Yehudit Mam

Quién te manda


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crees, que me regresé por gusto?

      En toda su vida, Irma nunca lo había oído decir tantas palabras. No se acordaba precisamente de cuándo le había cambiado la voz, pero los sonidos grabados en su memoria eran los de un adolescente desafinado. Su tono sonoro, maduro, la sorprendió.

      —Casi me matan a golpes. Y encima, me deportaron. Pero te vale madres.

      Irma no respondió. Se lo habían cambiado y este era un impostor.

      Gabriel se aferró al tubo de metal mientras el minibús se zarandeaba por el paseo de la Reforma y lo aventaba contra los cuerpos comprimidos a su alrededor. Los conductores se les echaban encima a los peatones, vociferando histéricos con el claxon.

      El cielo era del color de un pollo desplumado. Le ardían los ojos, le picaba la nariz y todo olía a polvo, a óxido y a caño. Gabriel sentía como si una piedra de molcajete chocara contra sus sesos.

      Se bajó del minibús aprovechando una parada. Echó a andar bajo la sombra de los árboles del camellón. Aquí había verde; aquí plantaban pensamientos para que bordearan el adoquín como espectadores en un desfile. Se atravesó corriendo por delante de los autos que bajaban por la ancha avenida amurallada de mansiones como si estuvieran en una competencia de Fórmula 1.

      Se detuvo ante una barda de hierro forjado que resguardaba un jardín salpicado de islotes de rosales y arbustos podados simétricamente.

      La casona parecía un castillo. Hasta una torre tenía, adornada por un largo vitral que retrataba colibríes revoloteando alrededor de inmensos tulipanes. Nubarrones de cantera rosa enmarcaban las ventanas. Tres coches fulguraban en el garaje. Una cámara de seguridad y una caseta de vigilancia vacía hacían guardia en la puerta. Gabriel tragó saliva y tocó el timbre.

      Una voz de jovencita chirrió desde el interfón.

      —¿Quién?

      —¿Está el señor Mendoza?

      —No, aquí no hay nadie con ese nombre.

      —Disculpe.

      Gabriel revisó la dirección apuntada en un papelito: Reforma, 2347. Tocó el timbre otra vez.

      —¿Quién?

      —Disculpe señorita, pero me dijeron que el señor Agustín Mendoza trabaja de chofer en esta casa.

      Le respondió el eructo de la interferencia.

      —A ver, permítame tantito. ¿De parte de quién?

      —De su hijo Gabriel.

      Gabriel se quedó esperando frente a la puerta durante largos instantes. Le dolía el estómago. La puerta se abrió unos centímetros. Su padre estaba más canoso, más barrigón y arrugado, aunque conservaba intacta su expresión agria, la cual Gabriel conocía por la única foto descolorida, tomada en la Alameda, que conservaba su mamá. Agustín se tardó unos segundos en reconocer en ese muchacho al chamaquito enclenque de cinco años al que no había visto desde entonces.

      —¿Cómo me encontraste?

      —Mi tía me dio la dirección.

      —¿No que estabas en Estados Unidos?

      —Ya estoy aquí.

      —¿Cómo se te ocurre venir sin avisar?

      —Necesito chamba. ¿No sabe de algo?

      —¿Cómo voy a saber así de buenas a primeras?

      —Bueno, entonces ahí nos vemos.

      Gabriel comenzó a caminar. Se sintió como un estúpido por haberse permitido, mientras esperaba su destierro esposado en la camioneta de ICE, en la celda del centro de detención, en la silla del juzgado, en la butaca del avión a San Diego, en el asiento del camión escolar a Tijuana, y finalmente en el Flecha Amarilla a la capital, la fantasía de que su papá lo reconocería de inmediato y le daría un abrazo apretado, arrepentido de haberlo abandonado, orgulloso de verlo hecho un hombre.

      Su papá corrió detrás de él, ofreciéndole un par de billetes arrugados que sacó de su bolsillo, pero Gabriel le dio la espalda y siguió caminando. Esperó un colectivo y se regresó a casa de su mamá, en San Gregorio Tepehualco.

      3

      Lucía se entretuvo viéndose a sí misma fumar reflejada en el espejo al fondo de la sala abrumada por una espesa capa de humo. Los invitados fumaban mientras bailaban, mientras gritaban sobre la música, mientras bebían. Banderitas de México clavadas en plastilina y metidas en ceniceros decoraban el salón. Cadenas de papel de china verde, blanco y rojo colgaban sobre las paredes tapizadas de flores de lis.

      Un borracho alto y pastoso, con el rostro enrojecido, los ojos hinchados y el pelo negro tieso de jalea, se desplomó junto a Lucía en el sillón e intentó abrazarla.

      —No llevas ni media hora aquí y mira cómo te pones, Luis. Estás hasta atrás.

      —Es que vengo de otro reven.

      —Siempre estás hasta la madre. ¡Quítate!

      Luis se rio y le susurró algo en el oído. Sus manos se resbalaron sobre las piernas de Lucía. Ella le dio un codazo.

      —Pinche alcohólico —le dijo entre dientes.

      —Ya estás muy jarra, maestro —intercedió un caballero anónimo con aire de intelectual por sus lentes cuadrados—. Sal a que te dé el aire.

      —Por fin, alguien de categoría —dijo Lucía.

      Luis hubiera querido defender su hombría, pero eso requería demasiado esfuerzo. Los imprecó en voz baja y se tambaleó hacia el otro extremo de la sala.

      —¿Todo bien? —preguntó el intercesor.

      —Sí, gracias. Es un pesado.

      —Ricardo Mestre.

      —Lucía Orozco.

      —¡Ah, órale! No sabía que Adolfo tenía una hermana tan guapa. Y karateca.

      —Acompáñame a la cocina —ordenó Lucía, extendiendo su mano para que él la levantara del sillón.

      Ricardo la siguió.

      En la cocina, dos sirvientas jóvenes, una cocinera y un mozo de edad madura surtían platones, acomodaban cajas de licor y preparaban comida. Lucía abrió las puertas dobles del refrigerador y revisó el interior.

      —Vete al súper de volada, Agustín, y tráete más cervezas y más hielos. Pídele a Adolfo que te dé dinero. No te tardes.

      —Sí, señorita.

      —Zenaida, saca ya los chilaquiles porque se están poniendo demasiado jarras.

      —Sí, señorita Lucía.

      Adolfo Orozco apareció en la cocina. Su cuerpo se estremeció en un gran bostezo. Debajo de sus enormes ojos verdes asomaba un par de ojeras crepusculares. A excepción de sus ojos, todo en él era compacto: sus labios, el lunar perfectamente redondo que gravitaba junto a ellos, su pelo lacio y rubio a la altura del mentón y sus dientes patinados de nicotina. Sacó una botella de vodka Crystal del congelador, la destapó y le dio un trago.

      —¿A poco no mi hermana es una reina, cabrón? Allí me la consientes. No me la vayas a mallugar demasiado —dijo Adolfo.

      —Magullar —corrigió Ricardo.

      —¿Qué? —dijo Adolfo.

      —Se dice «magullar».

      —Lo que tú digas, maextro, nomás no me la apachurres.

      —Señor Adolfo, la señorita Lucía necesita que vaya por hielos y cervezas —dijo Agustín.

      —¿Y a mí qué? —respondió Adolfo.

      —Tú eres el empresario y la fiesta fue idea tuya, ¿no? —le contestó su hermana.

      —Mi