Mireia Corachán Latorre

El Molino


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curso en que me ocurrió por primera vez. Era primavera y yo cursaba octavo de Educación General Básica (EGB). De un día para otro, tan repentina como una fuerte ráfaga de viento, vino a visitarme la tristeza. Era una pena profunda. Una sombra pasajera que derrumbó todo a su paso y lo intentó cambiar de sitio.

      Recuerdo también el olor a colonia de una niña con trenzas los domingos en la plaza de las palomitas y la última canción de Golosinas sonando como el deseo desde un lejano aeropuerto.

      Vienen a mi memoria ese silencio blanco y negro de los negativos en el cuarto oscuro de nuestra infancia o las películas compartidas junto al brasero.

      Recuerdo la sonrisa de mi abuelo cuando conduje su R12 dorado matrícula E. O el tiempo detenido en la mirada acuosa de mi tía la tarde en que desfilaba por la calle de la Paz.

      Pienso en la mirada azul gélida de esa desconocida en aquel extraño retrato que descansa sobre el aparador de mi casa. Y también en aquel cuadro precioso que me intriga y me inspira. Y en E. ¿Quién será E.?

      Así, con la visión del cuadro poco a poco, voy entrando en un sueño profundo y reparador.

      Cuando me despierto no sé si es de día o de noche. Cómo me llamo o dónde estoy. Es como si hubiesen pasado años desde aquel mediodía en la pizzería y apenas han transcurrido un par de horas. La voz de Núria me sobresalta. Me llama por mi nombre con delicadeza. Aun así, me lleva unos minutos situarme y le digo:

      —Vamos a tomar un café, por favor.

      Así lo hacemos. El café entra suave, delicioso y caliente. Poco a poco, voy recuperando mis constantes vitales. Pruebo con la voz.

      —Lo he pasado mal. No sabía dónde estábamos. He dormido demasiado para estas horas del día —le digo.

      —Se nos ha ido un poco de las manos. —Entonces se calla y cambia el gesto—. No me voy tranquila —me dice—. No me parece buena idea que te quedes aquí sola.

      Otro silencio incómodo. Está midiendo sus palabras.

      —Además, te noto un poco rara —añade.

      —¿Rara yo? Para nada. ¿En qué me notas rara?

      —Estás demasiado contenta —es su extraña respuesta.

      —¿Y qué narices tiene eso de malo, Núria? Anda, vámonos al pub.

      Es mi manera de dar por finalizados aquel café y aquella charla. Volvemos a la habitación a maquillarnos un poco y a por el resto de ropa de abrigo. Gorro, guantes y bufanda. Parece un exceso, pero al atardecer, en el pueblo, no te sobra ni el aliento.

      En menos de un cuarto de hora hemos llegado a Benasque. Sus calles están preciosas al atardecer, pero hace un frío de mil demonios. Así que aligeramos el paso hasta nuestro pub. Las grandes luces de neón nos dan la bienvenida y, al entrar, una melodía dulzona nos seduce.

      Si te vuelvo a ver pintar

      un corazón de tiza en la pared

      te voy a dar una paliza por haber

      escrito mi nombre dentro...

      Me pongo a bailar mientras me quito la chaqueta, los guantes, el gorro y la bufanda, y busco un buen lugar cerca de la barra. Núria me sigue a trompicones (voy muy rápido y el local está abarrotado). Pedimos un par de gin tonics y nos relajamos dejándonos llevar por la música.

      Me parece que aquel día tú empezaste a ser mayor

      me pregunto cómo te han convencido a ti.

      ¿Te dijeron que jugar era un pecado

      o es que viste en el cine algún final así?

      Noto que mi pulso es entrecortado y rápido. Pero sigo bailando, ajena a las señales de mi cuerpo. Veo al chico de ayer y le observo mientras mueve su pierna con gesto distraído. Tiene la actitud propia de un ganador. Lo desprecio por eso. Pero la atracción es más fuerte y me aproximó a él. Para llamar su atención, le tomo la mano. Cuando él se gira no puedo refrenar el impulso y le beso. Apasionadamente. Siento unas ganas inmensas de huir de allí. Pero no puedo dejar a Núria sola. Ella me mira a lo lejos, perpleja.

      —Mañana estaré sola. ¿Nos vemos aquí a la misma hora?

      Él asiente. Y nos volvemos a fundir en un largo beso.

      Vuelvo con Núria riendo sin parar. Ella no sale de su asombro.

      —Estás desconocida —dice.

      —Hemos quedado mañana —anuncio.

      Pasan las horas rápidas en aquel local. Llega la hora de la cena y nos marchamos. Después de cenar, ya en la habitación, Núria prepara su equipaje en silencio. No me lo dice, pero sigue preocupada. Aun así, está decidido. Se marchará mañana.

      Sabemos que nuestro viaje juntas termina y, pese a todo, no tenemos muchas ganas de fiesta. Ambas necesitamos descansar y nos vamos a la cama pronto. Núria se queda dormida enseguida pero a mí me llevará unas horas conciliar el sueño. Pienso en él. No sé ni su nombre. ¿Qué demonios me pasa? No es propio de mí besar a un desconocido sin apenas mediar palabra. Los pensamientos fluyen deprisa y de forma casi automática. No logro distinguirlos. Estoy sudando. Doy vueltas en la cama sin éxito y me tomo un Orfidal. Me pierdo en el mar grisáceo del mar del cuadro de mi comedor. Y solo así empiezo a relajarme.

      Ya ha amanecido. Me he despertado con el alba. Núria todavía duerme y no quiero despertarla. Repaso mentalmente lo que llevamos de viaje. Velocidad, vértigo, risas, alcohol, dudas, deseo... Mi mente ha viajado tan rápido como nosotras. A la vuelta de la esquina tengo los exámenes parciales. Y no me preocupa en absoluto. Solo deseo ser feliz y beberme la vida a grandes sorbos. No llevo el control de mis actos pero no me importa. No me preocupa mi estado de semiembriaguez. No me preocupa casi nada. Ni siquiera la marcha de Núria.

      Paso un par de horas en la cama porque la cafetería del refugio está aún cerrada. A las ocho en punto despierto a Núria. He quemado mis opciones para convencerla de quedarse. No hay marcha atrás.

      Toma su equipaje y montamos en el coche. Conduzco sin parar de hablar. Le cuento que apenas duermo. El sol nos acompaña. La montaña está preciosa con esa intensa luz. Conduzco deprisa. Pronto habremos llegado.

      La estación de autobuses es pequeña. Su autobús está parado en una de las filas. No será una despedida con lágrimas. Un abrazo afectuoso, un te quiero y un buena suerte.

      Veo partir a Núria y me siento liberada.

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