Pablo Raphael

Armadura para un hombre solo


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del día. Sabe que le queda poco tiempo, que están a punto de arrebatarle al guerrero, que los enemigos lo están sitiando y son poderosos.

      Cavila en las deudas con la compañía de gas, cuando escucha un ruido, el vapor escapando por alguna tubería rajada. Pasan unos segundos (él cuenta catorce) y entonces los golpecitos le suenan a música. Sus dos únicos albañiles se han puesto en acción. Es el desperfecto del piso veintinueve, llevan semanas trabajando en esa zona. Horus apura la taza y se endereza, la rodilla izquierda rechina como el elevador marcado con logotipo de Otis.

      Es lunes de inventario y el constructor debe subir cinco pisos para llegar al comedor Giratorio. Antes de hacerlo echa un último vistazo al ventanal de su oficina, el sol semeja una pecera llena de ceniza, amanece y las luces de las casas y de la calle empiezan a desaparecer.

      –Parecen barquitos fantasmas –dice Horus a nadie. Se ajusta la corbata descolorida, da la espalda y se va.

      Los domingos son distintos. Los domingos eran distintos. Ahora es imposible saberlo con certeza, pero durante sus años de gloria los halcones podían contarse con una mano; no había tantos pájaros muertos en la calle y las plazas olían a manzanas bañadas de caramelo. No hay mejor ciudad que la de un día de sol, vendedores de globos y perros callejeros durmiendo panza arriba, sabiendo que en todas las casas tienen un hueso, agua y amo. Horus roe un pan. Piensa que ahora la ciudad se mueve como una amiba descomunal; le parece una mancha que, desde allá arriba, puede tocarse con las manos. Antes que eso, en 1968, los autos y las personas circulaban en paz, separados, sin guerra. Antes que esto fuera una gran lunar viscoso, los edificios funcionaban. Casi nadie se robaba la electricidad, casi nadie dormía en los zaguanes de los bancos. En este momento, sin testigos, Horus sujeta la taza; el café está helado pero él no se da cuenta. Con el pensamiento, viaja en el tiempo. Es de nuevo 1968 y el maestro constructor desayuna en el comedor Giratorio: cerebro del gigante. Horus se mira a sí mismo, se viste (impecable, bronceado, sin prisa) y deja pasar el día. Tiene treinta años menos. Al atardecer se rasura por segunda vez, parece un Dios aburrido de su inmortalidad. Abajo, las estructuras de la plaza de toros y el estadio Moisés Cassib forman un gran número ocho; más bien dos ceros juntos: el ocho no manuscrito que Fabiana escribía en sus cuentas y su diario, con esa letra Palmer de colegio de monjas.

      El diario aún permanece en la habitación de Fabiana. Nadie tiene permiso para tocarlo, tampoco para tender su cama. Desde ahí, Horus mira a la gran amiba viscosa que todo se lo traga: la cerveza, las estocadas, los goles.

      Cada fin de semana, la plaza de toros y el campo de futbol alternan espectáculos con hormigas descontroladas, eufóricas, que ovacionan siempre. El ruido llega a los oídos de Horus como un rumor: una plegaria.

      Sin parpadear, ve la caída del torero Ezpeleta. Llanto a coro, incertidumbre, ambulancias. Las luces blancas escupidas por las cámaras fotográficas iluminan por milésimas el rostro lívido del herido y hacen contraste con los cojines morados que, como palomas, alzan el vuelo en el momento en que un juez de plaza decide suspender la corrida. Un muerto va a suceder. Más bien dos. El toro respira su propia sangre y azuzado por los banderilleros recibe un puyazo. El animal cae sobre la arena. Los aficionados se desbordan de odio, silban al unísono; la masa se convierte en un pájaro prehistórico que reclama saciarse con sangre limpia.

      En esa temporada mueren Ezpeleta, ese toro y otros cuarenta más, casi todos un fiasco. Ezpeleta no será nadie y el toro será hueso para los perros; en cambio, piensa Horus, yo he sido el maestro constructor del rastro, de la plaza donde murió Ezpeleta y también del cementerio donde será olvidado. Un cementerio fabuloso que resultó buen negocio y que tiene la forma de la ciudad. Una idea plagiada que Horus tomó de alguno de los catálogos de arte que Fabiana tenía en el escritorio, junto a su diario, frente a la cama destendida.

      En esos años, Horus también fue testigo de los desatinos con que el Politécnico se echó encima al público: un gol fallido. La turba y sus botellas, los descalabros, la caída de un guardia, un portero ciego.

      Cierra los ojos y mira algunas hazañas: semidioses sacados en hombros y pases mágicos que embelesan, como ninguna otra cosa, a la turba. Al menos ésa era la opinión de Fabiana, que a veces lo acompañaba durante el desayuno, en la azotea, en la sala cinematográfica que el constructor tenía montada en el piso Muestra, junto a su despacho.

      Ahí vieron Fitzcarraldo, Espartaco, El topo, incontables caricaturas de Mr. Magoo y en doce ocasiones Casablanca. La pondré miles de veces, decía Horus, hasta que ella decida quedarse. Quiero ver si por una vez Ingrid Bergman es capaz de elegir a Bogart en lugar de ese maldito avión. Para Fabiana el chiste deja de ser gracioso muy pronto. Una silueta se desdibuja entre la bruma.

      Ahora Horus mira Casablanca por enésima vez. Solo. En la sala cinematográfica sobrevive un olor a celuloide quemado. Bruma a escala, humo concentrado. Si abriéramos las puertas de la cabina de proyección veríamos que las latas de aluminio aún siguen ahí, junto con las grandes producciones del cine nacional filmadas en los salones del gigante y las pequeñas cintas Super-8 que Horus utilizaba para registrar las fiestas de cumpleaños, los cocteles organizados en el comedor Giratorio, las exposiciones, las cenas de negocios, las danzas de bailarinas exóticas y las navidades. Si encontráramos todo ese material, lo veríamos amontonado en latas junto con cientos de focos de repuesto que fueron adquiridos para garantizar la vida de un proyector que, a partir de este momento, nunca volverá a funcionar.

      Horus recoge su taza y ordena algunas montañas. Los papeles se desbordan de su escritorio. Entonces se desespera y usando todo el brazo izquierdo arrasa con el mundo de carpetas, periódicos, chequeras caducas y libretas. Dos fotografías y un fólder rojo sobreviven a la catástrofe. Horus los recoge del suelo. Deja las fotografías en el escritorio y mira el contenido del fólder rojo. Al calce, reconoce la firma de su contador.

      A Fabiana Serra y Ariel Horus los presentó el cordial contador Diógenes Mayorga. Al empleado le gustaba hacer conexiones. A ella la fascinaban los regalos, las novelas y el sol. Quería un nuevo trabajo, odiaba vender perfumes.

      El contador Diógenes Mayorga le compra uno o dos, la saca de su mostrador en el Palacio de Hierro y le cuenta:

      –El maestro constructor Ariel Horus tiene en mente edificar un complejo cultural que alimente, de alguna forma, al gran Hotel.

      Se llamará el Anfiteatro.

      Desde afuera parecerá un origami de formas irregulares; en su interior provocará la sensación de estar en el costillar de una ballena.

      Ella rechaza dos invitaciones a cenar. Por teléfono pregunta al cordial contador si cree en la amistad desinteresada. Se toman un café más. Ella le presenta un proyecto y un machote para el contrato y un besito para darte las gracias, dice. El cordial contador Diógenes Mayorga suda. Sueña con ella.

      El cordial contador Diógenes Mayorga prepara los papeles y un día se sientan a la mesa. Horus se retrasa una hora. Suena un timbre, es la secretaria que avisa: el jefe está subiendo. El contador busca una llavecita en su pantalón, abre un humidificador de habanos, escoge uno y lo corta para después colocarlo en el escritorio del maestro constructor, junto con una tarjeta amarilla que explica quién es Fabiana y a qué viene. Horus entra en su oficina seguido por un ejército de ujieres; recibe dos llamadas. Ya la ha visto. Enciende el puro, pide su taza, no ofrece nada. Fabiana lo mira del otro lado del escritorio. Cuando está a punto de ponerse en pie para largarse, Horus ofrece un contrato: ella lee. Es el mismo contrato que ha revisado con el cordial contador. Horus se quita las gafas de sol. Ella acepta. Él la mira, la esculpe.

      Ella respira despacio, despliega sus pasos. Cuando se despide pasa su mano apenas rozando la mejilla de Horus. Lo mira desde esos ojos de ciruela. Negros y morados, sin pasado.

      Fabiana nunca quiso decir quienes fueron sus padres, ni sus hermanos, ni el nombre de un tío que la masturbaba de pequeña.

      Horus se siente fascinado por su nariz quebrada. A petición del jefe, el cordial contador Diógenes Mayorga vende la empresa dueña del cementerio donde está enterrado el torero Ezpeleta y utiliza el dinero para equipar la oficina de Fabiana, para complacerla con un nuevo sistema de iluminación, para construir dos