus examina y mesa las telarañas que le cubren la cara. Los mapas de humedad se extienden, tienen el color de sus barbas. La obra negra es carne a flor de piel, los sistemas eléctricos parecen venas rotas. Hay tantos olores por esconder y tantas alfombras por comprar, que el hombre cierra los ojos. Los colchones se pudren. No quiere ver, intenta no pensar.

      El gran Hotel de la Ciudad es la armadura hueca de un gigante que espera a su guerrero.

      Espera.

      Mientras esa armadura permanece en vela de armas, un halcón sobrevuela la ciudad vacía. El mundo parece un campo de guerra. Muy temprano, Horus acuna la taza imitando las maneras en que Fabiana bebía café. Luego, como un viejo elevador, el maestro constructor se recarga en la pared y desciende. Su rodilla izquierda rechina. Horus llega hasta el suelo.

      Desde ahí, al ras del piso Muestra que ha decorado para convencer a los inversionistas, observa las luces de la madrugada. Siempre le parecieron veladoras, una ofrenda de muertos gigantesca. En cambio, Fabiana decía que aquellos ojos de luz eran barquitos navegando por un océano seco. La idea se le ocurrió la primera madrugada en que ella se masturbó para él. Acababan de fumarse un churro y Fabiana no pudo controlar esa voz infantil que se le escapaba al emocionarse.

      –Mira, mira, Horus, están echando fuegos artificiales.

      Alguna vez, Horus fue el guardafaros altísimo que la abrazaba dejándola creer en todo aquello que le viniera en gana. Adentro de su cabeza, justo en este momento en que miramos las luces de la ciudad, la memoria de Horus se convierte en un ave de rapiña que se alimenta de recuerdos podridos.

      Al igual que sus pensamientos, Horus despliega su mano derecha y la deja caer sobre la mano que Fabiana descansa sobre el pubis. El constructor aún recuerda a una presa húmeda debajo de la falda. En esa posición, los dedos de Fabiana le parecen una paloma agonizando en su nido. Primero, ella no hace nada. Las luces de las casas son los barquitos y el tiritar de los faroles de la calle los fuegos artificiales, una fiesta en honor de los viajeros. Todo lo que tú quieras a cambio de que mantengas tu mano ahí, pensó Horus, antes. Todo lo que tú quieras a cambio de que no te muevas los próximos tres segundos. Uno, dos, tres. Sin mediar una milésima más, Fabiana retira su mano para señalar:

      –Ves, parecen barquitos.

      Y sin dejar de señalar, Fabiana regresa la mano hacia el pubis de donde había partido. Horus la mira abrir las piernas, la mira recargar la cabeza en la pared, la mira levantar el telón de su falda. Unos instantes después, Fabiana cierra los ojos como Horus los está cerrando en este momento para escuchar de nuevo la pregunta que, después de tantos años, todavía revolotea dentro de su cabeza:

      –¿Quieres que me masturbe?

      El olor a café lo trae de regreso