Mireia Corachán Latorre

El Molino


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de quedarse huérfano de madre. Era primo de leche de doña Elisa y su tío Constancio le pidió a la señora que lo acogiera en su casa ante la imposibilidad de su padre de hacerse cargo de él. El padre de Claudio trabajaba incansable en el campo y no podía ocuparse de su hijo como correspondía.

      —Son ustedes unos afortunados y yo que me alegro —dijo Juan a los recién casados.

      Claudio sonrió por lo bajo. Pero Felicidad alzó su cabeza orgullosa:

      —De ninguna manera, Juan. La suerte hay que ganársela.

      Enfilaron el camino principal a poca distancia de la finca. Los rayos del primer sol acariciaban los álamos que rodeaban la casa, protegiendo como centinelas su misterio.

      CAPÍTULO 3: EL VIAJE

       València

       2002

      Los preparativos me encantan. Dispuse todo el material sobre la cama y lo repasé. Prenda a prenda. Incluso me probé un par de monos. No me creía aún que realmente saliéramos mañana. Ninguna de mis amigas es aficionada a esquiar y convencer a Núria para acompañarme no había sido fácil. Pero ¡voila! Estaba decidido. Mañana partíamos hacia Pirineos y no había marcha atrás.

      Soy muy exagerada para hacer equipajes, lo sé. De hecho tuve que coger dos maletas, y aun así no me cerraban. En busca del material de esquí, pasé de nuevo por delante de aquel cuadro que me hipnotizaba y lo contemplé con calma. El mar, la bruma, la luna, las tres misteriosas figuras que cruzaban la playa, la vieja barca... Descolgué el cuadro para verlo de cerca y fijarme en la precisión de las pinceladas, en el grano del pigmento, en su color y su luz. Una extraña sensación de paz invadió todo mi cuerpo. Cuando lo cogí para volver a colgarlo, un raído sobre cayó de la parte trasera del marco. Con rapidez, lo abrí y descubrí una arrugada y carcomida cuartilla en la que se podía leer:

      Con cariño y gratitud, para mis queridos amigos, Claudio y Felicidad.

      Vuestra siempre,

      E.

      ¿Felicidad y Claudio? Me sonaba que eran mis bisabuelos, aunque tampoco estaba segura. Pero E... ¿quién diantres era E.?

      Anoche no podía dormir. Un ejército de hormigas invadió mi cuerpo sin que pudiera remediarlo. Las imágenes se sucedían en mi mente a una velocidad vertiginosa. Núria y yo viendo las cimas nevadas a vista de pájaro. Ambas en el hostal riendo sin parar antes de dormir. Un aperitivo rápido en la cafetería a pie de pista. La música estridente nublando nuestros oídos en un cálido pub de piedra... Entonces pensé en el cuadro y el sueño me abrazó, mimoso.

      Por fin ha amanecido. Es necesario salir pronto, aunque a las dos nos cueste tanto madrugar. He encendido el televisor para ver el canal de noticias 24 horas. No tengo remedio. Necesito dos cafés, un par de cigarros y la actualidad en píldoras rápidas que me brinda la programación ininterrumpida. Llamo a Núria. Está preparada.

      Tengo el Corsa rojo limpio e impaciente por iniciar la marcha. ¡Es todo tan emocionante!

      Está sonando La Unión. Me fundo con la música y canturreo. Los primeros rayos de sol luchan por colarse entre las lunas delanteras y abro la ventana para que el frío entre. Siento sus caricias heladas mientras llego a València.

      Núria está congelada. Esperando en la parada de bus con una mochila de esas de montañera, más grande que ella. No hay apenas tráfico, por lo que puedo parar en el carril bus sin ningún problema. Maletero listo. Entre las dos ya lo hemos llenado. Dos besos y el acelerador.

      A pleno sol, Núria es preciosa. Los pómulos marcados y esa boca perfilada. La melena rubia suelta y sus grandes ojos de gata.

      Escucha bien, mi viejo amigo,

      no sé si recordarás

      aquellos tiempos ahora perdidos

      por las calles de esta ciudad.

      Leímos juntos libros prohibidos.

      Creímos que nada nos haría cambiar.

      Vivimos siempre esperando una señal.

      En el límite del bien

      (el límite del bien).

      En el límite del mal

      (el límite del mal).

      Te esperaré

      en el límite del bien y del mal.

      He cambiado de disco. «En el límite del bien y del mal», gritamos. Cuando salimos de València la sensación de libertad es brutal. «Nunca más tendremos veinte años», me digo. Nos encanta cantar juntas. Y eso que lo hacemos bastante mal.

      —Tenemos otras virtudes —me dice. Risas.

      Me cuenta que ha vuelto a ver a Jaime. Que apenas han hablado pero que su cuerpo se ha llenado de mariposas. No tiene remedio, pienso. Jaime no es tan raro como otros tipos que me ha presentado. Lo malo es que es bajista. Los músicos y los poetas suelen mentirnos, le recuerdo.

      Es extraño, pero circulamos bastantes kilómetros sin hablar, cantando mientras nos despertamos. El paisaje es claro. Esa nitidez preciosa de los días helados y despejados de diciembre. Es agradable sentir que el sol te calienta mientras conduces. Los límites de velocidad no van con nosotras. Un radar y luego el control policial nos sorprenderá en Teruel. Bajen del coche. Y el resto de protocolo. Ya se pagaba en euros. Nuestra pequeña reserva ya se ve mermada en unos cuantos.

      Nos reímos de todo. De aquel percance también. Paramos en un sucio bar de carretera a tomar nuestro primer café. Volvemos a hablar de Jaime. Y de Óscar, cómo no. Queremos olvidar de una vez por todas y esperamos que cientos de kilómetros lo hagan posible.

      Volvemos al coche. He puesto Tam Tam Go y seguimos cantando. Las horas pasan deprisa. Risas y confidencias nos acompañan por media España. Parece que cada ladera, cada prado, cada monte, lo hayan pintado para nosotras. La vida nos sonríe y somos felices.

      Sin casi darnos cuenta hemos entrado en la zona de los Prepirineos. Ya está atardeciendo y a lo lejos se dibujan los primeros montes nevados. Las cimas están cinceladas a la perfección y parecen de algodón de azúcar. Nos gusta observarlas mientras se pone el sol. Núria lleva el mapa en la mano y masca chicle de fresa. No debemos andar lejos del refugio. Aún daremos un par de vueltas y preguntaremos a algún lugareño antes de encontrarlo. Es de noche y la temperatura ha bajado. Nos ponemos los guantes antes de descargar el coche.

      Nos recibe un señor de unos sesenta años. Con una sonrisa nos da la bienvenida y nos explica el horario de desayunos y dónde está la consigna para el material de esquí. Nos acompaña a nuestro cuarto. Apenas una litera y un pequeño armario. Tal como lo imaginé. Las camas están hechas con gruesas mantas rojas a cuadros.

      El viaje ha sido largo y estamos hambrientas. El comedor es aséptico y frío, pero la sopa de fideos nos reconforta.

      Es nuestra primera noche y estamos excitadas. Los nervios nos impiden conciliar el sueño y nos entregamos a largas conversaciones. De madrugada, cansadas de reír, decidimos que es hora de acostarse y relajarse. Caemos rendidas.

      Nos levantamos enérgicas pese a las pocas horas de sueño. Café con leche y magdalenas, una lavada de cara y el kohol negro en los ojos y ya estamos preparadas. Nos montamos en el coche dispuestas a quemar el día y nos dirigimos a las pistas más cercanas, Cerler. Primero toca parar en la tienda de alquiler de material para que Núria se pruebe las botas y le preparen los esquíes.

      Siente la dureza de la bota en su pierna y se asusta con el primer clic de los cerramientos. Se queja porque está incómoda y me encojo de hombros. «Es lo más normal, no te preocupes». Me confiesa que le parece difícil poder moverse con ese calzado y para más inri con unos esquíes. Me temo que esto no será fácil, pero la animo. Ya estamos listas y subimos en el telesilla rumbo a las pistas. Todavía necesitaré una parada técnica para mi segundo café y un cigarrito.

      Cuando lo recuerdo