Pablo Raphael

Armadura para un hombre solo


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del Anfiteatro, para que Fabiana estrene un sillón de oficina que sea capaz de deslizarse como un monopatín sobre la duela.

      Horus la tiene cerca, como una presa. Deja la taza en el escritorio y besa una ventana; en el cristal se dibuja una isla breve de vaho. Luego, pasa los dedos por la fotografía de Fabiana que aparece en el catálogo de la exposición inaugural. El Anfiteatro inicia sus actividades con la muestra colectiva Un circo de ocho pistas. Celebran. Él arregla su nuevo smoking, revisa las corbatas, busca las mancuernillas que fueron de su padre. Por la mañana, Fabiana se tumba al sol. Al anochecer se mira en el espejo. Estrena un vestido nuevo y un escarabajo de piedra verde en el cuello. Horus le mira los pezones y adivina el frío bajo la tela. Los autos comienzan a llegar guiados por reflectores de película, dos ojos ciegos gigantescos que esa noche convierten al edificio y su Anfiteatro en los amos de la ciudad, sus anfitriones.

      Todavía no lo sabemos, pero está a punto de suceder algo que podría torcer el transcurso de los acontecimientos. En medio de la multitud de invitados que devoran las charolas de canapés y se beben todas las copas que los meseros del hotel han apilado en forma de pirámide, edificio o templo griego, Fabiana cae rendida a los pies de un miembro del Partido Comunista protegido por Horus: el pintor sonorense Sebastián Henríquez Escudo.

      Escudo tiene las manos llenas de cicatrices y las uñas sucias. Viste una camisa blanca, impecable. Fabiana piensa en los corsarios de las novelitas que leía cuando vendía perfumes en el Palacio de Hierro.

      Empeñado en creer, sujetando en sus manos el deseo, Horus inventa aquello que de inmediato bautiza como Seducción escénica. Para eso contrató a un mimo, para que entre a la recepción, localice a Fabiana y le entregue un girasol gigante. Así sucede, el público mira, Horus mira. Todos nosotros miramos. Junto al cuadro expuesto por Escudo, Fabiana escucha: el pintor sonorense balbucea una teoría más concentrada en la humedad que desea provocarle entre las piernas, que en la propia teoría. Fabiana deja de mirarle las manos. Entonces, el mimo contratado por Horus entra en escena. Entrega la flor, Fabiana agradece con una reverencia y sin mediar arco ni reflejo, le regala el girasol a Escudo. Los tres amanecen en el estudio del pintor sonorense. La flor plantada en una taza. Escudo y Fabiana convertidos en una sola raíz.

      Pero Escudo no brota, se esculpe.

      Y Horus mira por la ventana y la besa. Deja una huella que parece un mapa de humedad. Luego la borra con la su mano, como un Dios enojado.

      Ésa fue la primera vez que pensó en el suicidio. La idea lo seduce: comprará diez o veinte aviones de control remoto, juntará sus piezas y desplegará todas las alas. Luego se pondrá un casco. Será fácil amarrarse como una marioneta, encender las hélices y hacerlos despegar. Quiere desaparecer en la distancia.

      Ahora, treinta y cinco años después, vuelve a hacer lo mismo: primero piensa en matarse y luego arroja vaho en la ventana. También tiene las manos hechas un asco.

      La obra de Escudo cobró fama con el cuadro Variaciones sobre una paloma rosa. Horus nunca confesó que el origen de este éxito también estuvo en sus manos. Que pensó que el gran Hotel de la Ciudad abriría sus puertas antes de las olimpiadas, que compró quinientas palomas. Que su deseo fue liberarlas en el instante en que un atleta incendiara el pebetero.

      Que es octubre y es 1968.

      También paga por una bazooka: veinte mil dólares por el arma y el arsenal de pirotecnia china que puede desplegar cientos de estrellas fugaces y fuegos artificiales de catorce colores.

      Las cosas no resultaron de acuerdo con lo esperado.

      Tras subir una larguísima escalinata, el atleta llega al pebetero sin que el edificio de Horus esté inaugurado. La pirotecnia china se queda guardada en alguna parte del edificio. Como una queja casi silenciosa, las palomas son liberadas. Durante días revolotean alrededor del gran Hotel de la Ciudad. Son sus primeros huéspedes. Forman nidos en los pisos quince y dieciséis, y se cagan en los hombros del gigante. El mes olímpico pasa olímpicamente y nadie sabe cuándo ni quién se ocupa en teñir de rosa a un macho tullido: el mismo que Escudo entiende como una revelación. El pintor y su mecenas caminan en la plaza del Anfiteatro cuando se topan con el ave. Es una mancha anómala que debate con el resto de camaradas grises. Mientras el artista traza el primer boceto sobre la palma de su mano, Horus arroja migajas de pan. Seis meses después, sin más remedio, Escudo gana el premio del jurado de la Bienal de Berlín con un cuadro que hace referencia a ese suceso: Variaciones sobre una paloma rosa. Esa noche, mientras el pintor celebra con otros artistas, Horus vierte la tinta rosa sobrante. Estaba esperando el momento. Fuga del rosa, dice Horus. El baño se tiñe, el remolino de agua se va y él también.

      En una carta fechada el 6 de enero de 1969, Escudo escribe: Horus, careces de imaginación. Lo hace desde la cárcel y con el desenfado de quien ama a sus amigos. Eres una suerte de cazador pero te falta contundencia. Esa noche, arriba, en el comedor Giratorio que parece un cerebro, Horus se bebe una cuarta de ron, vierte el resto de la botella sobre el papel y la letra de Escudo se descompone en una colección de insectos. Luego, ya convertido en amasijo, Horus estampa el papel en un cuadro del pintor sonorense, cierra la puerta y se marcha.

      Al día siguiente llama a su abogado.

      Le ordena que se encargue de Escudo. Sácalo de prisión. Está encerrado por nada: un asunto que tiene que ver con política y el movimiento estudiantil.

      Horus no sabe de política, pero es amigo del poder. El presidente le ha pedido prestado su helicóptero en varias ocasiones y el jefe de la policía ha solicitado su permiso para poner una antena de onda corta en el hombro del gigante. De regalo, el presidente le envía un rifle Mir y el jefe de la policía una chapa que lo identifica como comandante de zona. Escudo nunca se enteró de los favores que Horus hizo a sus enemigos ni de los regalos recibidos, tampoco del donativo de algunas bengalas rojas que el ejército utilizó para reprimir al montón de comunistas, estudiantes y artistillas que se empeñaba en ganar la lucha de clases. En este tema Fabiana coincide.

      –Tener ideas y no convertirlas en arte o en objetos aniquila a cualquiera –dice ella, a pesar de la debilidad que siente por Escudo.

      –Si alguno de esos muchachos se hubiera metido a mi edificio –contesta Horus–, yo mismo lo habría expulsado a balazos.

      Si sabemos esto es porque Horus lo desea. En cambio nadie sabría nombrar los sentimientos que tiene por Escudo; las palabras exactas para definirlos. Se le hace tan pequeño que aún no logra controlar la envidia y la admiración que simultáneamente le profesa. Todo lo que he sido se esculpe aquí, en estas fotografías, piensa Horus justo en el momento en que las mira detenidamente, para después dejarlas acomodadas junto a la taza; sobre ese escritorio perfectamente limpio que los enemigos encontrarán cuando entren a su despacho.

      El Cuadro con carta quedó embarrado, arrumbado en el piso doce; número de los apóstoles, murmura Horus. Es 2 de diciembre de 1969 y desde este día irá acumulando la colección Escudo. Una colección que terminará sitiada por alambres y polines, cubierta con mierda de paloma, alojada en el libro contable número 304 del piso cuarenta: el piso Contable, donde todavía está instalado el pequeño escritorio del cordial contador Diógenes Mayorga.

      Tras las palomas llega la cetrería.

      Horus descubre al primer halcón el mismo domingo que Fabiana se rompe un dedo del pie izquierdo con la pata de la cama. Ella intenta sorprenderlo con un brinco mientras Escudo duerme abrazado a una almohada. Al desplegar las alas, el halcón se deja caer sobre el lomo de un gato cuyas uñas arañan el aire. El animal pasa frente a la ventana y luego desaparece con dirección a la virgen del Sagrado Concreto.

      –No estoy hecha de piedra –aúlla Fabiana, mientras Escudo la reprende por el llanto–, por favor, llévame al hospital.

      Esa tarde, Horus sigue el rastro del halcón. Ordena al chofer que no lo pierda de vista, llegan hasta la glorieta de Mariscal Sucre, estacionan el auto junto a una heladería, el halcón rodea el edificio y en algún momento se posa sobre la mano de la gigantesca escultura. Horus desea subir a la cúspide de la iglesia.

      Fabiana, lejos de ahí, interpela a su