Yehudit Mam

Quién te manda


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      Ricardo la tomó de la cintura y sonrió triunfal al presentarla como si fuera su novia de años, saludando con demasiada efusividad a gente que nomás conocía de vista. La besó conspicuamente a la luz fluorescente de la alberca. Lucía saboreó el perfume de la ginebra en su aliento.

      Mientras él le platicaba su vida y milagros, salpicándolos con nombres de gente que Lucía suponía que debía reconocer, ella se entretuvo pasando revista a la gente en la terraza.

      —¿Te dije que estuve en Japón? —preguntó él.

      —Qué padre.

      —Es un paisazo. Pero es carísimo. Un melón cuesta cuarenta dólares y una coca cola, quince.

      —Como que hay demasiado ruco trajeado aquí, ¿no? —dijo Lucía—. Demasiada cuarentona divorciada desesperada, demasiado ejecutivo que se cree de primer mundo pero vive en el error.

      —Es la hora —dijo Ricardo—. Al rato se pone mejor. Una casa mía en Malinalco va a salir en la Architectural Digest.

      —Qué buena onda.

      —Le tomaron unas fotos espectaculares.

      —¿De quién es la casa?

      —De Álvaro y Cecilia Betancourt. ¿Los conoces?

      —Me suenan.

      —Tienen mucha lana. He estado enamorándolos con la idea de abrir un hotel boutique en Coyoacán.

      —¿Quién se va a querer quedar en un hotel en Coyoacán? Está lejísimos.

      —Pero está padrísimo.

      —Pues la última vez que yo fui me aturdí con tanto jipioso huarachudo vendiendo aretes de chaquiras y trapos teñidos con anilina y, la verdad, me dio asco tanta mazorca mordida tirada por las banquetas.

      —Eres una megafresa, pero te amo, mi amor —rio Ricardo.

      —No soy tan fresa como tú crees.

      Como solía sucederle con los novios oficiales, a veces Ricardo se le antojaba y a veces le daba grima, pero era interesante eso de andar con alguien más maduro, serio y culto; alguien que no se la pasaba queriendo meterse tachas toda la noche, o que no le pedía que pagara su parte de las copas porque andaba corto de lana, o la llevaba a fiestas a darse una línea tras otra, o que lo único que quería era coger.

      Ricardo le presentaba gente muy acá, le hablaba de libros y películas, y se veían bien juntos. Pero a veces ella sentía que era medio bruta para él. Él ya le había regalado tres libros que le daban una flojera espantosa y discos de música incomprensible. Sus amigos le parecieron unos sangrones. Supuso que Ricardo se sentía realizado por andar con alguien más tarado que él.

      Saliendo del restaurante, le propuso llevarla a su departamento, pero ella dijo que tenía mucho sueño. Ricardo, quien había evidenciado una paciencia de santo desde aquella feliz noche cuando la conoció, la llevó como es debido a su casa, estacionó el coche frente a la puerta y le dio media vuelta a la llave para dejar la música encendida. La besó larga y apasionadamente.

      —No me gusta estar sentada en el coche. Luego pasa la patrulla a decir que estamos cometiendo faltas a la moral —dijo Lucía.

      —Pues podemos ir adentro —canturreó Ricardo.

      —Están mis papás —repuso Lucía.

      Ricardo se acurrucó junto a ella y le acarició un seno. Ella se volteó.

      —¿Qué pasa, Lucía?

      —Nada, que no me siento a gusto fajando en el coche. Vete leve, ¿no?

      —No te entiendo. Tú fuiste la que me tiró todo el can.

      —Una también se puede encandilar, ¿no? Ustedes creen que son los únicos que tienen derecho. Además, aquella vez estábamos pedos y medio que se nos fue la mano. Yo soy más tranquila, aunque no lo creas.

      —No sé por qué te gusta tanto hacerte del rogar. Si crees que me excita, te equivocas.

      La palabra «excita» retumbó en ella como un diapasón.

      —¿No te gusta que me haga la remilgada?

      —No.

      —¿No te gusta que me haga la monja?

      —No.

      Lucía le bajó la bragueta y se lo metió a la boca. Y se colmó de ternura al oír sus gemidos indefensos y al sentir sus manos acariciándole con dulzura la espalda y el cabello.

      Ricardo no entendía las contradicciones de esta criatura, pero era consciente de que esa mezcla de pundonor y desfachatez lo hacía perder el juicio. Unas luces rojas y azules se acercaron en silencio.

      —Aguas, que ahora sí viene una patrulla —dijo Ricardo, reacomodándose rápidamente—. Vamos a tu casa, ándale.

      La patrulla redujo la velocidad al pasar a su lado. El policía al volante se le quedó viendo a Lucía, pero la patrulla no se detuvo. Ambos se miraron aliviados.

      —Ya me tengo que ir. Mañana me tengo que levantar temprano para la uni.

      —No seas salvaje, Lucía, no me dejes así.

      Ella sonrió, dándole un beso rápido en los labios y se bajó del coche sin esperar a que él le abriera la puerta. Ya adentro de la casa, podía oír la televisión prendida en el cuarto de sus papás. Se quitó los tacones y caminó a oscuras, sin hacer ruido. En bata, sin maquillaje y con un turbante en la cabeza, su mamá la interceptó en el pasillo. Lucía saltó del susto.

      —¿Cómo les fue? ¿La pasaste bien?

      —Muy bien, mamá.

      —Ese muchacho es un tesoro. Encantador, de buena familia y se derrite por ti. Te suplico que no la riegues.

      —¿Cómo la voy a regar? Hasta mañana, mamá.

      Entró a su cuarto y se asomó por la ventana, pegando la nariz al frío húmedo del cristal. El jardín era de un negro profundo como el mar en una noche sin luna. De niña empañaba el vidrio con su aliento, creando un lienzo en el que silueteaba corazones, caritas sonrientes o groserías, o escribía los nombres secretos de chicos que le gustaban. Su dedo dibujó la palabra «Ricardo» en el vidrio esmerilado por el vapor. La borró de una bocanada y escribió «Joel Joel Joel Joel».

      Por su mente desfilaron las imágenes de su acostón apocalíptico con él, cuya memoria todavía le abría una grieta en el pecho. Nunca lo volvió a ver. Lo fue a buscar a su casa (no tenía su teléfono), lo oyó esconderse dentro de su departamento, lo espió por Facebook, y él siempre reaccionó como si ella no existiera.

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