Yehudit Mam

Quién te manda


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Tenía ganas de hacer pipí, pero no le salía. Sus muslos estaban manchados de sangre seca. Mojó el papel de baño en agua tibia y se limpió, temblando ligera pero incontrolablemente.

      Regresó del baño y se volvió a acostar junto a Enzo, quien ya estaba roncando. Lucía contempló su espalda masiva y posó su mano sobre ella, pero sintió que era un gesto falso y la retiró. Se sentía orgullosa y avergonzada, feliz y perdida, liberada y angustiada. Sus pensamientos revoloteaban como palomillas alrededor de un foco. El primero que atrapó era muy simple: «¿Y por esto arman tanto pedo?». A pesar del dolor y el susto, le pareció de lo más natural, como la vez que vio a un ternerito nacer en un rancho. No se le hizo tan pecaminoso. «Seguro que todas cogen, pero no lo cuentan», pensó.

      El cielo no se abrió y la ira de Dios no descendió sobre la faz de la tierra. Un rayo mortal no la partió en dos, la tierra no se la tragó, y cuando el fantasma de la hermana Márgara se apareció a condenarla, Lucía lo desintegró de un resoplo. No se le ocurrió pensar en eso de que «no es no» sino hasta unos años después cuando se vio en una situación similar, bastante menos ambigua.

      Su mamá le había advertido más de una vez que los hombres solo querían una cosa y cuando la conseguían te retiraban el respeto, y que ella y su padre contaban con que llegara virgen al matrimonio. También le había informado que la primera vez que una hacía el amor era un martirio y la que creyera lo contrario era una idiota. Gracias a dichas perlas de sabiduría, Lucía había sabido que no debía esperar gran cosa. Por lo menos le podía agradecer a su madre el que su primera vez no hubiera sido la decepción más grande de su vida. Pensó que si las monjas en la escuela les hubieran advertido cuánto dolía, a lo mejor menos niñas se lanzaban. Pero qué iban a saber de esta gloria tan extraña las monjas tétricas.

      Se quería bañar, pero le dio vergüenza despertar a Enzo para pedirle una toalla. Se levantó, se vistió sigilosamente y al abrir la puerta de la habitación, esta rechinó y lo despertó.

      —¿A dónde vas? —balbuceó él.

      —Al internado, voy a llamar un taxi.

      —Son casi las cinco de la mañana. Quédate.

      —No puedo.

      —Es domingo.

      —Tengo que llegar a dormir.

      Enzo no parecía dar crédito de su infantilidad. ¿Qué se hacía en esos casos? Le habían enseñado a no poner los codos sobre la mesa, a decir por favor, con permiso, y gracias, pero no le habían enseñado qué decirle al que te acaba de estrenar y quiere que amanezcas junto a él en su colchón en el piso. Tuvo la urgencia incontrolable de llegar a su cuarto, ponerse su pijama y meterse a la cama (rezando por que la directora no la estuviera esperando en la entrada y que Ximena estuviera dormida). El regaderazo tendría que esperar. Enzo le pidió un taxi.

      —Ciao —le dijo, despidiéndose en la puerta, desnudo. Le dio un beso microscópico en los labios.

      —Gracias por todo —dijo ella.

      Lucía miró pasar la ciudad con su sien pegada a la ventana helada del taxi. Percibía todo con más intensidad. La neblina de la madrugada. El aliento químico de la calefacción. El silencio cómplice del chofer. Le hubiera gustado lanzar la noticia a los cuatro vientos y despertar a la ciudad entera: «He pasado la prueba de fuego. Ya no soy la misma de antes. Grítenme, piedras del campo».

      Se bajó del taxi distraída, pero totalmente alerta. El portero, un turco bigotón y temperamental, la miró con cara de sospecha. La dirección había decidido que era preferible que las niñas entraran y salieran por la puerta principal, en lugar de escabullirse por las ventanas a deshoras y romperse los tobillos y las clavículas. El puño de Lucía se desdobló revelando un billete de diez francos suizos. El portero la dejó pasar.

      En la oscuridad, Lucía se puso su camisón de franela, escondió los calzones inculpatorios debajo del colchón y se acostó en su cama.

      —¿Dónde andabas? ¿Qué pasó? —susurró Ximena.

      —Mañana te cuento —respondió Lucía. Por ahora no tenía palabras.

      —¿Estás bien? —dijo Ximena.

      —Estoy perfecto. Buenas noches, Xim.

      Al poco rato oyó a los pajaritos anunciar el alba.

      2

      Gabriel levantó una caja de cartón atada con un mecate y se colgó su mochila al hombro. Ambos bultos contenían todas sus pertenencias.

      Sus piernas se desdoblaron como acordeones, entumidas de tantas horas de estar constreñidas en el camión. A pesar de que apenas eran las ocho de la mañana, hordas de gente se apiñaban a la salida de los andenes para recibir a sus parientes y no dejaban pasar a los que, como él, no gozaban de un comité de bienvenida. Ecos femeninos anunciaban salidas ininteligibles por los altavoces. Una cacofonía ensordecedora de cumbias chirriantes y bandas norteñas le trepanó las sienes.

      Salió de la estación y caminó entre los puestos de carne cruda rodeada de moscas, apilada sobre montones de cebollitas y manojos de cilantro; los de licuados, los de tamales, los de discos piratas, los de las mismas porquerías de plástico Made in Taiwan que había visto en el barrio chino en Nueva York. Los aromas de la comida callejera le despertaron el apetito y se decidió por unos tlacoyos. Le supieron a gloria.

      Intentó abrirse paso sobre las angostas banquetas plagadas de gente, junto a las cuales corrían rápidos de agua turbia que transportaban burbujas tornasoladas de jabón, grasa y gargajos. Capas geológicas de polvo ancestral y recién originado, de gases tóxicos y excremento pulverizado saturaron sus pulmones. Se había desacostumbrado al estruendo de las grabadoras, las bocinas de los coches, las alarmas insistentes de los videojuegos y los gritos de los merolicos.

      «Bienvenido al pinche DF», pensó Gabriel.

      Transbordó de colectivo tres veces y caminó por las calles polvorientas de su colonia, regadas de basura y adornadas por bardas pintarrajeadas. La evidencia de tres años de envíos por Western Union se irguió ante él con menos dignidad de la que se había imaginado. El antiguo tapanco de metal corrugado se había transformado en un cubo de cemento y tabique pintado de azul celeste con una puerta blanca de metal y una ventanilla apresada por barrotes oxidados.

      Tocó a la puerta. Oyó las chanclas cansadas de Irma, su madre, arrastrarse y su voz preguntar «¿quién?» con su habitual desconfianza.

      —Gabriel.

      Al verlo, una emoción fugaz atravesó la mirada seca de su madre. Lo abrazó y lo besó y después lo revisó de pies a cabeza.

      —Mira nomás qué fachas traes, hijo. Se te están cayendo los pantalones.

      —Así se usan, mamá.

      Irma se mordió el labio para disimular una sonrisa incrédula. Gabriel seguía flaco, pero la espalda se le había ensanchado y ahora, en lugar de esos dos popotitos con los que a duras penas podía levantar una papaya, sus brazos estaban hinchados de músculo. La cara se le había afinado. Algo se había endurecido en su mirada.

      —¿Qué traes en la oreja? —preguntó su mamá.

      —Un arete —respondió Gabriel—. ¿Y qué?

      Puso los bultos en el piso de cemento y se arrimó una silla. La única fuente de iluminación de la casa era un foco colgado de un alambre. Estaba tan oscuro que Gabriel se tuvo que llevar las manos a las sienes para ver si llevaba puestos sus lentes de sol. La casa fría y oscura le causó desazón.

      —Te mandé un chingo de lana, ¿qué pasó? —le preguntó a su mamá.

      —Ni tanta. Nomás llegas de Gringolandia vestido de payaso y te sientes con derecho a faltarme al respeto, canijo escuincle. Si vas a estar aquí de arrimado, no rezongues.

      —No te apures, jefa. Mañana me voy a buscar a mi papá a ver si me consigue algo. Mi tía me dijo que trabaja de chofer en las Lomas.

      —¡Qué