Mireia Corachán Latorre

El Molino


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disposición. Núria parecía un pato mareado y la paciencia no es mi fuerte. A trompicones y tras algún que otro porrazo comenzaron a notarse sus progresos. Pero el humor no la acompañaba en su primera incursión en el mundo del esquí. Se desesperaba y protestaba, al tiempo que yo también me desesperaba y protestaba. Pocos minutos después, ya estaba suplicando otra visita a la cafetería para relajarse y contarme sus tempranas impresiones.

      Escogemos un sitio apartado en el solárium y lo primero que hacemos es abrir los cerramientos de nuestras botas. Sensación de liberación, el sol calentando nuestros cuerpos, las cimas nevadas a lo lejos. Es un momento brillante como la nieve que nos rodea. Núria es una persona asertiva y de decisiones rápidas, así que no me sorprende lo que me dice a continuación.

      —Me doy un segundo día y, si mañana la cosa no cambia, me marcho.

      Me cae como una gélida estocada. Mil ilusiones partiéndose en pequeñas partículas. Solo atino a esbozar un «de acuerdo» y me quedo en silencio digiriendo sus palabras.

      —No tenemos prisa. No hay que batir ningún récord. Aprenderás poco a poco y con humor —le propongo cuando me siento con fuerzas.

      —Si por más buen humor que le pongo no alcanzo a estar más de diez segundos en pie... Tengo el culo helado y las piernas cansadas. No volvería a ponerme esos artilugios diabólicos.

      Nos reímos las dos y decidimos tomar un bocata al sol y recargar pilas.

      La tarde no es mucho mejor. El cielo se nubla de pronto y una seca ventisca nos araña la cara sin piedad. No es agradable esquiar cuando la climatología no acompaña. Núria pone de su parte, pero sigue pasando más tiempo en el suelo que en pie. Sus músculos están entumecidos y su ánimo bajo mínimos. Yo veo mis esperanzas descender como tantos esquiadores por las pistas. Al llegar abajo se dinamitan tras un fuerte golpe. ¡Zas!

      Vámonos ya al hostal. Mañana será otro día.

      Dicho y hecho tomamos el telesilla para bajar al pueblo. Laderas heladas, la vista al frente luchando contra la ventisca, cada parte de nuestro cuerpo paralizada por el frío. Y un triste presagio que no nos abandona.

      La ducha es un regalo. Cierro los ojos y noto el agua caliente recorrer mi cuerpo maltrecho. El miedo se confunde con la espuma del jabón y yo dibujo círculos con los dedos sobre la mampara. Me dejo abrazar por la toalla y entro en la habitación. Por suerte, la temperatura es perfecta y noto cómo el calor sana todo mi cuerpo. Núria está vestida y se desenreda el pelo con calma. La expresión de su cara no es la misma. Está relajada. Lleva unos vaqueros con unas mallas debajo y un grueso suéter verde de lana. Copio su atuendo cambiando el verde por el rojo y nos disponemos a salir.

      Benasque nos recibe amable. Sus empedradas calles llaman al paseo y el pueblo está repleto de turistas animando plazas y bares. Paramos en una tienda de souvenirs y compramos unos pendientes color cobre con piedras azules. Mis buenos momentos siempre están acompañados por este accesorio, que compro cada vez que visito un lugar especial. Nos encanta Benasque, hay ambiente y sus calles están llenas de cafeterías acogedoras y pequeñas tiendas con encanto. Callejeamos mirándolo todo con grandes ojos hasta llegar a un local que nos llama la atención. La fachada es de piedra y grandes luces de neón anuncian la entrada. Nos parece un buen refugio donde empezar la tarde.

      Tómate esta botella conmigo

      y en el último trago nos vamos.

      Quiero ver a qué sabe tu olvido

      sin poner en mis ojos tus manos...

      Nos miramos en silencio y sonreímos. Es un buen comienzo. Brindamos con gin tonic. Un pie delante, un pie detrás, movimiento de cadera, una bola de discoteca expandiendo sus destellos por todo el pub, varias miradas robadas... La felicidad son momentos.

      El local está bastante lleno. La luz es tenue y la temperatura adecuada. Mi ritmo cardíaco se acelera al compás de la música. Me siento bien y sonrío sin parar. El buen rollo se contagia y pronto nos vemos rodeadas por un grupito de chicos que nos miran con intención. Le mantengo la mirada a uno de ellos y sonrío nuevamente. Es muy guapo. No sabemos qué decirnos pero el duelo no cesa. El juego es ver quién aguanta la mirada durante más tiempo. Núria ríe divertida. Yo espero otro gesto por su parte. Él no se hace esperar demasiado.

      —¿Venís mucho por aquí?

      —Es nuestra primera vez —contesta Núria.

      —Llegamos ayer de València. Seguro que volveremos a este local. La música me encanta —explico yo.

      Seguimos con esa charla intrascendente, pero nuestro lenguaje corporal habla por sí mismo. Roces, miradas, risa tonta. Todos los ingredientes están dispuestos para el cortejo.

      Pero el reloj manda y tenemos la cena en media hora en el albergue. No hay intercambio de teléfonos ni ninguna otra concreción. Entonces no teníamos móviles. Las cosas sucedían despacio, a un ritmo natural. Un par de besos, encantadas y de vuelta a nuestro refugio.

      La cena es insípida pero está caliente. Es más de lo que podemos pedir por el precio que hemos pagado. El dueño se llama Rafael y es muy amable. El sitio es bastante acogedor, a excepción del sobrio comedor. Durante la cena, comentamos con detalle las impresiones sobre nuestros nuevos amigos. No sabemos si los volveremos a ver, pero eso también es un aliciente.

      De vuelta a la habitación no hay más ganas de charla. Estamos agotadas y nos dormimos en un santiamén. Mañana será otro día.

      Nos duele todo el cuerpo y no queremos madrugar. Pero las circunstancias obligan. Hacemos un esfuercito y nos enfundamos en nuestro kit de esquiador. No es cómodo pero es abrigado. Nuestro primer café con leche nos sabe a gloria bendita.

      El camino en coche hasta Cerler es corto pero intrincado. Me gusta conducir y tomo con rapidez las curvas. El día está nublado y suenan Los Ronaldos.

      Tomamos el telesilla y permanecemos en silencio durante el trayecto. Sensación de quietud y un cielo gris ante nosotras. Ascendemos con el aliento gélido empapándonos del paisaje. Laderas nevadas salpicadas de pinos y algún pequeño lago congelado acompañando el silencio eterno de aquellos montes.

      Alcanzamos la cota 2000 en unos diez minutos y nos dirigimos a la cafetería para nuestro segundo café. Lo tomamos de pie en la terraza viendo a los primeros esquiadores surcando las pistas. Hace frío y el café bien caliente nos sienta bien. Nuestra segunda y definitiva jornada de esquí está a punto de comenzar.

      Núria está más tiempo de pie que tumbada. Es un alivio porque hace un frío que pela. Sus maneras son aún muy forzadas pero noto cierta evolución. De momento, no hemos salido de las pistas verdes cercanas a la cafetería. Llevamos allí un par de horas haciendo ejercicios de cuña y practicando los giros. Pero Núria ya está harta y volvemos a la cafetería.

      Aprovechamos que ha salido el sol para coger sitio en la terraza. Nos quitamos los cerramientos y pedimos un par de cervezas.

      —Nena, creo que esto no es lo mío. Aprovecharé lo que queda del día y me volveré mañana en bus.

      Me cae como una fuerte bofetada. No lo entiendo. Ha mejorado y lo estamos pasando bien. Pero no debo interferir en sus decisiones. Espero en silencio a que ella retome la conversación.

      —¿Por qué no te vuelves conmigo? Anda, no te quedes aquí sola.

      —Lo estoy pasando muy bien y ya sabes lo que me cuesta venir a esquiar. Me quedaré, aunque sea sola —le digo con convencimiento—. Mañana te acerco al autobús y me quedo unos días —zanjo el tema.

      Visto lo visto, le sugiero comer fuera de las pistas, en un sitio más tranquilo y económico. A Núria le parece una magnífica idea, puesto que quiere dar por concluida su jornada de esquí. Buscamos un lugar apetecible en Cerler y encontramos una sencilla pizzería poco concurrida. Enciendo un cigarro para calmar los nervios. Aunque trato de aparentar entereza, la marcha de Núria me ha caído como un jarro de agua fría. Aun así, intento llevarlo de la mejor forma posible y, sobre todo, sin que su decisión interfiera en mi relación con ella.