Yehudit Mam

Quién te manda


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eso la atraía.

      —¿Así te ligas a todos? —le preguntó Joel, abrazándola.

      —No a todos, solo a los que me gustan.

      —Ah. Pues eres muy aventada, ¿no?

      —Si me gustas —respondió Lucía—, ¿por qué no te puedo tirar la onda? ¿Por qué no te puedo sacar a bailar? ¿Tengo que esperar a que tú me peles a mí primero?

      Joel la paró frente al espejo y la fue desvistiendo, como si le proyectara una función de cine. Lucía lo ayudó a bajarle los pantalones y a quitarle los calzones, y admiró sus propios pezones exaltados, su triángulo negro que parecía fundirse con la penumbra. Podía oír las carcajadas de los chavitos en la sala. Supuso que ellos también los podían oír y se reían de sus gemidos.

      Joel la aventó en la cama y se le subió encima. Lucía intentó besarlo, pero Joel no se dejó.

      —No me gusta besar —le explicó.

      —¿Por qué? —preguntó Lucía.

      —Es demasiado íntimo —respondió Joel, penetrándola.

      Cuando se le ponían así de raritos, una parte de ella se retraía y cesaba de discutir.

      A pesar de todas las sustancias que había bebido, ingerido e inhalado previamente, Joel tenía un aguante excepcional. Por encima, por debajo, de ladito, sentados, parados. Lucía se derretía de deleite viendo escena tras escena de su descaro en el espejo: Lucía arrodillada, jadeante, sobre el colchón. Joel la toma por detrás, le jala el pelo, le aprieta los senos, le lame la oreja, se frota contra sus nalgas como un animal en celo. En una de esas, Joel la volteó boca abajo, de cara al espejo, y sacó un tarro de vaselina de su buró.

      —¿Qué haces? —preguntó Lucía.

      —Te va a gustar —dijo Joel.

      —Por allí, no.

      Lucía sintió la punta de su pene acariciar delicadamente su ano y se quedó muy quieta. Empezó a sentir como cuando era chiquita y tenía calentura, y el doctor mandaba a su mamá, que mandaba a su nana Zenaida a ponerle un supositorio.

      Le dolió tanto que ni podía gritar. Solo imploraba: «No, por favor salte, salte, te lo ruego». Lucía se quiso voltear, lo quiso patear, pero Joel la tenía sujetada de las muñecas y la había inmovilizado apoyando todo su peso contra ella. Qué cara pondría la hermana Márgara, si, por amor de Dios, coger durante la regla era el colmo de la inocencia comparado con esto.

      —Ya, por favor —suplicó Lucía—. ¡Me duele mucho!

      —Esto me hizo mi tío cuando yo era chiquito —Joel le sopleteó al oído. La asió del pelo y le levantó la cabeza para que se mirara al espejo. Lucía vio su propia cara enrojecida, sus venas del cuello hinchadas, su pelo empapado en sudor. Joel se mecía encima de ella, hipnotizado por su película porno en el espejo.

      —Esto me hizo cuando yo tenía doce años.

      —¿Y yo qué culpa tengo? —protestó Lucía.

      «Y a ti te daba miedo de que algún judicial prieto y cacarizo te fuera a violar en un cuarto de vecindad donde te rebanaría una oreja y se la mandaría a tus papás para que pagaran el rescate del secuestro. Pero tú fuiste la que se le aventó a Joel, tú te metiste con él a este cuarto inmundo, aunque hasta hace diez minutos te la estabas pasando de pelos. ¡Este güey te está violando, Lucía! Técnicamente te está violando, porque le dijiste que no y te mandó a freír espárragos aunque lo hayas dejado que te hiciera todo lo demás. Y con una vez que digas no, con eso te tienen que respetar. Te lo mereces por puta, por cachonda cochambrosa».

      Lucía confirmó en el espejo que Joel seguía pujando en su interior, pero, para su sorpresa, el dolor se había apaciguado. Ahora Joel sobaba rítmicamente sus entrañas, llenándola de un placer incómodo, brutal, inexplicable, que la instaba a agitar sus caderas para aumentar la intensidad de la sensación. Los dedos de Joel se meneaban entre los pliegues de su pubis. Lucía sintió los espasmos convulsionados de Joel unos segundos después.

      —Perdón, no me aguanté —dijo él.

      Estaba semicatatónica. La salida le dolió como cuando tienes ganas de hacer del dos y no has hecho en tres días. «Pues, claro —pensó—, si aquello está diseñado para que salgan cosas, no para que entren».

      Joel le dio besitos y le acarició el pelo. Se desprendió de ella y Lucía olfateó un familiar olor agrio, similar al que uno descubre al haber pisado mierda en la calle.

      —Llévame a mi casa —le dijo Lucía.

      —Te puedes bañar aquí si quieres. Te presto una toalla.

      Bañarse, claro, era prudente. Joel abrió la puerta y los cachorritos se abalanzaron hacia adentro, se treparon en la cama, se le subieron encima a Lucía y le lamieron la cara, las piernas y las tetas con sus alientitos huérfanos. Lucía creyó que le iba a dar un colapso nervioso.

      —¡Quítamelos de encima! —gritó.

      Joel rio y salió de la habitación. Se los tuvo que quitar de encima ella sola.

      «Joel es puto y ya me pegó el SIDA», pensó.

      Los mosaicos del baño de color verde hospital estaban enmarcados de moho. Joel ya se había bañado y se estaba secando frente al lavabo. Le señaló una toalla negra llena de pelusas, colgada junto a la regadera. Lucía quería hacer pipí y limpiarse, pero le dio pena con él allí, así que reguló las llaves y se metió bajo el chorro de agua humeante.

      Le temblaban las rodillas. Quiso que el agua arrastrara por la coladera la suciedad, el pánico, la memoria del placer asustante pegosteada en sus poros. Usó el champú Ma Evans de Joel porque la barrita cuarteada de jabón Nórdico le dio asco.

      Se enjuagó la boca y se enjabonó la cabeza cerrando herméticamente los párpados, todavía con el miedo infantil de que le ardieran los ojos. No sabía qué hacer con su ano. No sabía si debía limpiarlo y cómo. Permitió que el chorro de la regadera lo hiciera por ella.

      Se envolvió en la toalla húmeda y regañó a la Lucía que la miraba desde el espejo: «Ve nomás tus greñas, tus moretones de souvenir. ¡Ya te la metieron por Detroit! ¡Cómo lo dejaste hacértelo sin condón! ¡Te vas a morir de SIDA!».

      Envuelta en la toalla, caminó descalza por la alfombra roñosa y recogió su ropa desparramada en el suelo de la recámara. Joel la observaba recostado en la cama, fumándose un cigarro. Su pene estaba acurrucado encima de él, irreconocible, apacible e inofensivo como un gatito dormido.

      Bajó a recibir a Ricardo sin entusiasmo, preguntándose por qué con los galanes oficiales que presentaba en casa jamás se le antojaba hacer las locuras que hacía con ilustres desconocidos que se levantaba en bares o fiestas.

      —¡Mira qué flores tan divinas! Ya le pedí a Zenaida que las ponga en agua —le dijo su mamá.

      —Qué lindas, gracias —dijo Lucía al ver el arreglo descomunal de tulipanes, rosas, varas de nardo y nube.

      Saludó a Ricardo con un beso en la mejilla.

      —Perdona la tardanza, pero no me siento muy bien.

      —No hay cuidado, estuve platicando muy a gusto con tu mamá —contestó él.

      —Lucía, no le hagas pasar un mal rato al pobre de Ricky —dijo su mamá.

      Lucía pensó que, si pudiera, su mamá sacaba un cura de la cristalera y los casaba en el acto.

      —Ay, hija, andas de un humor negro. Quieres, le pido a Zenaida que te traiga unas aspirinas.

      —Gracias, mamá, ya nos vamos.

      —¿Van a una fiesta?

      —No creo —dijo Lucía—. Si no te molesta, Ricardo, prefiero algo tranquilo.

      —¡Qué aburrida es esta niña! —dijo